Imagen de una persona usando su teléfono móvil
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09 abr 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

No hay un círculo primario que contenga una alianza entre revolución y mercado antiestatal. Lo hay, pero una vez superado el círculo prístino, en el que una revolución, bien al contrario, se rebela contra ese mercado, que es el hacedor del orden social. El encuentro en un punto de la línea revolución con la línea mercado, el furibundamente antiestatal, no es de este siglo, ni mucho menos, aunque es en él donde ha alcanzado su mayor fuerza hasta el momento, y ello debido a la intensidad y vigor de los mensajes y los medios por los que viajan, rápidos y múltiples, inimaginables en el pasado, con una capacidad de contagio sin precedentes en la Medicina, ya sea del cuerpo, ya sea de la mente.

Cuando referimos que los mensajes son insólitos estamos apuntando a la posverdad. La posverdad es la mentira histórica (desde una perspectiva de supervivencia, la verdad es arrollada por la mentira) que se supera a sí misma hasta el punto de que, por descomunal e inflamable, se tiene por verdad. El creacionismo, por ejemplo, rebatido por activa y por pasiva por las ciencias, especialmente por la Biología Evolucionista que arranca con Darwin, sigue vivo…, y creciendo. Y pese a su insensatez, no es, hoy, lo más abultado. Lo más abultado y temible es la ofensiva a muerte del liberalismo radical contra la democracia.

Bien conocido es, en este sentido, el negacionismo: negar una derrota política con el pretexto de fraude (Trump, Bolsonaro), negar los procesos judiciales atacando a fiscales y jueces (Trump, Laura Borrás), negar los sistemas de protección estatal a la población «desnuda», sin capital (sanidad, residencias de mayores, subvencionar los servicios básicos, equiparar las pensiones a la inflación, educación), etcétera. No hace tanto, los niños pobres morían solo porque sus padres no tenían para pagar la consulta de un médico.

Es mucho más amplio el negacionismo (las vacunas fueron maldecidas sobre todo a raíz del SARS-CoV-2), y no cabe entrar en sus variantes en pos de una explicación del porqué se da un alistamiento masivo a este movimiento. Por nuestra parte, encontramos una base ya hace 2.300 en el romano Plauto y su figura de sosias, por la que dos personas distintas se asemejan. Esta sencilla y ridícula figura se agiganta con la aparición de las masas y los «mass media» de Marshall McLuhan, que acabaron desembocando en las redes (a)sociales, donde la verdad científica, el raciocinio, la sociedad en cuanto conjunto solidario, son demolidos por sus contrarios. Es como una vuelta a los hechizos que marcaban la vida y la muerte en el Antiguo Egipto. Estamos hechizados por el individualismo, la vanidad, el poder, el estrellato, el dinero acumulado cuan montañas. Vivimos en una era bárbara, en la que la violencia nos envuelve.

Cómo si no comprender que las masas basculen hacia la idea de que el Estado no debe arropar al desnudo. Cómo si no comprender que las masas basculen hacia los personajes más cínicos y crueles, los que precisamente se encuadran en alguna de las figuras aludidas al final del párrafo anterior: los hechiceros. Pero para que haya hechiceros debe haber hechizados, los dispuestos a dejarse hechizar, que cada vez son más por el arreón del ultraliberalismo que atrapa en su telaraña de miseria moral e intelectual a todo el que puede.

Estaríamos ante un «no pienso, luego existo». La potencia del nuevo capitalismo es hacer crédula a la gente, una vez que ha conseguido apagar las luces que aún nos llegaban del siglo XVIII. Y esto tiene mucho mérito, siempre y cuando no hurguemos en lo que somos, en nuestra condición de necios: tantas verdades hay como personas o grupos; tanta relatividad como sentimentalidad.

También esto, esta condición, esto que somos, fue dicho hace mucho, mucho tiempo: Aristóteles, en su Metafísica: «Falso es, en efecto, decir que lo que es no es, y que lo que no es, es; verdadero, que lo que es, es, y lo que no es, no es». Así, la plataforma Sumar de Yolanda Díaz no es el Partido Comunista, como quieren que sea la derecha y su extensión más allá del límite. Hay ciertamente un núcleo en Sumar que es comunista, pero callan los demagogos, que por algo son demagogos, que el Partido Comunista, ya con Santiago Carrillo y el Eurocomunismo, no era el comunismo de la Unión Soviética o China, que condenaban, y descolgando además de su ideario la supresión de la propiedad privada y otras utopías marxistas (utopías, que no tonterías).

Como la posverdad incluye necesariamente el populismo, esto es, lanzar lo que no es para atemorizar y obtener cosecha en las urnas, los demagogos, sabiéndolo, lo ocultan, para que los ciudadanos dirijan su atención al comunismo criminal iniciado por Lenin. Entonces, el miedo y la repulsión son instantáneos con su sola mención, siguiendo exactamente la conjura de los trumpistas: son los comunistas quienes pretenden meter entre rejas a Trump. Fiscales, jueces y demócratas son rojos, reivindicando al senador republicano Joseph McCarthy de hace poco más de 70 años.

Un aspecto que cuelga de la posverdad es el de la corrección política, de la que son abanderadas, entre otros muchos, las dos ministras de Podemos. Sin embargo, tampoco esto es de hoy. Tenemos el caso de los cuentos populares para niños en su versión más manipuladora e hipócrita, la de Disney, que ya fueron podados en el siglo XVII por Perrault al poner por escrito, a la manera de Homero, la tradición oral de algunos de ellos. Suavizó Caperucita Roja, pero no hasta el punto de censurar que la niña se desnuda antes de meterse en la cama con el lobo, que la devora, y ahí acaba el relato. O Pulgarcito, donde el escribidor francés no altera cómo el Ogro (de las botas de siete leguas) degüella, sin saberlo, a sus siete hijas, en lugar de a Pulgarcito y sus seis hermanos, encontrando la esposa del Ogro, a la mañana siguiente, a sus pequeñas bañadas en su propia sangre.

El fanatismo no está inevitablemente desenredado de las izquierdas. Cualquiera puede ser un fanático, con los demás y consigo mismo. Imponer e imponerse ideas que dan la espalda a la epistemología y, todavía más grave, a la gnoseología de Gustavo Bueno. En este sentido, basta con citar la inflación del término «género» a campos que le son ajenos, crucificando los inflacionistas a quienes avisan de la impostura. El feminismo, cargado de razones, se desliga de ellas cuando es irracional. Para detectar un cáncer de pulmón en sus primeras fases, no se le hace al fumador un TAC cada mes.

La manipulación de las palabras es una práctica constante en la diacronía. Con la posmodernidad, es imprescindible y más: la corrección política da la vuelta al significado intrínseco del vocablo «corrección» porque dice justamente lo contrario: la corrección política es una incorrección política. La posmodernidad, incluso, devora la manipulación de las palabras al sostener que ellas nunca son poseedoras de verdad, o de una cierta verdad, digamos, académica. Heidegger, en su obra capital Ser y tiempo, habló de impugnar las narraciones autólogas incontrovertibles, de donde Derrida basó su filosofía de la deconstrucción, o la desacralización de la hermenéutica. La deconstrucción es una enmienda a la totalidad de la Verdad (con mayúscula) y de la Democracia (con mayúscula).

De aquí, y con la aparición de las redes globales, el bulo, el insulto, el destrozo a la persona, es el pan nuestro de cada día, en una sociedad que ya no es líquida, en la acepción de Bauman, sino gaseosa o, sencillamente, vírica. Los virus de la naturaleza son menos letales que los virus de la posverdad, pandémicos y fulminantes como ningún otro: estamos ante el Gran Contagio. El inmenso Ray Bradbury lo expresó de este modo: «Salir de la guardería para ir a la universidad y regresar a la guardería». Pero una guardería de niños de la calaña de los de El señor de las moscas (William Golding). Es decir, somos, inmemorialmente, peste.

Pero antes de regresar a la guardería, los «universitarios» avanzados están deconstruyendo la sociedad en la que había un gran espacio para la decencia. Decía la propaganda bélica estadounidense de finales de los años 60 del siglo pasado que «es necesaria la destrucción del pueblo [el vietnamita] para salvarlo». Es necesario que la élite nos reúna en un hato de fetos para, desde este estado de (sub)desarrollo, nos sentimos salvados de nosotros mismos y, por consiguiente, agradecidos, una suerte de paráfrasis de la sentencia de Sylvia Plath: «Toda mujer adora a un fascista». Porque esta élite es, ante todo, necrófaga.