Jordi Nomen, experto en filosofía y ciencias sociales: «Los adolescentes necesitan a sus padres, pero a cierta distancia»

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El profesor Jordi Nomen, autor de «Cómo hablar con un adolescente y que te escuche»
El profesor Jordi Nomen, autor de «Cómo hablar con un adolescente y que te escuche»

«Cómo hablar con un adolescente y que te escuche» no es misión imposible. Olvida el modo sermón y, si quieres dar algún consejo, «que sea breve, rápido, compacto ¡y en titular!», aconseja este profesor, premiado por su labor pedagógica

18 feb 2024 . Actualizado a las 12:28 h.

Con la adolescencia empieza otra obra de teatro. Es una obra diferente a la infancia, en la que «los padres son necesarios, pero deben retirarse de la centralidad del escenario», señala el profesor de Filosofía y Ciencias Sociales Jordi Nomen, licenciado en Historia Contemporánea y autor de El niño filósofo, que ayuda a desencriptar los códigos adolescentes arropado por tres decenios de experiencia en las aulas (y con los chavales fuera de ellas). «Ningún adolescente ha perdido su niñez», avanza en Cómo hablar con un adolescente y que te escuche Nomen, que rompe algunos de los tópicos que envuelven la adolescencia en un halo de frivolidad o de cavernosa complejidad.

—Quizá más que en modo sermón, deberíamos acercarnos a los adolescentes con curiosidad, para entender algo...

—Yo creo que va por ahí la cosa. He compartido muchísimas horas con ellos a nivel filosófico y me enriquece, porque los adolescentes son personas distintas, no hay dos adolescentes iguales.

—Más de 30 años dando clases a adolescentes. ¿Ha cambiado mucho la adolescencia, sigue atada a los mismos estereotipos y clichés de los 80?

—Yo entré en la escuela [Sadako, reconocida como una de las más innovadoras de España] en el 89... La adolescencia, en cuanto a etapa de la vida, sigue siendo más o menos lo mismo, y lo que le pasa al adolescente por dentro también, pero el contexto social, político, los medios digitales..., han cambiado un montón. Lo digital ha supuesto una revolución para todos, y para ellos, evidentemente, también.

—Adviertes que las palabras de Sócrates tienen vigencia plena en la actualidad: «La juventud de hoy ama el lujo, es mal educada, desprecia la autoridad». ¿Es esto lo normal?

—El adolescente tiene que romper. Para construir su identidad, la que se está creando, su personalidad, debe romper y gestionar los cambios que se van dando tanto a nivel físico como social y psicológico. Son un montón de cosas que hay que aprender a gestionar en poco tiempo. Hablamos de cinco años de cambios plenos en todos los aspectos. Hay que romper con la autoridad. Esto es algo imprescindible para que puedan convertirse en personas adultas con madurez, con criterio, con capacidad para responder a los retos que les va a plantear la vida. Así que hay que darles espacio para que puedan hacer eso... Si no, les convertimos en otra cosa.

—¿Tendemos a sobreprotegerles, pero estamos mucho tiempo ausentes de casa, de su vida en el día a día, de lo que necesitan de nosotros como padres?

—Sí, nos movemos en una escala entre la sobreprotección y la desprotección. «Mi hijo, mi hija, ya es mayor, no me necesita, no necesita que me preocupe ni que le observe». Esto no es así. Hay que acompañar a los adolescentes, porque atraviesan una etapa difícil. Y nos movemos entre esos dos extremos... Cuando lo bueno es, como decía Aristóteles, el punto medio. Está claro que necesitan que sus padres se ocupen de ellos, pero hay que amarlos bien, no debilitarlos con el amor.

—¿Cuándo les debilitamos?

—Cuando les apartamos los obstáculos del camino. Eso es un grave error. La buena voluntad no basta. La buena intención no hace buena la acción. Si les apartamos los obstáculos, aunque sea por amor, les encerramos en una especie de campana de cristal. Ahí nos toca hacer ese acto de madurez a los adultos, padres y educadores. En su vida van a tener frustración y la frustración enseña mucho, ¡mucho más que el éxito! Te permite ver cuál es tu debilidad.

—¿Cómo podemos ser modelos de conducta, más que de pensamiento?

—De partida, hay que asumir que no vamos a estar en todos los momentos de riesgo. Para que tengan fortaleza, una personalidad fuerte, deben saber gestionar bien las emociones, los impulsos, y ahí está la dificultad. Ellos son inmaduros. De hecho, es el último grado de madurez. La parte del pensamiento les llega bastante rápido. Pueden gestionar los argumentos con velocidad y efectividad. El pensamiento racional los adolescentes rápidamente lo aprenden a gestionar. La dificultad está sobre todo en saber gestionar los impulsos.

—¿Y cómo se aprende esto?

—Tratando de ser un modelo... Ellos nos miran, nos miran de reojo. Nos miran y aprenden. El mejor modelo es el padre y la madre siempre.

—¿Seguimos siendo referentes para ellos en el tornado de la adolescencia?

—Claro, claro... Es un «te quiero aunque no te lo diga». En el momento en que tú les preguntas como profesor: «¿Qué es lo más importante en tu vida?», la familia sigue estando a la cabeza de la lista.

—Pero prefieren estar con los amigos...

—Sí, los iguales son importantes. Son otro modelo para ellos y ellas. La amistad es la aceptación de mí mismo por el otro. La familia me acepta de manera incondicional, al amigo lo elijo y me elige. Es distinto. Al amigo me lo tengo que ganar y cuando me lo gano es muy satisfactorio. Hay una frase muy chula que repito mucho, un proverbio árabe: «La confianza tarda en desarrollarse lo que tarda una palmera y tarda en perderse lo que tarda en caer un coco». Esto es interesante, porque es así como ellos lo sienten. Cuesta mucho conseguir ese vínculo con los iguales, pero, en cambio, se puede perder con una gran rapidez. Ellos maniobran para que eso que sienten tan valioso no se pierda, pero a veces maniobran mal... Otra cosa es que como padres nos cuesta dejarles a ellos. Hay que hacer un duelo por la infancia de los hijos, y nos cuesta mucho como adultos.

—¿Cuál ha de ser la actitud?

—Hay que hacer ese duelo y luego hay que querer descubrir esa nueva realidad que llega cuando la infancia se va. Es como una nueva obra de teatro, entre la comedia y el drama, diría yo... Cuando llega la adolescencia, a los padres les toca retirarse de la centralidad del escenario.

—Tampoco vale ser el apuntador.

—... Mejor estar disimulándose entre las butacas de las últimas filas, con una cosa que hay que saber para quedarse tranquilo como padre o madre. Ellos buscan entre esas butacas si estás o no. Puede ser incluso que entre sus amigos lo critiquen: «Mira, ya está mi madre ahí escondida». Pero en el fondo, sienten que estás ahí, y lo valoran.

—¿Es un «te quiero, pero lejos»?

—Sí, te quiero, pero te quiero un poco lejos. «Ámame, pero déjame ser».

—¿Tenemos los padres y los adolescentes intereses muy diferentes?

—Sí. El padre o la madre quieren tener conversaciones sobre las dificultades escolares, el alcohol, las drogas o el sexo, pero ellos no quieren ni hablar de eso. Lo peor que puedes hacerle a un adolescente como padre es imponerle tu elección. Es el adolescente el que elige. Hay que escucharles cuando vienen a hablar. Van a venir a contarte algo dando un rodeo. Te van a contar cosas que te parecerán intrascendentes, pero no les cortes ni juzgues. Si te mantienes escuchando, puede ser que te cuente algo grave. Si es así, no es ese el momento para decirle: «Eso está mal». A la mañana siguiente, en el momento de ir al cole, es cuando le puedes decir: «Oye, de lo que comentamos ayer hay algo que me preocupó... Es esto, por esto».

—¿Qué límites hay que poner?

—Hay que dejarles su espacio, pero este no puede ser total. Igual puede salir con sus amigos o estar dos horas encerrado en su habitación, pero cenamos todos juntos. Hay que saber aguantar el «eres la peor madre del mundo». Esa es la cara y la cruz del amor por un lado y la exigencia por otro. Hay que decírselo: «Te pongo estos límites porque te quiero». Si no les ponemos límites, los adolescentes se pierden. Ahí hay que hablar de máximos y de mínimos. Los máximos de las madres y de los padres y los máximos de los adolescentes nunca coinciden; de hecho, van a ser contrarios. «Quiero llegar a casa a las cuatro de la mañana». «No, no, tienes que llegar a las nueve». Lo que tienes que gestionar son mínimos. Los mínimos de un adolescente seguirán siendo máximos para ti. Pero lo bueno de una negociación es que ambas partes salgan algo insatisfechas. Si una parte sale muy satisfecha de la negociación con un adolescente, ¡mal asunto! Entonces, hay un perdedor.

—¿Qué clichés injustos persiguen al adolescente?

—Yo a una alumna de 15 años le pregunté una vez: «¿Qué es para ti la vida?». Y me dijo: «Para mí, la vida es una montaña rusa de emociones sobre un abismo». Esa frase revela mucho. Se sienten muy juzgados por estereotipos y mitos que son difíciles de combatir. El adolescente no busca siempre el conflicto, frente a lo que suele decirse. Esto depende de su infancia y de su personalidad, pero el conflicto es algo necesario en la adolescencia. Es ahí cuando tienen que romper para crear su propia autoridad, su personalidad. El conflicto con el adolescente es inevitable y no es malo si se sabe gestionar. En el diagrama de crisis de los chinos, hay un componente de peligro y otro de oportunidad. Y esto es justo así. Para el adolescente, la crisis es peligro y es también una oportunidad para crecer.

—Pero no queremos ver a los hijos sufrir. Es una tentación grande, constante, sucumbir a allanarles el camino...

—Pero si tú a una madre o un padre le preguntas si quieren que su hijo tenga opinión propia y sentido crítico, ¿qué te dirían? Que sí, ¿no? Entonces te harán preguntas incómodas. Pero esas preguntas tienen un sentido. Y como padres tenemos que tratar de ser coherentes, no les vamos a vender una cosa y hacer otra o contar milongas. Hay que admitir a veces esa fragilidad del adulto...

—Los adolescentes tienen una mayor fortaleza en los sentimientos. Los adultos somos más escépticos, más frágiles a la hora de sentir...

—Sí, porque nos hemos enmascarado. Cuando vas recibiendo patadas y golpes, lo que haces es ponerte una máscara, para intentar no sufrir más. Es algo de lo que ellos huyen, pero al tiempo caen en eso. Huyen de la máscara, pero por otra parte en las redes sociales son completamente insinceros. Es esa doblez en ellos que nos cuesta tanto encajar, porque ellos te están culpando de algo que al mismo tiempo hacen.

—Las redes, el alcohol, las drogas... se vuelven más preocupantes con hijos adolescentes. ¿Qué podemos considerar normal y aceptable como padres?

—Yo creo que hay que tener puesto el radar de los cambios, perder de vista el ojo que todo lo ve (que está ahí en la infancia), que no es nada bueno en un adolescentes, y activar el radar de los cambios. Que mi hijo va a consumir un porro alguna vez en la vida... Si pienso que no es así, pobre ingenuo. Pero, cuidado. Si ocurre que mi hijo duerme muchísimo más, está muy cansado, ha dejado de estudiar, rechaza esas cosas que antes le gustaban, se ha vuelto agresivo... Ahí hay un cambio detrás del que hay un problema seguro.

—El cerebro adolescente está en construcción, tiene sus propios ritmos, pero no todo cambio es normal.

—Cuando el cambio sobrepasa un umbral, hay que preocuparse. Y esto implica muchas veces buscar ayuda fuera. Si el cambio es muy espectacular, puede haber detrás un problema que él no nos va a contar por vergüenza, porque le parece que vamos a reaccionar mal... Pero esa es una situación de peligro.

—Hemos analizado el papel de los padres. ¿Y el de los maestros, cuál es su papel con los adolescentes?

—Debemos estar ahí, porque el de los profesores es un papel fundamental. Yo hoy he acompañado al teatro a mi grupo de alumnos, y en la cola les he preguntado: «¿Qué, cómo están los cotilleos en clase?». Y han flipado. «¿Pero cómo no me van a interesar? Este año no me ha llegado que haya ninguna parejilla en clase...». Y ellos «jijji». Esto es fundamental. Hay que hacer este papel en esta historia. Eso abre un canal para llegar a ellos. Preguntas y ellos te cuentan, que si este youtuber hace esto y lo otro... Y vas entrando en su mundo. De modo que, si a esto le añades algo como: «¿Estás bien hoy? Te veo triste...», te acercas. Es interesante que te preocupes por ellos desde su decisión, no desde la tuya. Es diferente decirle: «Hoy te veo triste, ¿quieres hablar?» que «Ven, vamos a hablar de qué te pasa». 

—Hay que quitarles entonces el aura de sospecha que suelen llevar encima...

—Claro. A mí muchas veces los alumnos me cuentan cosas que son gravísimas. Y ahí hay que ser sincero. Debes decirles: «Esto es muy grave, yo te voy a ayudar a gestionarlo, pero papá y mamá deben saberlo». «Yo te ayudo, pero esto no puede quedar entre nosotros como si fuésemos coleguillas. Porque soy tu profesor, y te quiero bien. Yo te ayudaré a que tus padres lo sepan y, si quieres, los llamo y podemos hablarlo todos juntos». Creo que esas preocupación activa la agradecen mucho. Yo como docente me he llevado muchas recompensas de este tipo: «Tú me comprendes», «sabes escuchar»... Recibes un feedback muy positivo. Nada de sermones. Escuchar, entender, preguntar, repreguntar, reformular. «¿Es así como te sientes, es esto lo que me querías contar?». Este tipo de actitudes que tienes como adulto desde la atención plena a lo que les pasa, a lo que sientes, abre un canal infinito de comunicación. Yo les hago reformular mucho también a ellos para que lo sepan hacer. En clase de Filosofía esto va muy bien. 

—¿Así que te de esta manera conseguimos hablar con un adolescente y que nos escuche... y nos cuente?

—Sí, que nos escuche y nos cuente. Y si queremos dar un consejo de gestión: ¡breve, rápido, compacto y en titular! Y una cosa importante: aunque somos referentes y ejemplos, no ir de perfectos. 

—Que hay mucho padre dios del Olimpo, de «yo a tu edad»...

—Los dioses del Olimpo que se queden en el Olimpo. Es mucho mejor un «Mira, yo también me equivoqué en esto y me pasó factura, y tuve que rectificar». Esto no te va a hacer peor padre; al contrario, te hace mejor. 

—El padre perfecto no ayuda.

—No ayuda nada. No puedes competir con él en esa perfección, por lo tanto competirás con él en la imperfección. Y hoy la mentira se enmascara de una manera mucho más fácil que antes, y se avergüenza además mucho menos que antes. Antes te pillaban en una mentira, te sabía muy mal. Hoy, oye si sabes mentir con garbo..., a veces, hasta te premian y te admiran. 

—¿La relación de un adolescente con sus padres depende del apego en la infancia?

—Mucho. Eso es lo primero que puedes notar como profesor en un adolescente, si hubo apego seguro en su infancia. Si no hubo apego seguro, es una herida que llevan dentro. Esa educación del adolescente debe empezar en la infancia, si no llegamos tarde. Pero el ser humano por naturaleza es flexible. De esto va la resiliencia, todo se puede superar pero cuesta mucho más si llegamos tarde. Si hubo apego seguro, el adolescente se va a atrever a romper, a buscar nuevos puertos. Hay que ver la infancia como una inversión de futuro enorme. Las personas que han tenido una infancia feliz suelen enfrentarse con mayor seguridad a los riesgos. Se les nota en la fortaleza de carácter. Hace unos años en una tutoría, hablaba con unos padres de que un chico no estaba trabajando como debería. Sus padres le habían prometido que, si cumplía con sus obligaciones escolares y académicas, podía ir a una estancia fuera. Pero él no cumplió con lo que debía, así que se quedó sin esa estancia y sus padres perdieron el dinero que habían pagado por ella de antemano. «Vamos a ver cómo nos ayudas tú a recuperar ese dinero...», le dijeron los padres. Pero lo mejor de la historia llegó al final, cuando su padre le dijo: «Ahora vete a clase, pero te voy a pedir que tanto a tu madre como a mí nos des un abrazo, porque nosotros también lo necesitamos». Él chico les dio un abrazo e inmediatamente después salió. Esos padres lo hicieron muy bien, sufriendo, pero a veces para hacerlo bien no queda más remedio que pasarlo mal.