El carnaval de Río de Janeiro, una fiesta de la lujuria con bastidores pestilentes

AFP

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El contraste entre las luces del Sambódromo y sus inmediaciones parece encapsular las desorientadoras y a menudo dramáticas contradicciones de Brasil

28 feb 2017 . Actualizado a las 16:46 h.

Los desfiles del carnaval de Río de Janeiro ofrecen un despliegue de fantasía y de cuerpos esbeltos con atavíos de ensueños, pero los bastidores del «mayor espectáculo de la Tierra» se hallan en una calle mugrienta con cloacas a cielo abierto.

El contraste entre las luces del Sambódromo y sus inmediaciones parece encapsular las desorientadoras y a menudo dramáticas contradicciones de Brasil.

En la pasarela de 700 metros, con tribunas que dan acogida a 70.000 espectadores, desfilan las «escolas do samba» haciendo gala de una precisión castrense y de un desborde de imaginación que encandila los sentidos con sus colores, ritmos y danzas vitales y sensuales.

Cada escuela alinea a unos 3.500 figurantes que avanzan por la famosa pista en bloques, alternando con las carrozas alegóricas, cubiertos de lentejuelas y plumas y con los cuerpos untados con aceites que realzan todos los reflejos de la noche.

Pocos minutos antes, sin embargo, se hallaban concentrados bajo la luz mortecina de la Avenida Presidente Vargas, que corre junto a un canal cargado de aguas residuales y de todo tipo de pestilencias.

«En el Sambódromo, todo es sueño, pero aquí estamos en la realidad, que no es ningún sueño», afirma Georgina de Oliveira, una mucama de 62 años, que hace fila frente a uno de los fétidos baños químicos instalados en la avenida.

Río, entre la bella y la bestia

En la Presidente Vargas se alinean carrozas y figurantes y se ultiman maquillajes y vestuarios antes de la irrupción en la célebre pasarela.

La importante arteria está cubierta de graffitis. Un imponente edificio, que en una época fue un hospital universitario, se halla abandonado, aunque en su entrada conserva el letrero: «Al servicio de la comunidad».

La vía, que conecta la empobrecida zona norte al centro de Río, se puebla durante el carnaval de colores y de ritmos que emanan alegría.

El domingo por la noche, en la atiborrada avenida uno podía toparse con guerreros africanos corriendo junto a participantes disfrazados de cuchillos y tenedores, a mujeres de largas piernas con diminutas tangas brillantes o a un enorme emperador romano consultando su teléfono celular.

Muchos aguardan su turno sentados en el piso, escoltados por las descabelladas carrozas del tamaño de un autobús, transformadas en manadas de camellos dorados o en un palacio árabe.

Daría para evadirse por un momento de la realidad, si no fuera por la combinación de olores que proceden del canal, de los baños y de las alcantarillas cargadas de orín y cerveza.

Consuelos

El municipio evalúa en cerca de 1.000 millones de dólares el aporte del carnaval a la ciudad. Poco y nada de esa suma se destinará a mejorar los bastidores del Sambódromo ni el sistema de cloacas de la zona. Y los pobres buscan expedientes para sacar alguna tajada de ese intempestivo aflujo de público y dinero.

Jonathan Torres Ribeira, de 23 años, recoge para reventa latas de cerveza y gaseosas; en 24 horas puede ganar 500 reales (160 dólares), diez veces más que en un día normal.

Su principal dificultad es cargar su bolsa de latas en medio de una multitud disfrazada de dioses solares, de vegetales, de peces o de los más inverosímiles motivos. «Es realmente difícil circular», afirma.

En la otra orilla del canal, se aglomeran personas que observan, gratuitamente, el ingreso de las formaciones en el Sambódromo. Elaine Pereira da Costa, de 60 años, balancea con tristeza la cabeza cuando se le pregunta sobre esa extraña proximidad entre esplendor y miseria.

«El gobierno quiere dinero y eso es todo», afirma la mujer, haciéndose eco del descontento de la población contra los políticos desprestigiados por los escándalos de corrupción. «Pueden verte aquí tapándote la nariz, pero no les importa nada», agrega.

Pero cuando la escola Uniao da Ilha se agrupa después de horas de espera y empieza a avanzar, su expresión se trastoca.

«¡Mira qué belleza!», le dice a su cuñada, admirada por la colorida oleada que avanza en perfecta armonía. «¡Santa Virgen, qué belleza!», repite.