La cara real de la guerra

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STRINGER | REUTERS

19 oct 2023 . Actualizado a las 10:06 h.

La sociedad posmoderna, que inventó la cerveza sin alcohol, el café descafeinado, la leche desnatada y el fumar vapor de agua, también cree que es posible la guerra light, con sacarina. Y así se explica que, en vez de evitar la guerra, acudamos siempre a los sucedáneos, es decir, a guerras arbitradas por la ONU, a intervenciones humanitarias, y a la lucha antiterrorista. Y no nos damos cuenta de que la guerra, una vez desencadenada, impone sus leyes y tributos, y ya no se puede arrancar, parar o aparcar como si fuese un vespino.

 Para distinguir las guerras de antes de las de ahora, las new wars de las old wars, que dijo Kaldor —corresponde a Michael Walzer: Just and Unjust War, 1977— el mérito de definir la guerra, prescindiendo del inexacto recurso al uso de la violencia, como una sustitución del derecho ordinario por el derecho de guerra, para dar a entender que, aunque la guerra suspende las garantías y protecciones de los pueblos contendientes, no deja de tener sus reglas —la Convención de Ginebra y el derecho humanitario son claros ejemplos— que tratan de limitar los efectos de los combates sobre la población civil, el patrimonio artístico y los descalabros innecesarios que las guerras llevan de serie. Y a ese catecismo se adhirieron los países más civilizados, especialmente los occidentales, que, mientras fabrican las mejores armas, controlan todas las guerras, y hacen de las suyas cuando les conviene, le dan la monserga a los protagonistas de las new wars cada vez que les imitan —porque la ciencia militar es acumulativa— en asediar, destrozar suministros e infraestructuras, recurrir a armas prohibidas o usar la población civil como arma de combate.

 Conviene saber que los que aconsejan la guerra humanitaria son los autores de episodios bélicos de los que todavía quedan testigos, y que en una breve y apabullante relación incluyen las batallas de Stalingrado, Leningrado y Berlín; los bombardeos de Dresde, Hiroshima, Nagasaki, Róterdam; el napalm y los defoliantes de Vietnam y Corea, y las invasiones ejemplarizantes de Irak, Afganistán y Libia. Lecciones, pues, las justas.

El Estado de Israel se construyó mediante una ocupación que, desde su acta fundacional, exigió la guerra y la discriminación de la población palestina. Y para que el globo de la injusticia no reventase, se asumió la necesidad de aliviar tensiones mediante una burda confusión entre el derecho de defensa y el uso político de la guerra. Lo que ahora vemos en Gaza —incluida la carnicería del hospital Al Ahli, de Gaza, con independencia de quien sea el carnicero— es la lógica de un país que ya no es sostenible sin la guerra, y cuya profesionalidad lo ha convertido en la mayor base militar de los Estados Unidos. Por eso hay que dejarse de discursitos y balanceos y preguntarse si somos capaces de refundar un Israel nuevo, con un pueblo unificado e igualado en derechos y deberes. Porque si no lo somos, ya sabemos que la guerra se convierte en la partera más cruel de la Historia.