Isabel Díaz Ayuso ha concluido la tarea de transformar al Partido Popular en una organización delictiva. Políticamente, porque en el área económico-financiera ya lo era desde José María Aznar, al menos. De vanidad agigantada y enana en cultivado intelecto; crédula en la misión de ser la elegida de la derecha y de más allá de la derecha (Vox) para confrontar no con Ángel Gabilondo, sino con Pedro Sánchez, despreciando a Pablo Casado, para que los comicios sean menos de Madrid y más de España, con La Moncloa en su horizonte; adalid de la ordinariez y el malsano populismo en la campaña del 4-M con eslóganes adulterados pero efectistas para las masas burricies, Ayuso es el espectro fascistoide del que este país no consigue desprenderse.
Fue sorprendente la filípica de Casado a Abascal en el Congreso en la moción de censura de Vox al Gobierno de Sánchez. Pero resultó ser falsa. El PP no se desprendió de Vox en las regiones donde recibía su apoyo, y en Murcia anegó cualquier esperanza, y, finalmente, Ayuso desenmascara la enmascaraba devoción por el franquismo de los nietos de Fraga. Nunca repudiaron el Régimen del 18 de Julio porque el PP es el feto que creció amamantado por los salvapatrias del 36.
Desgajado de él, por blandengue, Vox reivindica ser ese feto original, y llama a las cosas por su nombre: la democracia presente destruye España (idea expresada por otros retorcidos vericuetos por el independentismo catalán, cuya última hazaña nazi es no vacunar contra el covid-19 a guardias civiles y policías nacionales, que es una forma de terrorismo biológico); los inmigrantes, menores solos sobremanera, son delincuentes, e inferiores (otra conexión con los catalachales); los homosexuales son maricones; las mujeres no son víctimas de los hombres, etcétera, etcétera.
Es por todo esto que a uno le resulta fácil maldecir el haber nacido en esta tierra de extremistas políticos, sociales y eclesiásticos. O dicho con palabras de Albert Camus: «Fue en España donde los hombres aprendieron que es posible tener razón y aun así sufrir la derrota; que la fuerza puede vencer al espíritu y que hay momentos en que el coraje no tiene recompensa. Esto es sin duda lo que explica por qué tantos hombres en el mundo consideran el drama español como un drama personal». Esta reflexión de Camus, que se refería al ayer, es pertinente hoy. Las democracias europeas juiciosas rehúyen el contacto con los neofascistas, aunque en ello les vaya el gobierno. Aquí, los populares se echan en el regazo de Vox, en continuidad lógica con el pasado criminoso del que salieron, como antes quedó escrito.
Este ligamento con el mal lo encarna maravillosamente Díaz Ayuso. Escalando sobre los miles de víctimas (muertos y atormentados psíquicos y físicos tras semanas en las UCI) que provocó a sabiendas en un Madrid que, de hecho, declaró libre de pandemia, convocó las elecciones solo por el ascenso de su imagen, cuan duce, y las convocó a conciencia: un martes, un día laborable para dificultar el voto de los menesterosos. Cruel, sin piedad con quienes carecen de rentas, siguió arrasando la sanidad pública (este arrasamiento supone la quema del principio ético más sagrado) que sus antecesores habían iniciado veintiséis años atrás, incrementando paralelamente el patrimonio de quienes tienen casi todo el patrimonio. Y hablamos de varios millones de euros anuales.
Pero ¿por qué esta mujer insulsa y mediocre está alcanzando una popularidad que puede acabar en mito?. En breve, y citando a Orwell: «Si algo significa libertad, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír». De aquí el putrefacto lema «Libertad o comunismo», o cómo arrodillar a los súbditos sin que sepan que están de rodillas ni que su nueva condición sea la de súbditos. Y acabarán sacándola en procesión en la próxima Semana Santa (con la bendición de los obispos, que andan ahora rumiando la idea de proponer la canonización de Franco), o, entre los herejes, venerándola en la forma bíblica de Becerra de Oro.
En la viñeta de El Roto de El País de ayer sábado, un dignatario de la casta suprema dice «El egoísmo os hará libres». Es, desde luego, otro de los significados de la libertad de la que se cuelga Ayuso. El enorme mérito de esta enamorada de la aporofobia es repetir la estrategia de Donald Trump, inducida a buen seguro por Miguel Ángel Rodríguez, consistente en que las mentiras abultadas, o sea, increíbles, se conviertan en verdades incontestables. Un ejemplo. El Gobierno de la Comunidad de Madrid ha facilitado el porcentaje de fallecidos por la pandemia en las residencias de mayores, un 73% (el resto en los hospitales). Pues bien, Díaz Ayuso no se cansa de repetir que en los centros sanitarios fallecieron el 70% (y el 30% en las residencias). Entonces, la negación de la «matanza» de los miles de ancianos, a los que se les impidió ser trasladados a los hospitales públicos madrileños, queda en que la presidenta es una heroína que intentó salvar a esos miles de desgraciados, la inmensa mayoría de la casta de los intocables.
Ayuso, tras el 4-N, gobernará con Vox (Pablo Iglesias, con su radicalismo, habrá de contribuir). Es el sino de este país y de sus gentes humilladas y, no obstante, serviles vía adocenamiento (otro parentesco con los nacionalismos identitarios). Otras, otras gentes, humilladas pero no serviles, no acudirán a las urnas porque están cansadas de luchar para revertir el último cuarto de siglo, y se resignan a que la fraternidad no esté en el vocabulario de la derecha delictiva que se desentiende del bien-estar del pueblo. El «apartheid» socioeconómico es el primer término que aparece en el diccionario de estos abyectos.
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