«Carballo permanece en mi memoria»

JOSÉ SIERRA

ACTUALIDAD

BASILIO BELLO

Dejó el municipio hace más de medio siglo, pero conserva recuerdos nítidos

11 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

La marcha de mi familia de Carballo en (creo) 1964 supuso para mí (y me parece que también para mis hermanos) un corte vital de un calado que sólo ahora empiezo a calibrar. La manifestación más clara de ello es que mis recuerdos de allá (es decir, de ahí) son muy escasos y fragmentarios, sepultados como quedaron en la experiencia formadora de Valladolid, la que subjetivamente se me aparece en primer plano.

Lo que quedó (y ahí abajo sigue estando, suspendido y como congelado, duro como piedra, y tan mudo como ella), lo que quedó es, sin embargo, muy vívido. De Leus, desde luego: la humedad de los pasillos, la enorme estatura de Pallas, la mala leche de Regueira, la dulzura severa y humorada de Visi, la seriedad inteligente de Marina, los patios de recreo y sus entornos, el trompo, las chapas con imágenes de futbolistas protegidas por un cacho de cristal raspado contra una piedra y sujeto con jabón. Y, claro, las bolas (marmoleras, bolicheras, renoles y otras de puro barro, cuyo nombre se me escapa como el agua entre los dedos), jugar con ellas a cagalas o a debelas, los bolsillos abultados de algunos compañeros especialmente diestros en ello (¿Piusquiña, tal vez?)

Pero es sobre todo Carballo mismo lo que mejor (o menos mal) permanece en mi memoria: el serrín y la laboriosidad de una carpintería (¿de los padres de Gari?), la carnicería y la casa de Rusiño, un futbolín, algún paraje de baño del río, una lareira detrás de nuestra casa en la calle del Sol (y los cortejos fúnebres que pasaban por ella, a ventanas cerradas), los cines, los moinantes (sobre los cuales encontré hace no mucho algún estudio antropológico), alguna pedrea más allá de Leus, las playas de Razo y de Balarés, y la inmensa variedad de animalillos que un niño descubría en ellas; el amor de mis padres, el nacimiento de mi hermana (en 1957), los juguetines que un hombre vendía al lado del Ayuntamiento a la voz de «son de la casa Gautichave de Buenos Aires», una librería y papelería, un desván con gallinas, la iglesia: la Iglesia, saturando los poros de nuestras vidas (don Venancio, el bueno de don Antonio).

Y sobre todo, sobre todo el habla, que me cuentan que llegué a chapurrear y que, cada vez que la oigo, algo se me mueve muy adentro, aunque no sepa exactamente dónde. ¿Y sabes qué? Mucho me gustaría recordar algo de la política o, más bien, de las actitudes políticas entonces. Pero nada apenas queda (porque quizá casi nada hubo): al fin y al cabo, un niño (incluso un niño de una familia castigada por el franquismo) no podía sino intentar leer en los mayores, en sus palabras quedas y en sus silencios, pequeños signos casi incomprensibles: algo como un run-run en Marina, el pequeño terremoto político que para mis padres hubo de significar ver en A Coruña El evangelio según San Mateo, de Pasolini, algún comentario de mi padre acerca del caciquismo de Coristanco. Demasiado poco, como ves.

¿Y luego? Un medio amor gallego, el seguimiento semanal de A nosa terra durante algunos años, lo mucho que aprendí leyendo a José Antonio Durán, un estudio de sociología del trabajo sobre los talleres de Zara en Carballo (en el marco de un programa nacional titulado El trabajo invisible, a cargo del grupo de investigación Charles Babbage), una atención expectante a las mareas ¡Ah!, y Beiras. Allá a los muy comienzos de los años 80, mi departamento lo invitó a dar una conferencia en Santander sobre asuntos campesinos y de la pesca de bajura.

Llegó con toda su humanidad, echó mano al bolsillo, sacó un envase de manteca Reny Picot y empezó: «Vengo en avión de […donde fuese, que no me acuerdo], y esto, esto [alzando el envase hasta lo alto de su brazo alzado], esto es todo un símbolo de la específica articulación del capital. Iberia, una empresa española, nos sirve mantequilla francesa… ¡habiéndola tan buena en Galicia!».

Al final, no sé qué se hizo del pobre envase, pero lo de dentro comérselo no se lo comió.

«La humedad de los pasillos, la enorme estatura de Pallas, la mala leche de Regueira..»