Horrible accidente y morir por no cooperar (III)

OPINIÓN

María Pedreda

06 abr 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

¿Hay alguien que piense que sobran reglas, árbitros o jueces, o controles antidopaje en las competiciones deportivas porque todos los y las deportistas participarían siempre respetando escrupulosamente al adversario y no cometerían ningún tipo de trampa? ¿Acaso el afán de ganar no hace que se infrinjan las reglas y haya daños no accidentales? Entonces, cuál es la razón de que el integrismo neoliberal financie generosamente el discurso de la desregulación de los mercados si incluso estando regulados se suceden lacerantes episodios de fraude y corrupción. Abusos tanto más extensos cuanto más grandes son los agentes económicos. ¿No será que pretenden eliminar obstáculos a su ansia de riqueza sin medida? Y sin empatía.

Las personas no actúan igual ante las mismas circunstancias. Por ejemplo, las diferencias conductuales en las interacciones personales se deben, entre otros factores, a la empatía y, por tanto, a la manera en que se atiende a las consecuencias de los actos propios sobre los demás. Definida coloquialmente, la empatía es la capacidad de ponerse en el lugar del otro, es decir, de tener una respuesta afectiva similar a la que tiene otra persona en una situación determinada. Por eso, a más empatía, más implicación afectiva y menos probabilidad de dañar a los demás; porque se prevé un efecto que resulta aversivo. Así, la empatía es una variable mediadora más del razonamiento moral y se relaciona con la conducta prosocial en la que se incluyen la cooperación, la ayuda desinteresada, la solidaridad, los cuidados. 

Digamos que la mayoría nos encontramos alrededor del medio, entre los extremos representados por psicópatas que dañan a los demás sin remordimientos, y altruistas que arriesgan su vida por ayudar desinteresadamente a quienes más lo necesitan, incluso en los contextos más peligrosos.  Es decir, es un eje que subyace al de manifestaciones conductuales calificadas como egoísmo y cooperación, respectivamente. Y proliferan ejemplares más próximos a cada uno de los extremos en según qué ámbitos. Por desgracia, los ámbitos relacionados con el poder, tanto político como económico (el verdadero poder) suelen atraer, por una suerte de «selección natural», a ejemplares con inclinación al lado menos empático, más egoísta: cuanto menos permeable al sufrimiento ajeno, más oportunidades para acaparar.

Hobbes lo sabía cuando describía situaciones en las que los seres humanos son capaces de cometer atrocidades contra sus iguales. Algunos filósofos posteriores a Hobbes no eran tan escépticos respecto a nuestra humanidad; tal vez más ingenuos. El empirista y naturalista escocés, David Hume, cuya obra filosófica más importante es el Tratado de la naturaleza humana (1739), decía que los sentimientos morales son universales, es decir, todas las personas los tienen y se manifiestan de igual manera ante las mismas situaciones. A pesar de esta apreciación, hace tiempo desmentida, no encontró un correlato razonable para la forma en la que se accedía a los recursos necesarios para subsistir dignamente, pues consideraba que la iniciativa individual era imprescindible para el crecimiento económico y la redistribución de la riqueza un obstáculo para la prosperidad, sin valorar adecuadamente la amenaza del abuso económico subsiguiente. 

Anticipaba, de alguna manera, algunas de las premisas que aparecerían en La riqueza de las naciones (1776). Libro escrito por su paisano y joven amigo, Adam Smith, padre de la economía clásica en la que se inspiran los gurús del capitalismo neoliberal de forma bastante parcial y desactualizada. Porque la «mano invisible» con la que nos abofetean continuamente para hacernos creer que si el estado se entrometiera mucho menos en la economía mejor nos iría, no creo que fuera concebida así por Smith. Pero eso lo veremos en el próximo capítulo de esta serie. 

En este punto me gustaría versionar la escena de «Annie Hall» en la que Alvy Singer (Woody Allen) está en la cola del cine con su pareja (Diane Keaton) y está aguantando a duras penas la erudita exhibición que, detrás de ellos, un tipo le está propinando a su acompañante. En palabras del sufrido Singer: «seguramente se conocieron por un anuncio de alguna revista para intelectuales: Académico de 30 años desea conocer a mujer interesada en Mozart, James Joyce y sodomía». El mansplainer le está salpicando el cogote a Singer con su verborrea de cortejo. Después de pasar de Fellini a Samuel Beckett, el mansplaining llega a McLuhan. Woody-Singer no aguanta más e interrumpe el discurso para interpelar al espectador (mirando directamente a cámara) para decir cuánto le gustaría poder contrastar la interpretación que de la obra de McLuhan hace el académico pretencioso, o pretendiente, con el propio McLuhan. Y, efectivamente, saca a McLuhan de detrás de un biombo y lo enfrenta al charlatán. McLuhan espeta: «(…) en su boca mis ideas suenan a falacias (…)». Pues para los académicos de la minimización del estado y privatización a mansalva, unas palabras de su querido Adam Smith: «El individuo sabio y virtuoso está siempre dispuesto a que su propio interés particular sea sacrificado al interés general de su estamento o grupo. También está dispuesto en todo momento a que el interés de ese estamento o grupo sea sacrificado al interés mayor del estado, del que es una parte subordinada».

Ahí queda eso.

(continuará)