Un Alcaraz mágico conquista Wimbledon ante Djokovic en una final épica

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ANDREW COULDRIDGE | REUTERS

El tenista español, de 20 años, consigue su segundo «grand slam», entierra el recuerdo de su colapso en Roland Garros y evita el grande número 24 del serbio (1-6, 7-6(6), 6-1, 3-6 y 6-4)

16 jul 2023 . Actualizado a las 23:07 h.

El cambio de guardia en el tenis ya está aquí. En la pista central de Wimbledon es donde en ocasiones se representa el comienzo de una era. La actual, la del Big 3 que completaron Rafa Nadal y Novak Djokovic, comenzó con la victoria de Roger Federer sobre Pete Sampras en un partido de octavos de final del 2001; y este domingo queda simbólicamente realizado el relevo. Porque Carlitos Alcaraz, un chaval de 20 años y 2 meses que ya había ganado en verano el US Open, firmó una remontada memorable para celebrar ante Djokovic su primer Wimbledon por 1-6, 7-6(6), 6-1, 3-6 y 6-4. 

El partido forma ya de la mejor historia del tenis, por el cuajo de Alcaraz para remontar y, al mismo tiempo, espantar sus fantasmas. Porque hace solo un mes, en la semifinal de Roland Garros, la dimensión del acontecimiento le convirtió en un manojo de nervios, traducidos en calambres que le dejaron casi paralizado. Esta vez, remontó Alcaraz un inicio horrible, y se rehízo, además, ante un gigante que perseguía su vigésimo cuarto grand slam y su octavo título en la catedral. Soberbio.

El primer set se resolvió como por incomparecencia de Alcaraz. No encontró nunca el ritmo. Atacaba cuando no tocaba, subía cuando no había oportunidad y ni encontraba margen para intentar las dejadas que son seña de su identidad. En cuanto Carlitos fuese Carlitos, en cuanto sonriese y gritase de puro disfrute sobre la pista, el partido podía cambiar.

Pero, ¿cuándo?

Hubo algún brote verde al final del primer set, y Alcaraz emergió definitivamente en el inicio del segundo. Ya era otro, es decir, ya era el de siempre. Encontró el ritmo gracias a que eligió bien, y eso trajo todo detrás: las dejadas, los estacazos de fondo, las subidas a la red... Los puntos le devolvieron la sonrisa, la alegría retroalimentó su confianza, y empezó a animarse a gritos, a cerrar el puño, a pedir calor a una grada que deseaba dárselo. Ese cariño le volvió a borbotones ante un rival que, encima, no había fallado apenas hasta entonces. Con 1-0 para el español, Djokovic hizo la novena doble falta, pero la novena de todo el torneo. Una anomalía que habla de su fiabilidad, también al servicio. En ese juego llegó el primer break a favor del español, pero la final volvió a igualarse al momento. A partir del 3-3, llegaron algunos de los mejores momentos del aspirante, ensanchando la pista con ángulos inverosímiles que llegaron a terminar con el serbio, el jugador elástico e irrompible, varias veces por los suelos. Literal.

Pero Djokovic tiene las llaves de la catedral del tenis, el jardín que un día perteneció a Federer. Jugaba con la confianza de alguien que llevaba 2.194 días sin perder un partido en Wimbledon, desde los cuartos de final del 2017, cuando se retiró lesionado; y en la pista central su racha se prolongaba todavía más, desde hace 10 años y 9 días.

Ese peso, el peso de la historia, también influye en el pulso que sostiene Carlitos con solo 20 años, por los 36 del rival. Así llega al tie break del segundo set, el momento clave del partido. Para el serbio, saciado de éxitos, es una más de sus mil batallas, pero esta guerra se escribe con mucha letra pequeña. El partido es una vuelta a empezar tras otra. También con 4-4 en el desempate de la segunda manga. En uno de esos intercambios tensos, Alcaraz consigue sacar a su rival de la pista y, con una bola franca para reventarla de derecha, se hace el silencio, porque el travieso de Carlos elige la magia de la dejada a la regularidad del drive. Durante unos instantes el público de la central aguanta la respiración, hasta que la bola llega mansa al otro lado de la red, desmontando a su rival. Y entonces, con 5-4 en contra, es cuando Djokovic, insoportable por cansino con su rutina previa al servicio, con frecuencia más allá de los 20 segundos permitidos, escucha por fin la amonestación verbal del juez de silla. Aunque transforma la reprimenda en una ventaja de 6-5. No hay tregua. Y justo ahí, cuando podía romper la final, con set ball, con 6-5 a su favor en el desempate, estampa el serbio dos reveses sencillos en la red. Dos regalos que aprovecha el español para cerrar la segunda manga. La final vuelve a empezar. Pero ya es otra.

El viento sopla en las velas de Alcaraz. Se adelanta rápido por 2-0 y, con 3-1, Djokovic comienza a enredar: ahora acusa al juez de silla de activar demasiado pronto el cronómetro para vigilar las pausas entre puntos. Y el español sigue a lo suyo. La grada ya no está dividida. Es un clamor: «¡Carlos, Carlos!». Y acaba rompiéndole de nuevo el servicio, en la séptima bola de break, después de un juego de 25 minutos. Como la duración de algunos sets fáciles. En un suspiro, la manga termina por 6-1. Ya manda el aspirante.

Llegó entonces la primera oportunidad para volar hacia la victoria. Con 1-0 para el español, Djokovic le abrió una puerta, con 15-40 al servicio, pero levantó las dos bolas de break, se rehizo como en tantas otras exhibiciones de su carrera y empujó hasta anotarse la cuarta manga por 6-3. En un juego de contrastes, la cara del defensor del título se había iluminado ante un aspirante encogido y tristón.

Ese escenario dura solo juego y pico. Porque tuvo Djokovic una bola de break para adelantarse por 2-0, y al rato se vio en la situación contraria. Alcaraz era otra vez un artista, que divertía al público. Cuando se adelantó por 2-1 desató la ira del serbio, que rompió su raqueta contra el poste de la red para despertar los abucheos de la catedral. Así no.

Bajo presión, Alcaraz no dejó de jugar a su manera y disfrutar sobre la pista para delirio del público. El título iba a premiar al mejor, por tenis o por mentalidad. Y el mejor fue Alcaraz, el chaval valiente de 20 años que, agarrado a su tenis alegre y artístico, llega para abrir una era. Y prolongarla.