Vías para ser un canalla

OPINIÓN

El jefe del Gobierno, Pedro Sánchez, escucha la intervención del expresidente catalán y eurodiputado Carles Puigdemont, en el Parlamento Europeo.
El jefe del Gobierno, Pedro Sánchez, escucha la intervención del expresidente catalán y eurodiputado Carles Puigdemont, en el Parlamento Europeo. RONALD WITTEK | EFE

14 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Como son tantas las vías, aunque todas tienen en común dañar severamente, vamos a citar unas recientes, deteniéndonos en una singular. Así, tenemos la vía Netanyahu, la vía Putin, la vía Trump, la vía Ayuso/Abascal, etcétera, etcétera. En fin, muchas en apenas unos años. Ahora bien, por su actualidad, nos centraremos en la vía Puigdemont.

Por esta vía, con la facilidad propia con la que sale airoso del instituto un listo analfabeto, orgulloso de tal condición, uno puede alcanzar, si se lo propone, la crueldad en un abrir y cerrar de ojos. Es decir, ser un demente sin medidas terapéuticas que se ve como un elegido para comandar hordas de individuos insólitos que han sido capaces de deshacerse del razonamiento e imbuirse del instinto de tribu superior para despreciar o someter a las que, sin duda alguna para ellos, están por detrás en la carrera evolutiva.

Los centeneras de fascistas que el otro día, brazo en alto, gritaban al unísono en Roma «presente», a los 101 años de la entrada triunfal en esta capital del padre fundador, son, en verdad, novatos: ellos y el propio Mussolini. La idea de superioridad tiene ya milenios, está en la sangre, como empiezan a saber desde la educación Infantil los niños del País Vasco, los futuros odiadores que, además, se sustentan en una lengua que, pese a que aseguran enraíza con la Torre de Babel, no deja de ser una variante más de las bereberes del norte de África. Y que en el caso de Cataluña, ante el innegable hecho de que los romanos se tomaron el empeño de «reeducarlos», no abandonarlos en su «salvajismo» como hicieron con los vascos que, en aquel entonces, no habitaban ni mucho menos la extensión de tierra que hoy dicen que es de sus ancestros, por supuesto no menos añejos que los de los bosquimano o de los san; y tal infausta reeducación de la Tarraconense no les permite, para no caer en el esperpento, esquivar que el catalán sea latino, aunque, para reparar el roto de que su lengua no tenga el pedigrí de la vasca, se les ha encendido la bombilla del ingenio y certifican, «científicamente», que están emparentados con los franceses, como si los íberos no fueran los antepasados de quienes antes de nuestra era habitaban desde Gerona hasta Cádiz, y como si la esclerosis múltiple no sea un azote menos acusado al sur de los Pirineos que al norte, enfermedad surgida de una corrupción genética relativamente reciente de la, por otra parte, una muy afortunada mutación que permitió hace más de 5.000 años a los primeros pastores peninsulares ir inmunizándose contra las enfermedades que les transmitían los animales de las granjas.

Entonces, ante lo que discurría por la vía Puigdemont, llegó un momento, y por un momento, en la tristísima tarde del miércoles pasado en el que deseé que millones de españoles depauperados se quedaran sin las ayudas que al final los diputados aprobaron a propuesta del Gobierno. Porque escuchar las exigencias de JxC para abstenerse o ausentarse para no votarlas y que salieran adelante, y el escarnecimiento que contenían las palabras de Míriam Nogueras, la novísima arpía del de Waterloo en Madrid, dibujaron en mi mente un nauseabundo paisaje hitleriano.

Porque, ¿por qué quieren controlar la inmigración? Para rechazar a los que no son de su «raza», la raza aria, la raza catalana. La secta xenófoba y racista que comanda Puigdemont pretende una limpieza de sangre, hasta el punto de que no les valen ni los charnegos, a no ser que hagan auto de fe para ser admitidos en los aquelarres de estos canallas donde se escenifican actos supremacistas trumpistas bajo la advocación de un criminal fugado.

No sé hasta dónde llegará esta concesión de Pedro Sánchez, ni hasta dónde el control de fronteras, ni hasta dónde la amnistía, porque los tribunales de justicia dictarán lo que haya que dictar. No lo sé. Pero la conjura de estos extorsionadores para despedazar a un Estado al que odian a muerte (lo arrasarían si pudieran) no cejará, y, por consiguiente, ante chantajes tan humillantes, que inevitablemente producen náusea al decente, más valdría que Sánchez, en aquel momento pensé, disolviera las Cortes y que de esta forma, aunque el Capital pisotee y hunda todavía más a los enflaquecidos (léase, por ejemplo, Ayuso y el fondo de reptiles de las Islas Caimán que le construirá pisos sociales con alquileres de hasta 1.000 euros mensuales: ¡¡¡1.000 euros!!!), La Moncloa fuese la morada de la extrema derecha (PP y Vox) y que gobernara el tiempo necesario para descabezar a este cártel catalán de hijos de puta.