Soraya Nárez, extestigo: «En la pandemia, los Testigos de Jehová creyeron entusiasmados que era el fin»

CULTURA

Soraya Nárez fue miembro de los Testigos de Jehová durante 26 años.
Soraya Nárez fue miembro de los Testigos de Jehová durante 26 años. Soraya Nárez | EFE

Hace ocho años que dejó la organización. En «No somos parte del mundo» (Ediciones B) cuenta el infierno que vivió dentro y cómo logró «escapar»

07 abr 2024 . Actualizado a las 10:11 h.

Soraya Nárez (Alcalá de Henares, 1990) nació «en la verdad», en una familia de Testigos de Jehová. Creció rodeada de adultos, asistiendo tres veces por semana al «salón del Reino» de su congregación para escuchar atentamente hablar a «los ancianos» del inminente apocalipsis, de cómo vivir para, llegado el día, ser digno de habitar en ese paraíso prometido: nada de relacionarse con personas ajenas a la organización —«mundanos» egoístas, cegados por sus deseos—, nada de seguir modas y nada de votar, nada de celebrar cumpleaños, ni siquiera el propio y, por supuesto, nada de ceder a la inmoralidad sexual. A los 18 años, desoyendo a la organización, se matriculó en la universidad y a los 20, se enamoró de un no testigo y abrió los ojos. Su relación —la intimidad, la falta de arrepentimiento— le costó la expulsión automática del grupo, una muerte en vida que ahora, ocho años después, relata con detalle en No somos parte del mundo (Ediciones B).

 A raíz de la publicación de esta información, Testigos de Jehová ha enviado un escrito a esta redacción rechazando las críticas de esta exintegrante de la organización

—Dice que un campamento de surf en Galicia le «cambió la vida».

—Tras dejar de ser testigo, no sabía quién era ni qué propósito tenía en la vida; estaba muy mal. Así que decidí irme a algún lugar con mucha gente para sentirme como en la congregación, para no sentirme sola, y me fui a un campamento de surf en Razo. Allí me recibieron como una más, estábamos todo el día juntos y, un día, hablando con los monitores, me contaron que habían vivido en distintos países a cambio de dar clases. De repente, pensé: «Quizá, yo podía hacer lo mismo, empezar de cero». Y me fui a Inglaterra.

—¿Y volvieron las ganas de vivir?

—Sí, porque tras ser expulsada fui rechazada por la comunidad, hasta mi padre rompió todo el contacto conmigo. Había llegado a un punto tan bajo que la vida me daba totalmente igual, no la estaba disfrutando. Y me lancé a hacer lo que me apetecía; si me salía mal, podía ponerle fin cuando quisiera.

—Y ahora los Testigos de Jehová dicen que el trato que los adeptos dan a los expulsados es algo «meramente personal», que la organización «no influye en esa decisión».

—Eso fue lo que me llevó a escribir el libro. Escuchar eso, que es un absoluta mentira, me revolvió muchísimo, entré en una fase obsesiva, leyendo y releyendo; llegué a pensar que estaba loca, que lo que yo había pasado solo sucedía en mi ciudad, en mi congregación, en mi familia. Pero no. Hablé con extestigos de todo el mundo y todos relataban lo mismo. Alteró mucho mi vida y mi rutina, tanto que al final tuve que pedir ayuda psicológica y hace un año que empecé a hacer terapia. Gracias a esto y a poner otra vez mis sentimientos en perspectiva, a darme cuenta de que no estaba loca, pude escribir con serenidad el libro. 

—¿Qué fue lo más duro de abordar, de exponer?

—Lo más difícil, a título personal, quizás fue contar mis propias vivencias, algunos episodios que viví dentro de la organización y, de nuevo, mantenerme serena ahí, no echarme la culpa, no decir: «Soraya, esto te lo merecías o este castigo es una consecuencia de incumplir alguna norma». Ese vaivén emocional a la hora de ponerlo en palabras fue lo que más me costó.

—¿Sabe la sociedad lo que son los Testigos de Jehová?

—Se cree que es una religión cualquiera con gente que llama a las puertas de casa y que no acepta la transfusiones de sangre. Se desconoce por completo el control al que somete a sus miembros, el adoctrinamiento, lo difícil que es dejarlo. No se entiende que nadie te pone una pistola para estar ahí.

—Una sentencia reciente los considera «una secta destructiva».

—Como hay juicios activos, diré que creo que es un grupo coercitivo que manipula a las personas que están dentro y que impide la libertad de elección con normas como la expulsión y el ostracismo. Si eso se considera secta, para mí lo es.

—Dice en el libro que, llegado un momento, empezó a ser consciente de que no tendría los mismos recuerdos que el resto de niños. ¿Cómo recuerda su infancia? 

—Yo veía que los niños estaban con otros niños y se divertían, y yo tenía que agarrarme a lo que hubiera, que muchas veces no era lo que me apetecía ni lo que me gustaba. Pensaba que era muy madura y que por eso estaba con gente más mayor, pero me sentía sola. Cuando dejé la organización, me entró mucha prisa por generar los recuerdos que la gente genera creciendo sin darse cuenta, recuerdos que yo no tenía, que yo no había podido generar; en cualquier sitio que estaba, en el trabajo, en el gimnasio, intentaba absorber todo lo que veía y tener relaciones que no había tenido, pero no era fácil, no fue fácil, porque la gente tiene ya sus círculos de amigos, su día a día. Me angustiaba mucho. De hecho, me mudé a Inglaterra para encontrar un círculo de gente, gente que también estuviera sola, y afortunadamente lo encontré. Ahora vivo en Londres y tengo mi grupo de amigos, y cada vez que hacemos algo para mí es muy importante estar completamente presente; muchas veces abro mucho los ojos y me digo: «Recuerda, recuerda esto, porque lo estás haciendo, lo estás cumpliendo».

—Llegó tarde a las primeras veces de muchas cosas. Al desvincularse de ese modo de vida represivo, ¿temió pasarte al otro extremo, descontrolar?

—Sí, y por eso fui muy poco a poco. No tuve relaciones sexuales hasta los 25 años y fueron con un chico al que llevaba viendo meses, con el que me sentía segura; durante mucho tiempo me sentí incómoda las primeras veces. Salía a una discoteca y pensaba: «Soraya, una cosa es que estés en el mundo y otra que de repente seas una mundana». Aún fuera de los Testigos de Jehová yo no quería ser una mundana. Me decía: «No me voy a hacer tatuajes ni pendientes, ni a emborrachar». Todo eso en mi cabeza estaba asociado a ser una persona despreciable. Ahora me apetecería hacerme alguno y bebo de vez en cuando con amigos, ya no tengo ninguna atadura, incluso he llegado a cuestionarme mi sexualidad, que era algo a lo estaba cerrada por completo.

—¿Se puede ser testigo de Jehová y ser homosexual?

—Siempre y cuando nadie lo sepa. Ellos razonan que no odian a los homosexuales y que los aceptan, pero también dicen que, para poder acceder al Paraíso, Jehová pide que no lo seas, que Él te curará. Entonces no los odian, pero en realidad la homosexualidad no está permitida.

—Y en sus relaciones sentimentales, ¿cómo le influye haber vivido lo que ha vivido? Menciona en el libro que al menos dos se terminaron porque necesitaba volar sola, por su ansia de vivir todo lo que no había vivido.

—Siempre me acababa faltando algo: ampliar mi círculo social, viajar, vivir en otros países... Todo lo que no había hecho. Y los chicos con los que estaba ya habían pasado por esa etapa y querían una relación estable, asentarse. Yo no quería solamente tener una pareja, que mi vida se redujeses a eso, porque tenía mucho miedo a que me dejase y quedarme sola, sabía lo que era, había pasado por ello porque mi padre me había dejado, me había dado la espalda. Para mí era importante crear un círculo de amistades, una estructura de gente.

—En sus monólogos [Nárez es humorista], suele bromear con que su padre fue el primer hombre que le hizo ghosting. ¿Cómo le ha ayudado el humor a mantenerse a flote tras dejar los Testigos de Jehová?

—Precisamente el humor me viene de mi padre. En mi casa siempre nos hemos reído mucho, y esta es una de las razones por las que me pesa tanto no estar con él, porque para mí era una persona que lo tenía todo: me reía muchísimo, tenía su cariño, era mi compañero de aventuras… Así que el humor siempre me ha acompañado, ha sido la forma de socializar en casa y, una vez fuera, se ha quedado conmigo. Para mí que alguien se ría es una demostración de cariño, como un abrazo; el humor me hace estar cerca de la gente, sentirme querida y, también, sobrellevarlo todo y quitarle un poco de hierro. 

—¿Cómo se vive creyendo que el mundo se puede acabar en cualquier momento?

—De manera esperanzadora, porque crees que te vas a salvar, y con algo de miedo, porque te ponen imágenes de ese momento, de la persecución que, dice, sufrirá el pueblo de Jehová. Al principio de la pandemia, los testigos prepararon entusiasmados sus mochilas de emergencia creyendo que el fin había llegado, pero conforme iban pasando los días muchos empezaron a recelar. Por eso, recientemente el Cuerpo Gobernante ha emitido una nueva «luz», que es una interpretación del mensaje de Jehová y que implica que el fin está cerca. Ahora se permite saludar con un «hola» a los expulsados; también, que las mujeres prediquen en pantalones. Argumentan que, así, cuando llegue el fin los mundanos no las identificarán.

—¿Y cómo imaginan ese final?

—Hay poco espacio para la imaginación. Nos ponen imágenes, vídeos, fotografías. El final será como una gran guerra, una catástrofe, un genocidio, con cadáveres por el suelo.

—¿Ahora cree en algo? 

—Soy atea y siempre digo que reconciliada con la religión. Cuando dejé los Testigos de Jehová decía que era atea antirreligión, porque creía que todas las religiones eran iguales; sin embargo, según he ido creciendo, he entendido que hay religiones más libres, que contribuyen a que las personas se sientan menos solas y tengan un lugar al que ir con gente. Siempre y cuando esa religión pueda someterse a la crítica de sus propios adeptos y se pueda adaptar a la vida.

—Habla en el libro del concepto de «pendiente resbaladiza». ¿Qué es esto?

—Los testigos funcionan con el miedo: tú puedes bailar, pero si bailas de manera sensual puedes acabar despertando los sentimientos, las pasiones, de un hombre, y eso le puede llevar a abusar de ti y te puede llevar a ti a tener enfermedades o un embarazo no deseado. Así que este concepto se refiere a cómo un paso muy pequeño puede propiciar una catástrofe, a cómo una consecuencia lleva a otra y esta a otra mayor. Aplican la misma lógica al trato con los expulsados: defienden que el mínimo contacto te puede llevar a una conversación, de ahí a tener dudas, a perder la fe, a perder el favor de Dios y a morir en el Armagedón [el día del Juicio final]. 

—Los testigos no solo están obligados a confesar los pecados propios, también los ajenos.

—Sí, y para mí es lo normal, lo entiendo porque me lo han enseñado así. Si, por ejemplo, tú supieras que alguien ha matado a una persona no podrías ocultarlo, tendrías que decirlo porque, si no, serías cómplice; pues pasa lo mismo con cualquier pecado, no lo podemos callar. Si ves a un hermano con un cigarro, tienes que decirlo; si sabes que tu hermana engaña a su marido, lo mismo. Si sabes algo y no lo dices puedes sufrir consecuencias. Esto, claro, supone no poder confiar plenamente en nadie, porque cualquiera te puede delatar.

—A día de hoy, ¿se fía de los demás?

—Intento trabajar un poco eso, convencerme de que uno está en su derecho de querer que algo no sea sabido y que no se tiene que sentir mal por ello.

—Creció pensando que si la violaban era usted quien llevaba la vergüenza a su familia.

—Los ejemplos bíblicos hablaban de mujeres que habían sido violadas porque habían hecho algo. Y bajo esas leyes, además, no había violación si la mujer no gritaba. En mi propio comité me preguntaron si yo había gritado [Nárez relata en el libro un episodio de violencia sexual]. Con respecto a esto, y al consentimiento, mi mentalidad ha cambiado mucho desde que dejé la organización.

—Dice que siempre se ha preguntado si sus padres acabarían con su vida si Dios se lo pidiese. Que jamás la respuesta en su cabeza fue que no y que, además, le parecía lo más normal del mundo.

—Claro, porque de niños nos enseñaban que los siervos de Dios siempre tienen que estar dispuestos a sacrificar a sus hijos si él se lo pidiese, para probar su lealtad. Teníamos la imagen en el altar del padre a punto de sacrificar a su hijo. Yo pensaba: «Se lo estaría pidiendo Jehová y yo no puedo competir contra Jehová».

—¿Por qué los Testigos de Jehová no pueden recibir transfusiones de sangre?

—En textos bíblicos se especifica que no se puede comer sangre de animal. Y de eso los Testigos de Jehová han interpretado que la sangre no debe volver a entrar al cuerpo, lo que implica no comer sangre de animal, de ahí que no se coma morcilla, pero tampoco recibir transfusiones de sangre. La sangre para ellos es el símbolo de la vida y es santa para Jehová y, por tanto, no deben transfundírsela, pero básicamente el texto principal es ese, el que habla de comer animales. Cualquier persona podría decir: «Oye, esto es una interpretación y a lo mejor se refería meramente a los animales por una cuestión higiénica». Pero como lo dice el Cuerpo Gobernante, y es el único que sabe lo que Jehová quiere, pues hay que aceptarlo.

—¿Eso no roza la ilegalidad? La libertad del individuo de elegir el tratamiento al que quiere someterse, como libertad de elección que es, está garantizada por la Declaración Europea de los Derechos Humanos. ¿Cómo convive esto?

—Tú, como persona, tienes el total derecho de decir si quieres o no un tratamiento, pero dentro de los Testigos de Jehová hay muchas presiones, empezando porque si aceptas una transfusión de sangre pasas a ser un desasociado, que es igual a estar expulsado: la organización entiende que tú si aceptas sangre ya no eres Testigo de Jehová y, por lo tanto, te van a apartar, a marginar, a excluir. Si tienes que someterte a una intervención quirúrgica en el hospital, indagan dónde va a ser para presentarse allí, para que el Comité de Enlace, que es el encargado de todos estos temas de la sangre, vea si en ese centro se puede tratar sin sangre; de hecho, hace poco tuvieron problemas por el tema de la manipulación de datos, porque recopilaban datos de médicos que operaban sin transfusiones de sangre. Entonces, claro, tú eres libre, pero toda tu vida te han bombardeado con este tema, metiéndote miedo. ¿Hasta qué punto eso es libertad? 

—¿Conoce a algún testigo que necesitase una transfusión?

—En mi congregación había una familia que tenía una niña que necesitaba sangre. Los padres se negaron y a nosotros nos pareció lo correcto, lo entendimos como una prueba de lealtad. Un juez les quitó la custodia para hacerle la transfusión a la niña y, tras hacérsela, se la devolvió, y fue una sensación agridulce, porque al final la niña sí recibió la sangre, pero no porque los padres lo aceptasen. En la organización se interpretó que Jehová estaría contento, porque esos padres no lo habían consentido. Cuando dejé de ser testigo, tuve que leer mucho sobre las transfusiones para convencerme de que era un método seguro, porque durante 24 años creía que podían contagiar enfermedades, que no funcionaban…

—¿Le ha pasado esto con otras cosas: desaprender lo aprendido?

—Claro. Me ha pasado con la homosexualidad, por ejemplo. Y he tenido que pulir muchas cosas, dejar de juzgar a la gente por prácticas como fumar, tener conversaciones subidas de tono o incluso decir tacos. No quería estar cerca de personas que hiciesen esas cosas. 

—En su relato sugiere cierta violencia física. Menciona la disciplina «necesaria» a la hora de educar a los menores y dice que los testigos no están a favor de golpear a los niños, «pero tampoco muy en contra». 

—Sí, eso es. Para ellos es importante que los niños presten atención al mensaje de las reuniones, que se alargan durante una o dos horas y hay tres a la semana. No pueden llevar juguetes porque les distraen, pero es que un niño de cuatro años se aburre, hace ruido. Lo que sucede en esos casos es que llega un acomodador con un cartelito de silencio para que el niño deje de molestar y la madre o el padre se lo lleva al baño y efectivamente le pegan hasta que deja de llorar. Y allí nadie critica eso. Abiertamente no se va a decir desde la plataforma: «Oye, tenéis que pegar a vuestros hijos». Pero sí se dice que hay niños con los que no sirve solamente hablar, que quizás hablar es ser muy ligero con ellos, que a veces necesitan la vara de la disciplina. Y, después, te ponen un comentario de una psicóloga diciendo que pegar no está tan mal. Entonces, claro, los testigos no te están diciendo que pegues a tu hijo, pero te están dando todas las señales para que, si es necesario, lo hagas.

—¿Con la violencia doméstica sucede lo mismo?

—Los testigos no te van a decir que hay que maltratar a la mujer, pero si sucede ella no es libre para divorciarse y rehacer su vida con otra persona. Solo se contempla el divorcio si hay una infidelidad: una mujer solo se puede divorciar si su marido la engaña con otra. Se puede separar, se puede ir a otro sitio a vivir, a otra casa, pero no tiene permiso para casarse con otra persona y rehacer su vida. Y todo eso está acompañado del «hay que perdonar» y del discurso de cómo, con su aguante, una mujer puede cambiar a un hombre maltratador. 

—En los agradecimientos, lanza un mensaje a su padre: «Te pienso cada día. Te espero siempre». ¿Cómo es su relación con él?

—Inexistente. Cada vez que intento contactar con él, me bloquea [se emociona]. Ellos creen que quien habla mal de los testigos intenta arrebatarles la fe, les advierten de que van a ser atacados, perseguidos. Si algún día él quiere volver, yo estaré aquí.