Mariúpol como el crimen de los crímenes

OPINIÓN

Vista general de los restos del teatro bombardeado en Mariúpol
Vista general de los restos del teatro bombardeado en Mariúpol

20 mar 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Indubitable es que el humano es un asesino desde los más lejanos tiempos de Atapuerca, y más allá, cuando menos dos millones de años. No es, como se dice en los documentales, un criminal el guepardo o el tiburón. El crimen solo está en los portentosos cerebros de nuestra especie, capacitada para odiar, vengarse, dominar, incluso ser insensible o gozar con el desmembramiento de los cuerpos ajenos, bien por su color, bien por su etnia, bien por sus creencias metafísicas, bien por cualesquiera de las ideas que se cuecen en encéfalos impávidos o sádicos. Así, debemos dejar de asociar el Humanismo con la Idea de Virtud y emparejarla con la de Maldad, y esto solo con pesar una y otra idea en los dos platillos de una balanza.

Desde las masacres entre clanes y el canibalismo anterior a la Historia, para qué amontonar las atrocidades consumadas durante esta, aunque por proximidad temporal y número de víctimas es obligado reseñar las dos últimas guerras mundiales. Como la Historia no se detiene (no, Fukuyama, no se detiene, no se acaba) y su protagonista es el mismo, los hechos son asimismo los mismos en sus trazos principales, de ahí que en 2022 reaparezca Leviatán, puntual e inexorablemente. Esta vez con la forma de Vladimir Putin.

Cuando se van a cumplir 22 años de su «reinado», Putin ha asesinado, curiosamente, a 21 periodistas, uno por año, o sea, está al caer otro; ha encarcelado a más y otros muchos han huido, y ha cerrado todos los medios que denunciaban su despotismo y demencial cruzada para reconstruir un imperio fenecido para siempre jamás. (¿Es factible hacer renacer el romano, el español o el británico? Cuando un imperio cae, no se levanta, le sucede otro).

La cruzada del autócrata la vimos en Chechenia, en Georgia, en Crimea…, y ahora, sus deformidades mentales geopolíticas, las está desplegando en Ucrania. Pero esta guerra no es una guerra solamente. La ira del Hitler del siglo XXI es cortar de raíz la vida de los niños y de los civiles, pero no como víctimas que toda conflagración acarrea, sino como objetivo, tanto o más que los propiamente militares.

Son varias las poblaciones ucranianas machacadas por las bombas, dirigidas intencionadamente a edificios de viviendas, escuelas, guarderías, hospitales. No obstante, entre todas ellas hay una que consideramos el paradigma del horror, del mal como meta única. Esta es la ciudad de Mariúpol, a orillas del mar de Azov. Lleva semanas sufriendo los misiles de los barcos desde las aguas del Azov, los de los tanques y los de los aviones. Se puede decir con una fiabilidad cercana a la realidad, que en Mariúpol quedan pocas piedras sobre piedras, transportándonos a la Cartago que Publio Cornelio Escipión arrasó en el 146 a.C.

Entre los edificios destruidos, el ya erigido como icono de perversión máxima, el Hospital Materno-Infantil, y el Teatro Dramático, en el que se escondían cientos de personas, y una de ellas escribió en el tejado «NIÑOS». No hay que descartar que el mando que ordenó bombardear el Teatro tuviese en cuenta, precisamente, que había niños, muchos niños. No hay que descartar que hoy, domingo, los muertos superen los 3.000, en una urbe plana, a ras de suelo.

Sin agua, sin comida, sin electricidad, sin calefacción, quienes aún no han podio (ametrallados y bombardeados en el corredor que Putin abrió solo con la intención de matarlos mejor, volviendo quienes tuvieron más suerte) o no han querido dejar su ciudad, la agonía física y el espanto dador de locura son el balance de lo que pasará a la Historia como el paradigma del crimen de los crímenes de guerra de esta centuria. Tatiana, una madre de familia de 65 que vive como una rata en las profundidades de la tierra junto a varios miles más, declaró el pasado viernes al diario El País: «Desde ahora, para mí, todos los rusos son asesinos de niños y mujeres. No tienen perdón y nunca lo tendrán».

(Anotación pertinente: Para un musulmán, Putin es un perro, porque es su cultura calificar a alguien de perro es la agresión verbal por excelencia. Para un occidental, Putin es un hijo de puta, sin que ello conlleve oprobio verdadero a los perros y a las madres, pero es el insulto más ultrajante entre los cristianos al lado de las ofensas a Dios. Pero no solo Putin. También son unos hijos de puta quienes lo apoyan y sostienen, dentro y fuera de Rusia, y todo aquel que tuerce el cuello para no ver, para no implicarse. Hace 90 años ocurrió lo mismo, en Alemania).