Las mejores series del 2016

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Desde «bestsellers» como «Juego de Tronos» hasta piezas tan fascinantes como «The Nigth Of» o «Black Mirror». Desmenuzamos, masticamos y valoramos los títulos dignos de mención de este último año

25 dic 2016 . Actualizado a las 13:54 h.

En este murphyano 2016, la serie, ya despojada de la etiqueta de género menor, supuso un confortable refugio al caos. Demostró a quienes siguen subestimando el formato que no estaba de paso, que ha ganado músculo y que la dinámica del recreo ya no es -mérito suyo- la que era. Las historias se consumen ahora en dosis pequeñas y de nada sirven si no generan adicción. El ser humano alimenta su hambre de entretenimiento a golpe de atracones, una ingestión compulsiva que exige el mismo ritmo frenético de abastecimiento. En cuanto al volumen nada puede reprochársele a este año: la cosecha ha sido prolífica y no por fecunda ha descuidado su calidad. Al contrario. Hasta nueve títulos merecen ser recordados -y recomendados, para los que no hayan hecho los deberes- ahora que la lista y el resumen piden paso.

Stranger Things

Este ejercicio de nostalgia de los hermanos Duffer pasó por dos fases: la del entusiasmo y la ovación, y la del jarro de agua fría de los que se sintieron estafados por un producto sin más pretensiones de ser lo que es, puro entretenimiento. El paréntesis veraniego, que se preveía amodorrado y escaso de estímulos, acogió optimista el estreno de un título que vio en en las tardes de persianas bajadas de julio el momento perfecto para hacer acto de presencia. Elevada a serie de culto por los que orbitan alrededor de los cuarenta, Stranger Things es una aventura. Solo eso. Pero una aventura muy bien montada. El que eligió sus ingredientes fue avispado: grandes hits ochenteros, lo desconocido como monstruo, un plantel de nuevos talentos infantiles y Winona Ryder, bienvenida sea tu vuelta.

Es perfecta en su predictibilidad, explica con pasmosa claridad el nada sencillo expediente X que construye la historia y nos mantiene distraídos y bien contentos a base de identificables dardos de añoranza . Aunque por momentos empache su copiosa evocación estética a ET y a Los Goonies y no haya podido (o no haya querido) resistirse a dejar abierta la puerta a la segunda temporada, ya en marcha, sus ocho capítulos son bonitos, están equipados con una acertada banda sonora y, a fin de cuentas, funcionan. Que es lo que importa.

The Nigth Of

Del descenso a ese infierno que es la adaptación que el guionista de The Wire, Richard Price, y el de La lista de Schinder, Steven Zaillan, han hecho de la serie británica Criminal Justicie para la HBO son pocos los que emergen con indiferencia. Las únicas quejas vertidas sobre The Nigh Of tienen que ver con su ritmo, por momentos exasperante. Es necesaria sin embargo su calma, ese malestar interminable que contribuye a un desasosiego pegajoso, perenne en esta historia criminal -y también judicial- que parte de un prometedor piloto capaz de reclutar al espectador a pesar de lo poco de original que tiene su planteamiento: una persona inocente al que una cadena de desafortunados acontecimientos acaba señalando como el único culpable.

Un buen chico paquistaní le roba el taxi a su padre para irse de juerga. Conoce a chica. Bebe, se droga. Se despierta y su acompañante de cama no respira. Ha sido brutalmente asesinada y él no se acuerda de nada. Los siete episodios restantes del drama intentan desenredar la maraña que mantiene a Nasir Khan entre rejas en una sucia prisión de Nueva York. Pero hay más. La ficción da voz a cuestiones tan crudas como la falsa presunción de inocencia o el racismo en Estados Unidos tras el 11-S, necesarias de abordar ya digerido el atentado y muy especialmente ahora con Trump en el despacho oval, e incorpora en su lista de reclamos a un magistral John Turturro, en la piel de abogado cutre, repugnante hasta la grima, un perdedor de libro que en un primer momento iba a ser interpretado por James Gandolfini. The Nigh Of se quedó sin Tony Soprano, pero ganó a un secundario tan potente que por momentos casi parece el protagonista.

Okkupert (Occupied)

A pesar de que esta ficción noruega fue estrenada en su país de origen en septiembre del 2015, su controvertido argumento tardó ocho meses en cruzar los Pirineos. Cuando lo hizo, le planteó al espectador una distopía política tan viable -cuesta poco imaginar su arranque abriendo los informativos de esta noche- que los que le dieron una oportunidad al primer capítulo, acabaron tragándose del tirón los siguientes nueve, ávidos por conocer cómo acababa la historia. Porque lo que pasa en Okkupert (Occupied), una ocupación blanda de Noruega por parte de las tropas rusas, bien podría pasar mañana. Y entonces qué. La ficción más cara de la televisión escandinava está basada en una idea del genio de la novela negra nórdica, Jo Nesbø: la llegada del líder del partido verde a la presidencia da un vuelco a la política medioambiental del país, que opta por prescindir de la producción de combustibles fósiles en favor de energías limpias y renovables.

Las buenas intenciones de los noruegos con el planeta desembocan en una aguda crisis diplomática con el resto de Europa que los rusos atajan con una invasión silenciosa. No hay declaración de guerra. No, al menos, en voz alta. Pero sí una intervención militar disfrazada de medida de presión, un toque de atención con secuestro incluido que acaba convirtiéndose en un espinoso conflicto político, humanizado con tramas personales varias. A los rusos reales, no a los de la pantalla, la historia no les hizo demasiada gracia. Pero se nos olvida que en Okkupied los malos de la película no son los soldados de Putin, sino las cabezas pensantes de todas la Unión Europea.

Westworld

Jonathan Nolan a los mandos, Ed Harris y Anthony Hopkins a sus órdenes, y la HBO dando la cara y soltando la pasta. Con tales expectativas, mantener el tipo era complicado: Westworld ha sido la serie que más y que menos ha gustado de todo el año. Plantea, tal y como ya lo hizo la película homónima de Michael Crichton en 1973, un parque temático habitado por androides al que sus visitantes acuden tras desembolsar importantes sumas económicas para vivir nuevas experiencias y olvidar sus rutinarias y mediocres vidas.

El germen de la insurrección de las máquinas en este universo en el que ahora el atrezo son fachadas y saloones del Lejano Oeste se olfatea ya en los primeros 60 minutos del remake con disfraz de serie, que se propone no solo propiciar la reflexión sobre la libertad, sino también -y especialmente- sobre la conciencia. Es filosófica hasta resultar pretenciosa, pero no por ello menos interesante: ¿qué es lo que hace humano al humano? ¿dónde están los límites de la identidad?

Love 

Del mismo modo que Westworld y sin tener absolutamente nada que ver con ella, Love encanta y horroriza a partes iguales. No hay tibieza en las opiniones de quienes han visto esta fresca producción de Netflix protagonizada por Gillian Jacobs y Paul Rust. Los que la repudian alegan que sus personajes son sosos, perdedores y miserables; que sus capítulos son entregas deprimentes. Pero es que ahí, en lo doméstico del amor, en el polo opuesto del ideal romántico, es donde se localiza el encanto de esta efímera historia -diez capítulos de media hora cada uno-. Love es la mañana siguiente, es nerd y es cool al mismo tiempo, es Los Ángeles, una inteligente parodia del engranaje hollywoodiense, la vergüenza ajena, la idealización del prójimo, un mañaneo, una estupenda banda sonora y un cameo de Mark Oliver Everett (de Eels). Vale la pena dedicarle sus cinco horas.

American Crime Story: The People v. O.J. Simpson

Entre American Crime, American Horror Story y American Crime Story el espectador tiene la cabeza hecha un lío de narices. Son tres series distintas, a pesar de que las dos últimas comparten familia: tanto productores como cadena. Es más, la segunda está concebida como un spin-off de la primera. En resumen: American Crime, que nada tiene que ver con las otras dos, es una aplaudida miniserie de la ABC con dos temporadas ya emitidas que se centra en temas como el racismo y los abismos sociales, mientras que American Horror Story y American Crime Story han sido definidas como series antológicas, colecciones de temporadas independientes con un denominador común. En la primera, el horror; en la segunda, crímenes reales.

The People v. O.J. Simpson es la primera entrega de American Crime Story -la segunda, en construcción, escarbará en las secuelas del Huracán Katrina- y, para muchos la serie del año. Esta pieza, dividida en diez capítulos, arrasó en los últimos Emmy, volviendo a casa con los premios a mejor guión, actor, actriz, actor y actriz de reparto en su categoría. La gran sorpresa del año recupera el caso de O. J. Simpson, exjugador de la NFL (Liga Nacional de Fútbol Americano) y también actor que, en los años noventa, fue acusado de asesinar brutalmente a su exmujer, Nicole Brown, y a que era entonces su amante, Ronald Goldman, en su domicilio de Brentwood, en Los Ángeles. Espectaculares son las actuaciones de Sarah Paulson y Sterling K. Brown, en los papeles de Marcia Clark y Christopher Darden, miembros del equipo de la Fiscalía. Y en el de la Defensa, no tan brillante pero sí sobresaliente el de John Travolta como Robert Shapiro. La ambientación y un guion que llama a una profunda reflexión reproducen con fidelidad un suceso y su posterior juicio que mantuvo en vilo durante meses a la sociedad estadounidense, boquiabierta frente al televisor, atónita ante tal espectáculo que no lo era, que era real.

Black Mirror

Charlie Brooker lo hizo muy bien en la primera temporada y en la segunda, mantuvo el tipo. También consiguió el aprobado con aquel especial navideño de hace dos años protagonizado por Jon Hamm. Y entonces nos enteramos de que la siguiente dosis llegaría apadrinada por Netflix. Nos entró el miedo y llegaron los sudores fríos, respuesta somática a la firme convicción de que la «americanización» de Black Mirror acabaría con ella. No lo hizo. Puede que incluso la hiciese más fuerte.

(ESTE PÁRRAFO CONTIENE SPOILERS)

Hay entre las seis nuevas porciones de esta tan particular ficción auténticas maravillas, entre las que asoma la cabeza, por niña bonita y punto de inflexión, San Junipero, un capítulo sui generis que se mete a fondo en dos temas que Brooker nunca había encarado de frente, la homosexualidad y la vida después de la muerte. Profundiza además en temas tan universales como la soledad, la pérdida y la esperanza, tirando, como siempre, del hilo conductor d la saga -la tecnología-, que esta vez en lugar de restar, suma. Hábilmente. Sorprendentemente. El episodio hace retroceder al espectador tres décadas y no es hasta mitad del cuento cuando afloran, para recordarle qué es lo que está viendo, los ceros y los unos. Lo que parecía un precioso ejercicio de nostalgia -con cazadores brillantes con fornidas hombreras, mucha laca y hits ochenteros- muta en una encrucijada incómoda en la que el chip se presenta como una apetitosa esperanza a la que aferrarse.

Esta prodigiosa concesión que se permite Black Mirror, siempre tan crítica con la máquina, no es el único episodio brillante de su tercera embestida. Junto a él encabezan el ránking popular de esta última secuencia de episodios Nosedive, tan espeluznante por inminente, y Hated in the Nation, un relato policiaco muy poco al uso y más largo sobre el acribillamiento social y la justicia poética.

Transparent

La primera temporada de Transparent fue una grata sorpresa. Sus hoy firmes defensores suelen coincidir en que se enfrentaron a ella sin tener muy claro con qué iban a encontrarse; algo recelosos, sin mucho entusiasmo. Hubo también quien no consiguió seguir adelante, soportar el esnobismo y la desestructuración de los Pfefferman, tolerar sus estupendas salidas de tono de pijos californianos, sus pasiones feroces y ese afán tan animal de su protagonista por ser otra, por ser quién realmente siempre fue. Los que lo resistieron entraron en un universo tan excéntrico como entrañable y se expusieron a un relato sin ningún tipo de vocación moralista con el que uno aprende no solo a respetar lo diferente, sino también a amarlo.

La tercera temporada de esta intrépida y descarada ficción de Amazon -¿se atrevería la HBO a firmar algo así?-confirma su potencial, ya cimentado en la segunda entrega, y sube un escalón. Es mucho más drástica, mucho más bella, mucho más exigente. Cierra el foco, ahorra en risas y con un esquema triangular -identidad, familia y religión- construye el tramo más trágico y menos cómico de su recorrido. El más valiente. Ya conocemos a sus personajes, sabemos cómo se mueven, cómo acabarán enderezando sus tumbos, qué es lo que les excita y, a estas alturas, tras la última sesión, también lo que desean y por qué lo desean. Todo un ejercicio de valentía.

Juego de Tronos

(ESTE PÁRRAFO CONTIENE SPOILERS)

Hay que incluirla. A pesar de estar trillada y manoseada hasta el hastío; tanto recap, tanta teoría retorcida sobre bastardos y maternidad dragontina, tanta expectación. Pero es que Juego de Tronos no pincha. Cumple con una escrupulosidad abrumadora temporada tras temporada. Van seis y sigue desencajando mandíbulas adiestradas, de esas que captan el giro argumental, de las que no suelen inmutarse. De la entrega que le tocó a este 2016 nos quedamos con sus dos últimos misiles. Con el chico nieve jugando en minoría y con la merienda de los perros, con una Sansa que ya se ha hecho mayor. Pero también con una Cersei, trastornadísima, mala malísima, pulsando el detonador que hizo volar por los aires Desembarco del Rey, con ese bebé en la Torre de la Alegría que confirma lo que ya todos sospechábamos y con la pequeña gran revelación, Lady Mormont. Y, por supuesto, -un minuto de silencio- con el bueno de Hodor.