El extranjero es culpable

OPINIÓN

Uno de los manifestantes pro Trump en Texas.
Uno de los manifestantes pro Trump en Texas. Adam Davis | EFE

02 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Alejandro Hernández Fuentes (35 años, México), Dorlian Ronial Castillo Cabrero (26 años, Guatemala), Miguel Luna (40 años, El Salvador) y Maynor Yasir Suazo Sandoval (Honduras, 38 años), se encuentran entre los trabajadores muertos tras el colapso del puente Francis Scott Key de Baltimore. No pudieron avisarles a tiempo para que se retirasen del puente, en el que se encontraban realizando reparaciones y labores de mantenimiento cuando el portacontenedores Dali impactó, a la 1:30h de la madrugada, el pasado 26 de marzo. Como en muchos otros países donde los migrantes acuden en busca de oportunidades, seguramente pasaban el sutil (a veces no tanto) examen diario de ser trabajadores extranjeros, cuya probidad, esfuerzo y comportamiento son objeto de particular escrutinio por una sociedad desconfiada. Un test cotidiano que, por otra parte, no se exige a los autóctonos, o no en la misma medida. En la retórica dominante, el buen migrante es aceptable si ha venido de manera regular, no utiliza con intensidad los servicios públicos (donde los hay) y trabaja con denuedo en los oficios más duros, sin protestar; y sobre todo, ha de obedecer e «integrarse», naturalmente sin conciencia de clase alguna y sin destacar entre la muchedumbre. Si cumple todos estos criterios, se queda, y les perdonamos el pecado migratorio; pero, aun así, será objeto de sospecha, prejuicio y odio, imputando colectivamente a su comunidad toda clase de faltas, sobre todo si sus rasgos raciales, su acento, su lengua, su religión o su vestimenta denotan que «no son aquí». Particularmente, recibirán el reproche de las miradas si nos los encontramos en la sala de espera de un centro de salud con escasez de personal (o sea, todos) o deambulando por la calle, porque, según el catecismo de la asimilación, el buen migrante ni se pone enfermo, ni puede estar charlando en un parque ni ocioso. Aunque sin ellos los países envejecidos del Norte languidecerían en la decadencia demográfica y productiva (pues los flujos de migración son también motores de desarrollo), en el mejor de los casos serán objeto de nuestra condescendencia y magnánima tolerancia. Tienen que suceder de vez en cuando, tragedias como la de Baltimore (o la de los doce trabajadores ecuatorianos de Lorca, arrollados por un tren aquel 3 de enero de 2001) para recordarnos lo mucho que debemos a la población migrante y su contribución decisiva al progreso común, al músculo productivo que es clave para la estabilidad futura y a que la pirámide demográfica no se derrumbe por la base.

Probablemente, vistos los vientos que corren en los países de recepción, el episodio de compasión (solidaridad sería mucho decir) que esos acontecimientos despiertan, pasará rápidamente. Poco pueden combatir las familias de los fallecidos y la frágil red de apoyo a los migrantes contra la fuerza arrolladora e irreductible del discurso identitario y xenófobo que trepa por los pilares de nuestra sociedad. En Estados Unidos, país de migrantes desde su concepción, Trump lidera la intención de voto para las presidenciales del 5 de noviembre, a pesar de que los norteamericanos ya han probado la medicina del caos, la regresión y el aislamiento que aplicaría de nuevo. El candidato continuará a buen seguro propagando con éxito la atribución a la inmigración de enfermedades infecciosas o de la criminalidad, diciéndolo sin tapujos en un país armado hasta los dientes. Y, como ha hecho estas últimas semanas ante el furor de sus exaltados seguidores, continuará subiendo la apuesta con diatribas plagadas de un léxico que Alfred Rosenberg suscribiría (y esta vez no es una reductio ad Hitlerum) al señalar que los indocumentados «no son personas» sino «animales» (Vandalia, Ohio, 16 de marzo de 2024) y que la inmigración «envenena la sangre del país» (Durham, New Hampshire, 16 de diciembre de 2023). Combinado con su promesa de comenzar el mandato como «dictador por un día» (entrevista en Fox News, 5 de diciembre de 2023) para perseguir a oponentes, a los que llamó «escoria» y «cucarachas» con motivo de las investigaciones sobre la interferencia rusa en su elección de 2016, utilizando los mismos adjetivos que empleara Radio Mil Colinas. Entre sus propuestas principales se encuentra ordenar detenciones y deportaciones masivas de extranjeros como primeras acciones, y no es sólo una bravata. No hay límites en el proceder trumpiano, chapoteando de lleno en una retórica violenta y despiadada, que trae consecuencias dada la febril emulación de sus seguidores, como vimos el 6 de enero de 2021, en el asalto al Capitolio. Quizá las instituciones norteamericanas, a pesar del deterioro que el Estado de Derecho presenta en las antaño democracias liberales, volverían a mostrar cierta resiliencia para contener parte estas veleidades, pero es también probable que la agenda antiinmigratoria, que es el vector principal de su campaña junto con el nacionalismo autoritario, pueda llevarse a cabo en gran medida. El clima político lo permite y la apelación a los instintos más primarios no se realiza sólo porque le salga a Trump de las vísceras, sino que es, ante todo, un cálculo electoral. 

Alejandro, Dorlian, Miguel y Maynor eran, para Trump, indeseables (casi una semana transcurrida, ni siquiera ha tenido palabras de condolencia) aunque fuesen a su país a servir con su duro trabajo al bien colectivo. Pero menospreciar y criminalizar al extranjero en general y señalar a distintos grupos en particular (centroamericanos o personas de confesión musulmana, por ejemplo, en Estados Unidos), no es gratuito. Las sociedades occidentales no son tan maduras y robustas como para reírse o despreciar la brutalidad de los charlatanes nacional-populistas, que sería lo que hace treinta años sucedería. La ola que nos inunda es una mezcla de fatiga de la democracia, tribalismo nacional y erosión de los derechos humanos, los cuáles, según las corrientes en boga, son perfectamente prescindibles o no se predican respecto de determinados grupos. Parecemos dispuestos a tentar la suerte de poner al frente de las instituciones y los gobiernos a quienes exhiben propuestas abiertamente segregadoras y de confrontación, pensando vanamente que con ello recuperaremos el control de algo. La culpabilización del migrante económico (aunque sean trabajadores extranjeros los que nos cuiden, trabajen la tierra o atiendan nuestra mesa en un restaurante) y la negación de cualquier asilo y protección internacional al perseguido (un derecho en retroceso flagrante y quizá definitivo) es la marca común de la involución en todos los países donde el repliegue de las libertades se impone, empezando por el desprecio a las garantías básicas de cualquier persona que no disponga de la nacionalidad originaria. El elemento de clase es, además, consustancial a esta tendencia, pues el recelo se dirige al trabajador migrante o a quien, debido a los criterios de la legislación de extranjería y a sus recursos limitados, tiene que vivir clandestinamente durante unos años tras habérsela jugado para llegar hasta aquí de la manera que pudo (si hubiese una expectativa tangible de migración regular, seguramente más acorde con nuestras necesidades, probablemente optarían por ella). Si con esta política inhumana e inmoral nos hacemos daño a nosotros mismos, es una cuestión secundaria para los apóstoles de la pureza nacional y racial; pero para retratarlos basta recordar cómo definía Cipolla a quien causa el mal ajeno provocando a su vez el perjuicio propio.