Napoleón: la historia y la ficción

Margarita Barral Martínez PROFESORA DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA USC

OPINIÓN

MABEL RODRÍGUEZ

07 dic 2023 . Actualizado a las 09:08 h.

La película Napoleón (2023) parece no haber convencido a la crítica. De todos es sabido que no siempre resulta exitosa la mezcla entre realidad y ficción a través del séptimo arte, por el mismo hecho de cuestionar la veracidad de los hechos. Ridley Scott regresa al drama histórico a través de una de las figuras más emblemáticas de la historia de Francia; Napoleón es todavía hoy un tema que influye en la identidad gala. Pero, además, también fue uno de los grandes estrategas políticos de la contemporaneidad, un personaje que puso el mundo a sus pies y que acabaría, quince años después, en el exilio más absoluto posible.

La cinta muestra sobre todo el ascenso y caída del emperador, interpretado por Joaquin Phoenix; su momento de máxima gloria y sus más duras derrotas. Y como historia complementaria recrea la relación incondicional con su primera esposa, Josefina (Vanessa Kirby), incluso con una insistencia en el personaje femenino que anula por momentos al protagonista del biopic. Pero, en realidad, el arrobamiento que sintió por ella nunca llegó al punto que refleja el guion.

Si bien es cierto que en términos estéticos la producción es buena, donde el vestuario, los uniformes, la ambientación y escenografía sí mantienen fidelidad histórica, el actor principal plasma a un Napoleón demasiado vulgar y grosero, quizá. Sin negar la vanidad y soberbia, además del retraimiento, que lo definieron, el militar corso había sido educado en las mejores escuelas de Francia y con profesores de matemáticas como Laplace. Napoleón nunca perdía las formas e incluso en Santa Elena buscó remedar la vida de corte que tuviera en París. Otros desaciertos injustificados de la película serían por ejemplo las fechas de nacimiento que se citan, incorrectas; que Napoleón no cargaba a caballo, porque fue un artillero, no pertenecía ni a infantería ni a marinería, y como tal era un sabio en geometría (como sí se indica). El mismo cuadro neoclasicista del emperador pintado por Jacques-Louis David (1801) que lo representa cruzando los Alpes a lomos de un caballo rampante también es una invención, germen de la propaganda política moderna; o cuando lo envían a la isla de Elba en el primer destierro por perder ante Rusia, porque fue por la derrota en la campaña de Leipzig, cuando meses después lo obligan a abdicar.

También se evidencian omisiones importantes, como las motivaciones de Napoleón en la Revolución francesa, la trama de alianzas políticas de la época, campañas como las de España e Italia (entre otras), o lo que realmente sucedió en la campaña de Egipto, que dista mucho de la ficción que se recrea en el filme. Los últimos días de Napoleón en Santa Elena también fueron muy diferentes a cómo se narra, incluso su muerte. Tuvo un trato desconsiderado, si cabe, con unas medidas de seguridad que lo agobiaron hasta el final, y murió seis años después de su llegada a Longwood, por un supuesto cáncer de estómago.

El cineasta antepone ficción y espectáculo al rigor histórico, algo muy evidente para aquellos que nos dedicamos al conocimiento científico del pasado. Pero esto tampoco debería negar el éxito del producto final de cara a un público general. Se trata de una película, una recreación para entretener, y no un documental. Sin ser exacta, es una historia filmada que atrapa a quien sabe de historia y entretiene a la mayoría. Es imposible meter veinticinco años en casi dos horas y media de composición cinematográfica (158 minutos). La cantidad de información a gestionar justificaría la anulación de determinados episodios y que el reduccionismo se traduzca en imprecisiones históricas, aunque a veces estas resultan imperdonables.