La momia de Mao

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado ESCRITOR Y PERIODISTA

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Cuando se cumplen 40 años de su muerte del dirigente, decenas de millones de personas celebran al responsable de la muerte de decenas de millones. Para que sea posible, su recuerdo retrospectivo también requiere reparaciones ocasionales, igual que su cuerpo embalsamado

10 sep 2016 . Actualizado a las 10:14 h.

Me enteré de la muerte de Mao antes de que lo dijesen en las noticias, porque alguien del PTE había escrito con tristeza en una pared de Lugo: «Gloria eterna al Gran Timonel». Hasta ese punto el líder chino, tan lejano, formaba parte del imaginario de los jóvenes de la década de 1970. En mi instituto los maoístas eran minoría, pero los conocías en seguida porque de vez en cuando soltaban una frase misteriosa, que parecía sacada de la serie Kung Fu y luego resultaba que era del Libro rojo. Nadie sabía gran cosa de lo que pasaba en China, pero ahí radicaba la gran ventaja del maoísmo: era una fantasía, y además tenía un punto exótico, como un budismo con mala leche.

Ayer se cumplían cuarenta años de aquel día de la muerte de Mao Zedong. Los medios contaban una vez su historia: su paciente e implacable ascenso al poder; sus caprichosas ideas económicas que condujeron a la muerte por hambre de decenas de millones de personas; su breve caída en desgracia y su feroz regreso, encabezando aquella ambiciosa empresa de destrucción y caos que se llamó la Revolución Cultural. En ella, Mao supo desatar en su provecho una de las pasiones más nobles, y a la vez más letales, que existen: el idealismo de la juventud. Animando a los jóvenes a denunciar a sus mayores, Mao llevó la idea del conflicto generacional, que en Occidente giraba en torno al pelo largo y los porros, al nivel de un genocidio. Fue la teoría freudiana del deseo de matar al padre cumplida a una escala cósmica. Quizá por eso atraía de forma inconsciente a tantos jóvenes europeos y, siguiendo la moda, a algunos chavales del instituto de Lugo.

Ayer se hablaba de los «cuarenta años de la desaparición de Mao». En realidad, no ha desaparecido, porque sigue ahí. Él había pedido que le incinerasen, pero cuando llegó el momento de su muerte el partido decidió que le sería más útil de cuerpo de presente y decidió embalsamarlo, como Lenin y Ho Chi Minh, con cuyos modelos de comunismo había que competir no solo en este mundo, sino también en el otro. Sin embargo, la cosa no era nada fácil, porque después de los antiguos egipcios el arte de la momificación se había perdido. Para embalsamar a Lenin, los científicos soviéticos habían tenido que inventar su propio método, que mantenían en secreto. Y en ese momento, las relaciones entre Pekín y Moscú eran pésimas.

Al final, los chinos se hicieron una idea de la receta estudiando la momia que los soviéticos le habían hecho a Ho Chi Minh en Vietnam, pero se les fue la mano en las cantidades y en vez de 12 litros de formol a Mao le inyectaron el doble, por si acaso. La cara del líder se hinchó como un balón de baloncesto y su piel empezó a sudar el preparado por todos los poros del cuerpo, como si de repente le hubiese dado un ataque de terror o de culpa. Desde entonces el cuerpo de Mao requiere de reparaciones ocasionales. Yo lo vi hace algunos años, en Pekín, durante un par de segundos, bañado en luz dentro de la urna de cristal que le hizo el mismo fabricante que le confeccionaba sus gafas. Me recordó a Blancanieves.

Ya no se ven maoístas en Occidente. Aquella pintada en Lugo hace muchos años que la borró la lluvia. Pero en China, estos días, decenas de millones de personas celebran al hombre responsable de la muerte de decenas de millones. Para que eso sea posible, su recuerdo retrospectivo también requiere de reparaciones ocasionales, igual que su cuerpo embalsamado. En cuanto a este, todas las noches, un ascensor especial lo baja a una cripta refrigerada para preservarlo por todo el tiempo que sea posible.