Keith Richards, la ilustre arruga del rock n' roll, llega a los 80 años

Javier Becerra
Javier becerra REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Keith Richards actuando en Nueva York el pasado mes de octubre
Keith Richards actuando en Nueva York el pasado mes de octubre SHANNON STAPLETON | REUTERS

De su guitarra han salido algunos de los riffs más célebres de la historia

18 dic 2023 . Actualizado a las 09:05 h.

Si los gatos tienen siete vidas, habrá que esperar a que nos deje Keith Richards (Kent, 1943) para saber cuántas le corresponden a él. Es tal la leyenda creada alrededor de su existencia en el alambre que cuando, en el 2010, decidió publicar sus memorias, las tituló Vida. Entonces tenía 67 y los titulares bromeaban con una supuesta edad de jubilación, la que él ninguneaba con su obstinada idea de seguir sobre los escenarios. Al llegar sus setenta empezó a cambiar el viento, considerándose irónicamente que el que alcanzase esa edad con sus antecedentes constituía una noticia en sí misma. Y ahora, contemplando el mundo como un ilustre que cumple hoy 80 años, el guitarrista apunta con su índice al 2024 y deja al mundo sin palabras. En abril su banda, The Rolling Stones, empieza una gira americana de tres meses.

Ojo a ese índice. Y al resto de los apéndices sus manos también. La artritis que sufre le ha obligado a buscar nuevos modos de tocar su instrumento. Lo explicó en una entrevista en la BBC: «Cuando pienso: "Ya no puedo hacer eso", la guitarra me muestra que hay otra manera de hacerlo. Por eso siempre estás aprendiendo». Recientemente, mostró como esos dedos torcidos siguen roqueando. En el Tonight Show de Jimmy Fallon se plantó con una acústica de cinco cuerdas —la primera, la más grave, hace décadas que no la usa para lograr así su característico sonido— y, sentado en el sofá de los invitados, se marcó fragmentos de Honky Tonk Woman y Jumpin' Jack Flash con el presentador haciendo de Mick Jagger. Lo hizo con sus dosis justas de velocidad, fuerza y nervio. Levantando el codo derecho, entreabriendo la boca con mirada perdida y, finalmente, esbozando una cálida sonrisa, resumía ahí en modo mínimo su gigantesca aportación a la cultura popular: riffs eternos, la silueta misma del rock al ralentí y un carisma infinito.

Aquel chico, que fue expulsado de los boy scouts por introducir botellas de whisky en una reunión de exploradores, fue conducido por el carril de la música desde pequeño. A los tres años ya escuchaba los discos de Billie Holiday, Louis Armstrong, Sarah Vaughan y Duke Ellington, entre otros. Además, su abuelo materno, el músico de jazz Augustus Theodore «Gus» Dupree, le regaló una guitarra. Y aunque su padre no veía con buenos ojos todo aquello, pronto quedó claro que no había vuelta atrás. Cuando escuchó a Elvis Presley se enamoró perdidamente del sonido del guitarrista que lo acompañaba, Scotty Moore. «Era mi héroe. Hay un poco de jazz en su forma de tocar, algunos grandes licks de country y una base de blues también. Nunca se ha duplicado, no puedo copiarle», dijo en una ocasión. Y, en cierto modo, él ha logrado lo mismo desarrollando un sonido aparentemente despreocupado y supuestamente sencillo, pero totalmente personal e intransferible.

En ese encuentro con Jimmy Fallon quedó patente como sus manos de pliegues anómalos siguen extrayendo una buena parte del sonido que hoy entendemos por rock. El que Richards moldeó de manera magistral en la década de los sesenta y setenta, para estirar el chicle hasta día de hoy, con resultados tan irregulares como sorprendentes. Ahí está el reciente Hackney Diamonds, último y notable trabajo de The Rolling Stones en el que el guitarrista tarda apenas cinco segundos en dejar su impronta con el efectivo riff de Agry, su tema inaugural. Muchos han visto ahí el último aliento de Richards y su banda, algo que se lleva repitiendo desde los noventa con cada disco que editan y cada gira en la que se embarcan. Pero de nuevo se impone recordar que la lista de vidas aquí no está cerrada y todo apunta a que superará a las de cualquier felino que decida competir con él.

Richards es un músico superdotado. Pero no el sentido de desarrollar una técnica compleja o encarnar un virtuosismo imposible. En su caso, la genialidad reside en la creación de esas secuencias guitarreras infalibles que embarcan al oyente en una mezcla de euforia, violencia, sexo, enfado, vigor, alegría y un sinfín de sensaciones entrecruzadas que confluyen en ese latido ardiente llamado rock. Hablamos de piezas como Satisfaction, Jumpin´ Jack Flash, Start Me Up, Brown Sugar e It´s Only Rock & Roll, entre muchísimas otras que llevan su firma instrumental.

Además de estamparse en más de 30 álbumes de estudio con los Rolling Stones —en especial en la obra maestra Exile On Main Street (1972), donde su mando fue absoluto— su rúbrica figura en sus tres discos en solitario: Talk is Cheap (1988), Main Offender (1992) y Crosseyed Heart (2015). El primero de ellos —grabado cuando los Stones estaban semidisueltos y su relación con Mick Jagger bajo mínimos— es una joya al nivel de los buenos trabajos de los Stones.

Un personaje tan al límite que a veces bordea la caricatura

En paralelo a sus méritos musicales, camina la figura pública de Keith Richards. En ella se halla el personaje total del rock. Se puede encontrar toda la mitología asociada al género y ese estilo de vida hasta extremos que rayan la caricatura. En ese punto, aparece la surrealista historia del día que esnifó las cenizas de su padre. Así lo contó en una entrevista en New Musical Express: «¿Lo más raro que he intentado inhalar? A mi padre. Fue cremado y no pude aguantar las ganas de mezclarlo con algo de cocaína. A mí padre no le habría importado. Funcionó muy bien y sigo vivo». Luego quiso matizar el tema, aludiendo a una supuesta descontextualización. Pero en la biografía Vida volvió a la carga: «Mientras abría la caja, una delgada capa de cenizas llegó a la mesa. No podía simplemente barrerlo, así que pasé mis dedos por encima e inhalé el residuo». Imaginar el gesto canalla que se abre entre los surcos del rostro del músico resulta inevitable.

Suya es la célebre frase «no tengo problemas con las drogas, solo con la policía». Fue detenido en varias ocasiones por posesión de drogas, llegando a pasar una noche en la cárcel en 1967. Lejos de asustarlo le dio fuelle: «Los reclusos me mostraron respeto esa noche en la cárcel y el juez logró convertirme en un héroe popular de la noche a la mañana. He estado jugando con ese papel desde entonces».

En su vida hay de todo. Se casó en los sesenta con Anita Pallenberg, cuya relación empezó en España y con quien tuvo tres hijos: Marlon, Angela y Tara. En 1983 contrajo su segundo matrimonio con Patti Hansen, con quien tuvo otras dos hijas, Theodora y Alexandra. Durante todo ese tiempo casi muere en un incendio en la mansión Playboy en 1972 cuando se drogaba en el baño. Después tuvo que someterse a un tratamiento de desintoxicación para heroinómanos en 1977 para librarse de la prisión en Canadá, cuando le encontraron 30 gramos de heroína. Pero, como siempre, al borde del esperpento, más tarde apareció su caída desde un cocotero en el 2006 eclipsando todo.