La Voz de Asturias

El difícil papel de las izquierdas en un mundo sin utopías

Opinión

Francisco Carantoña
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, junto al presidente de Francia, Emmanuel Macron

05 Jul 2022. Actualizado a las 05:00 h.

La fuerza creciente de los movimientos conservadores y, especialmente, el atractivo de las extremas derechas entre un sector de las clases populares es un fenómeno que desconcierta a los políticos e intelectuales de izquierdas e incluso a demócratas de lo que suele denominarse centroderecha. Siempre hay explicaciones coyunturales para cada país y para cada proceso electoral que confirma esa tendencia, pero cuando esta es universal y constante se convierten en insuficientes, hay que buscar causas más profundas.

Lo más destacable de las últimas elecciones de Andalucía no es que las fuerzas de derechas obtuviesen mayoría de escaños en el parlamento, sino que PP, Vox y Cs recibiesen el 60% de los votos. En 2018, con una participación menor, no se olvide, habían logrado la mayoría parlamentaria, pero con el 50% de los sufragios. Ahora la movilización del electorado fue mayor y el apoyo que consiguieron, abrumador, subió el 10%. Por supuesto, hay motivos específicos, entre ellos que es la única comunidad autónoma en la que se produjo un gran escándalo de corrupción del PSOE y, como se comprobó con el PP, el castigo puede tardar, pero llega. Ahora bien, el rotundo giro conservador de Andalucía sigue a contundentes victorias de las derechas en Galicia, Madrid y Castilla y León y a encuestas que, desde hace meses, reflejan una mayoritaria inclinación del electorado en ese sentido, el domingo y el lunes se publicaron las últimas.

Si esto sucediese solo en España habría que fijarse en las características particulares de la política de nuestro país, pero es un fenómeno europeo e incluso mundial. En nuestro continente, solo en Portugal gobiernan los socialistas con mayoría absoluta y lo hacen en coalición en España, los países escandinavos, Finlandia y Alemania, en todos los casos muy debilitados si se comparan sus resultados electorales con los de hace unos años.

El voto conservador nunca ha necesitado grandes utopías. El propio término indica que está satisfecho con mantener lo existente, a lo más que aspiran sus partidarios es a que mejore su situación económica particular y se conserve el orden, sin conmociones políticas ni aumento de la delincuencia. Caso muy distinto es el de la izquierda, incluso la moderada, que ha tenido desde su origen el objetivo de cambiar el sistema político y la sociedad. Esto sirve tanto para los revolucionarios de hace doscientos años, que buscaban acabar con los privilegios estamentales y el absolutismo, como para los que después querían una sociedad democrática, laica y con una enseñanza universal que ayudase a corregir las desigualdades y para los socialistas que soñaban con un mundo igualitario en el que desapareciesen la miseria y la explotación de los trabajadores. La utopía socialista siguió viva hasta finales del siglo XX incluso en la socialdemocracia, aunque defendiese la democracia como vía para lograr las reformas.

Es cierto que buena parte de la izquierda socialdemócrata y eurocomunista, incluso la minoría radical trotskista, fue crítica con las dictaduras del llamado socialismo real, pero nunca dejó de verlas como una prueba de que la sociedad igualitaria era posible, aunque necesitasen profundos cambios. La repentina disolución de todos los sistemas posestalinistas, o su conversión en un capitalismo con fuerte peso del Estado y dictatorial, en el caso chino, acabaron con el discurso marxista sobre la revolución socialista que habría iniciado un nuevo modo de producción, al igual que las revoluciones liberales habían abierto el camino al capitalismo. Es más, si tenían alguna duda, los jóvenes preocupados por la igualdad de género, la libertad sexual y la ecología pudieron comprobar que ese «socialismo», además de autoritario y corrupto, había sido homófobo, conservador en las relaciones sexuales, machista, destructivo para el medio ambiente y opresivo para las minorías nacionales y culturales.

Desapareció la utopía socialista, nadie medianamente informado y con un mínimo de sensibilidad hacia los derechos humanos puede considerar una referencia a China, Corea del Norte, Nicaragua, Venezuela o Cuba. Incluso, desde una perspectiva menos ideológica, cualquier trabajador de un país desarrollado, también de buena parte de América Latina y Asia, y especialmente las mujeres, sabe que sus condiciones de vida serían mucho peores en esos estados.

La democracia liberal, por imperfecta que sea, permite un modo de vida más razonable que cualquier dictadura, pero no suprime las injusticias y desigualdades que conlleva el capitalismo. La izquierda debe buscar en ella un nuevo espacio, tiene que conseguir devolver la ilusión a las clases medias y populares sin pretender que asuman como objetivos lo que no son más que verdaderas distopías.

Es cierto que la socialdemocracia, que ha absorbido a los restos del eurocomunismo, hace tiempo que adoptó la vía del reformismo, pero muchos de sus electores siguieron esperando de sus triunfos electorales cambios profundos que no pudo o no quiso llevar a cabo. De ahí, y de la inevitable corrupción que acarrea el ejercicio del poder, se derivan los periódicos desengaños tras sus etapas en el gobierno, Francia puede considerarse un caso paradigmático.

Las derechas democráticas tienen la ventaja de jugar en su terreno. El capitalismo es su sistema y ofrecen que sea lo más eficaz posible, aunque esa eficacia se establezca en el triunfo de un individualismo egoísta, en el señuelo del aumento de la riqueza personal y el olvido de la solidaridad. Eso les permite obtener un sólido apoyo de las clases medias más o menos acomodadas, aunque provoca que generalmente sea escaso el que tienen entre los más desfavorecidos. Con ellas compite la socialdemocracia por el respaldo de las clases medias, pero lo que ha debilitado la influencia que el conjunto de las izquierdas tenía entre las populares ha sido el auge de las nuevas/viejas ultraderechas populistas. En cierto modo, se han apropiado de la utopía, aunque la suya mire a un pasado idealizado que nunca existió, a un paraíso supuestamente perdido y no a un futuro nuevo y prometedor.

La utopía reaccionaria ofrece cierta credibilidad en un contexto de crisis y, sobre todo, de cambios desconcertantes. La globalización ha traído cierres de empresas, abandonos de ciudades y comarcas, sumidas en la parálisis y el desempleo, problemas de rentabilidad a los agricultores. De ahí el giro nacionalista y la añoranza de un tiempo con más seguridades. Esto ha sucedido en EEUU, en el resto de América, en Asia, ahí está el caso de la India o la fortaleza del integrismo religioso, y en Europa. Otra cosa es el éxito que esos vendedores de humo patriótico puedan tener si ejercen el poder, pero su demagogia es eficaz y, como se ha visto con el trumpismo, difícil de combatir incluso por la propia realidad. A ello colaboran los errores de unas izquierdas, ya sean demócratas, socialdemócratas o radicales, percibidas como intelectuales y solo preocupadas por algunos problemas y minorías que son importantes, pero distantes para un notable sector de la población que tiene como principal preocupación sobrevivir con cierta dignidad.

Mientras tanto, los grandes poderes capitalistas construyen su mundo sin oposición. Necesitaría un espacio mucho más amplio que el que puede ofrecer un periódico para desarrollarlo, pero me gustaría llamar la atención sobre la nueva alienación, con la que quienes poseen el verdadero poder afianzan su dominio sobre la sociedad. El impacto que las ya no tan nuevas tecnologías tienen sobre la formación de los jóvenes es terrible. La obsesión por las redes sociales, combinada con la ceguera de los responsables del sistema educativo y de los padres, está conduciendo a una generación pegada a las pantallas, ya no con notables carencias culturales, sino que ha perdido el dominio del idioma que utiliza. Sí, sobradamente titulada gracias al regalo de diplomas en aras del combate contra el fracaso escolar, pero que roza el analfabetismo funcional.

Soy consciente de que todas las generalizaciones son falsas, sigo teniendo en mis clases alumnos brillantes y bien informados, pero cada vez hay más que nunca debieron haber accedido a la universidad en esas condiciones y que, de hecho, la abandonan antes de tiempo. Es algo que conocemos todos los profesores. Estos días me comentaba un amigo, de otra universidad y especialidad diferente a la mía, que el 40% de los alumnos de primer curso de su titulación no había aprobado ninguna asignatura este año.

Las redes sociales se han convertido en un inmenso campo de alienación y manipulación. Ahora, las grandes empresas multinacionales nos amenazan con vendernos un mundo irreal, en el que podremos sumirnos para olvidar las penurias del que verdaderamente nos acoge. Aunque incluso en él habrá desigualdad, ya hay incautos comprando parcelas de la nada. Si eso tiene éxito, puede ser algo terrible, la peor de las distopías, una sociedad alienada, que solo sale de su sueño para trabajar y seguir engordando los bolsillos de los verdaderamente poderosos.

Las izquierdas son imprescindibles para evitar un mundo inhóspito, salvaje e injusto, pero deben repensar su papel, que ya no puede consistir en destruir el capitalismo, sino en controlarlo. No solo está en trance de desaparecer el sujeto revolucionario, el proletariado industrial de las grandes fábricas, sino que, por poco que sea, los trabajadores ya tienen algo que perder. Nadie desea provocar una revolución que necesariamente desembocaría en una guerra civil con desenlace muy poco halagüeño. La Rusia de los zares no existe, afortunadamente, a pesar de los sueños imperiales de Putin y sus águilas bicéfalas.

Para la izquierda esto supone jugar siempre en terreno contrario, pero su objetivo tiene que seguir siendo la defensa de la libertad, la democracia y la igualdad, aun sabiendo que no conseguirá alcanzar el paraíso. Eso sí, siempre con los pies en el suelo, ocupándose de lo que realmente preocupa a la gente, sin doctrinarismos anacrónicos. No deseo hacer leña del árbol caído, pero la inflación está llevando a que los pobres dejen de comer carne. ¿Cuál sería su precio si pollos, cerdos y vacas solo se criasen al aire libre? La prioridad de la izquierda debe estar en mejorar la condición de los que menos tienen, ahí lleva todas las de ganar y esa es la forma de combatir la insultante demagogia de la señora Ayuso, que hunde los servicios públicos y reparte becas entre los ricos, pagadas con los impuestos de los pobres.

Los medios de comunicación son mayoritariamente conservadores, siempre ha sido así, ellos poseen el dinero, y las redes sociales, en buena medida también manejadas por quienes tienen el poder económico, son manipuladoras, algo que resultará más fácil con una población inculta, solo formada para ejercer determinada profesión. Sí, hay que buscar las formas de luchar contracorriente, pero lo prioritario para ello es estar en contacto con la gente, no solo con el grupo de amigos. Una vez en el gobierno, es fundamental tener presente el legado de la Ilustración, no olvidarse de que el objetivo de la enseñanza es formar, no solo fabricar trabajadores cualificados, ni repartir títulos y subir las notas hasta el 14 cuando se ha conseguido que el 10 no signifique nada. Solo así se conseguirá una ciudadanía auténticamente libre y capaz de, al menos, reducir las injusticias.

 

 


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