Es bueno aprender de la experiencia ajena

OPINIÓN

CONGRESO | EUROPAPRESS

27 dic 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Una de las peores consecuencias de la polarización de la política española es que se ha perdido la capacidad de diálogo. Convertidos en enemigos, más que en rivales, la interlocución entre partidos se limita a «diga algo, que me opongo». El razonamiento ha quedado relegado por el chascarrillo, casi nunca ingenioso, o el más puro insulto. Es cierto que los escasos y sacrificados seguidores de los debates parlamentarios pueden escuchar ocasionalmente un discurso inteligente, bien argumentado, generalmente procedente de alguna minoría, pero su repercusión en los medios suele ser escasa o nula, siempre es oscurecido por el exabrupto.

 He leído muchos debates de siglos pasados en los diarios de sesiones de las Cortes, cuando no había disciplina cerrada en los partidos y el objetivo de los oradores no era tener repercusión en la televisión, la radio o Internet, que no existían, ni un titular escandaloso en los periódicos, sino convencer. En el siglo XIX, la prensa reproducía los debates, que, así podían ser leídos y comentados. Diputados y senadores intentaban mejorar las leyes con sus aportaciones, inevitablemente condicionadas por sus ideas, pero que no eran automáticamente desechadas por la mayoría por proceder de un rival. Si había algo infrecuente era la mala educación.

No me he dedicado al estudio de la vida parlamentaria de la democracia restablecida en 1977, pero, aunque los recuerdos son menos fiables que los textos, sí es un hecho que durante décadas los dos grandes partidos y buena parte de las minorías fueron capaces de llegar a acuerdos, no solo sobre las normas que configuraron el sistema político, como la Constitución o los estatutos de autonomía, sino sobre multitud de leyes de importancia.

Es inevitable y, a la vez, indispensable que existan partidos con planteamientos diferentes, incluso que representen los intereses de diversos sectores sociales o territoriales, aunque quieran presentarse como transversales. Sería estúpido pretender que estén de acuerdo en todo, pero otra cosa es que se nieguen a cualquier compromiso.

En España hay partidos que todavía no han comprendido que lo importante de una ley es su contenido, no quién la vota. Una ley de tráfico podría ser apoyada por todo el parlamento, desde Bildu a Vox, sin que eso la contaminase o debiera avergonzar a los grupos parlamentarios. Muchas normas, y otro tipo de decisiones, tienen carácter técnico, solo forzando mucho las cosas se pueden crear diferencias ideológicas sobre ellas. De la misma forma, una mala ley lo será vote quien la vote. Francia nos acaba de ofrecer un buen ejemplo, a la vez que nos ha mostrado que el oportunismo y la frivolidad, o la falta de principios, son un mal demasiado generalizado.

La nueva ley de inmigración no se ha estropeado porque la votasen Marine Le Pen y sus secuaces, hubiera tenido los mismos aspectos inconstitucionales y sería igualmente conservadora e inmoral sin sus votos. En vez de rasgarse las vestiduras por el apoyo indeseado, el señor Macron debiera preguntarse por qué se produjo.

 Lo que ha sucedido con el fracasado proceso constituyente chileno es paradigmático. La mayoría de la sociedad quería una nueva Constitución, pero dos asambleas fracasaron al elaborarla, la primera de mayoría de izquierdas y la segunda derechista. En ambos casos, las mayorías fueron incapaces de comprender que un texto constitucional no puede ser partidista, que debe establecer un marco que, por un lado, garantice los derechos fundamentales de la persona y, por otro, permita gobernar a corrientes alternativas que, salvo que pretendan violar esos derechos, podrán desarrollar políticas distintas. Eso solo se puede conseguir con un amplio consenso y sin entrar en cuestiones que deben quedar para leyes de rango inferior.

Si las derechas suelen ser reticentes con el reconocimiento de los derechos y el ejercicio de las libertades de religión, expresión, reunión y asociación, en las izquierdas latinoamericanas y en parte de las españolas y europeas existe una sorprendente fe en las cualidades taumatúrgicas de las constituciones. Es bastante conocida la ingenuidad de los constituyentes de las Cortes de Cádiz, que en el artículo sexto de la Constitución de 1812 establecieron la obligación de que los españoles fuesen «justos y benéficos».

Está bien que la Constitución reconozca el derecho al trabajo, pero resulta de una ingenuidad mayor que la mostrada por los beneméritos diputados de hace dos siglos creer que con ello se acabará con el paro, lo mismo sucede con el derecho a una vivienda digna. Con frecuencia, la evolución del desempleo no depende siquiera de la voluntad de los gobiernos. La construcción de viviendas sociales es muy necesaria, pero hay que pagarlas. En España se construyen muchas menos de las que se debería, pero, aunque aumentase su número, sería difícil que se pudiesen garantizar a todo el que las necesitase.

Probablemente sea excesivo llamar «del bienestar» al Estado contemporáneo de los países avanzados, ya que aquel no llega nunca a toda la población, pero es indudable que ofrece servicios importantísimos que facilitan mejores condiciones de vida. Ahora bien, aunque no se cobre por ellos, ninguno es gratuito. A nadie se le oculta que en la dimensión y calidad de estos servicios y la búsqueda de los recursos necesarios para sostenerlos reside una de las mayores diferencias entre las izquierdas y las derechas. De ahí vienen las acusaciones clásicas, a las primeras de derrochadoras y a las segundas de recortarlos porque piensan sobre todo en las clases más acomodadas.

Lo del derroche es curioso, los republicanos de EEUU consideran que reside en la tendencia de los demócratas a extender la sanidad o la educación a los pobres, pero fueron los presidentes Clinton y Obama los que en las últimas décadas controlaron mejor el déficit y la deuda. Los republicanos pretenden ahorrar en inversiones y ayudas sociales, pero siempre tuvieron una notable tendencia al gasto militar, al menos hasta ahora, y el recorte de impuestos a los ricos no ayuda a equilibrar el presupuesto.

Independientemente de las prioridades de unos y de otros, es innegable que los recursos son limitados. Desde una perspectiva progresista, la sanidad, la educación, las pensiones y el desempleo deben ser prioritarios, pero el Estado, incluyo a todas las administraciones, no puede dejar de invertir en obras públicas, viviendas comprendidas. Eso exige hacer cuentas, medir en qué se gasta. El recurso a la deuda, inevitable en momentos de crisis, siempre es peligroso. Argentina, un país que no carece de recursos naturales y de capital humano, lleva décadas sufriendo una letal combinación de corrupción y demagogia. La mayoría de la población ha manifestado su hartazgo con el voto a un antisistema, pero el riesgo que ha asumido es elevadísimo. El señor Milei tiene razón al afirmar que el Estado no puede gastar más de lo que tiene, que el recurso a imprimir papel moneda o a endeudarse solo puede conducir a la hiperinflación y a la bancarrota, pero las medidas que ha tomado, la rapidez con que quiere implantarlas y decisiones más ideológicas que técnicas hacen temer que, más que cirugía, esté perpetrando un homicidio.

Detrás de las cifras de las estadísticas están personas. Los índices de pobreza de Argentina son mucho mayores que los de Grecia o Portugal cuando fueron sometidos a una terapia radical. España también sufrió entonces el aumento del paro, los desahucios, el cierre de empresas, los recortes en los servicios públicos. Para Portugal fue un shock, por eso, hoy, incluso el Partido Socialista mira ante todo que no crezcan el déficit y la deuda. No sé si el pueblo argentino, esa mayoría que no tiene ahorros en dólares por que no puede ahorrar nada, podrá soportar la combinación de subida de precios con desaparición de servicios, ayudas y subvenciones.

El Estado no es una vaca lechera inagotable, es algo sobre lo que deberíamos reflexionar también los ciudadanos. El señor Oscar Puente demostró hace unos días una sinceridad inhabitual en un ministro, reconoció que el tramo principal de la autovía entre León y Valladolid, el que unirá Santas Martas con Medina de Rioseco, probablemente se retrase muchos años. La prioridad son los que unen León con la primera localidad, ya terminado, que permite descongestionar el tráfico de la periferia de la capital leonesa y enlaza con la autovía que lleva a Burgos, el País Vasco y Francia, y Valladolid con la segunda, que pasa por el aeropuerto. Como residente en León, supongo que debería protestar, pero soy consciente de que puedo ir a Valladolid en AVE en una hora, que si quiero hacerlo en mi coche por autovía tengo la opción de dar un rodeo por Tordesillas y que, en último término, debo reconocer que en la carretera León-Valladolid nunca hay atascos y son raras las caravanas.

El gobierno decidió que las autopistas de peaje debían convertirse en «gratuitas», todo el mundo contento, pero los que por motivos familiares o profesionales debemos viajar con frecuencia sabemos lo que supone encontrar las vías de alta capacidad llenas de baches, mal pintadas, con carriles y arcenes permanente cortados por obras «a la siciliana», es decir, las que se señalizan, pero nunca se realizan.

¿Es España el país más rico de Europa? Bien está que produzcamos exquisiteces, pero lo cierto es que cada vez nos cuesta más disfrutar del jamón ibérico y el aceite de oliva virgen, que van a parar a estómagos de europeos con mucha más renta, pero que sí pagan peajes por usar las carreteras. No solo Portugal, Francia, Italia, Grecia o Austria cobran por circular por autopistas o autovías, incluso las riquísimas Alemania, a camiones, o Noruega, por carreteras de doble sentido, tienen peajes, como la inmensa mayoría de los estados europeos. ¿Lo justo es que pague su mantenimiento quien las utiliza y deteriora o que lo hagan los que jamás cogen un coche por medio de sus impuestos?

Hay que reivindicar lo importante y desechar las gratuidades universales, que solo benefician a los ricos. Es inevitable que el año próximo comiencen los ajustes, bien nos vendría a todos que se abordasen sin demagogia. Afortunadamente, España no es Argentina, tenemos como moneda al euro, la inflación es baja, aunque sea mayor de la deseada, y se puede ajustar el gasto sin dañar a los débiles, pero habrá que hacerlo con sentido y, si fuese posible, con acuerdos logrados sin necesidad de mediadores internacionales. Es inevitable que recuerde a León de Arroyal, parece que seguimos en la niñez, aunque presentemos rasgos de senilidad.