Una víctima de una agresión sexual: «Yo no hubiera pasado la prueba del detective»

Ruth M. Bao

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Jesus Diges | Efe

Una mujer cuenta su experiencia en un terrible relato: «Cuando escucho que alguien cuestiona que una víctima pueda salir de noche y haga una vida normal me hierve la sangre»

04 abr 2018 . Actualizado a las 13:06 h.

Fue un 24 de octubre, creo. Hace ya siete años (he tenido que comprobarlo, y eso me restaría mucha credibilidad ante un tribunal). No eran ni las ocho, aunque parecía de noche en Madrid. Decidí volver a la facultad para dejar el coche bien aparcado y no tentar a la suerte si pasaba por allí la grúa. Era el mismo camino de siempre, un trayecto poco iluminado, con vegetación a uno de los lados, un buen escondrijo para las alimañas. Cuando ya estaba llegando a una avenida con más tránsito, alguien salió de la nada. Vino por detrás y me dio un cachete. Soltó como un suspiro de alivio y luego la típica frase que cualquier mujer en este país está cansada de escuchar. ¿Ese culito me lo follaba yo? Es curioso, soñé con esas palabras más de un año. Incluso despierta. Pero hoy sería incapaz de reproducirlas con exactitud (cada vez, mi versión tiene menos peso). Asqueada e indignada, seguí mi camino. A la vuelta, pensé en coger un bus. Eran solo 15 minutos a pie, pero no quería volver a encontrarme con ese tipo. Me convencí de que le estaba dando demasiada importancia y volví sobre mis pasos, hacia casa.

Según la luz se iba haciendo más tenue me fue invadiendo el miedo. Decidí llamar a una buena amiga. Le conté lo que había pasado mientras seguía andando. Entonces, aquella voz repugnante pegada a mi oreja otra vez. No lo vi acercarse. Ya estaba detrás de mí y me agarró. Quise gritar, pero no salió nada. Ni un gemido. Nunca me había pasado nada parecido y no me volvió a suceder (¿cómo explico al juez la afonía repentina?). Oía a mi amiga preguntarme qué pasaba al otro lado del móvil. Quería decírselo, pero las palabras se quedaban atrapadas en la garganta. No entendía qué me pasaba. Mientras, él me manoseaba y todas mis fuerzas se centraban en que dejase de tocarme y en que no siguiera ganando terreno hacia la zona arbolada.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que, en el forcejeo, los dos tropezamos. Pero sí cada rincón que recorrió, aquella voz, su olor a alcohol... Fue solo un segundo, pero me soltó y pude separarme de ese malnacido, capaz de arruinar una vida en cuestión de minutos. Cuando había avanzado unos metros miré para atrás y vi cómo se metía entre los matorrales, arrastrando aún el pantalón por los tobillos. Seguía avanzando y mirando para atrás, por si venía. «¡Ruth! ¿Qué pasa? ¡Dime algo!». Rompí a llorar. «Pide ayuda», insistía. «¿No hay nadie cerca?». Sí, a lo lejos veo a un chico. «¡Pero grita! Acércate y cuéntale qué te pasó. Yo voy de camino». Me estaba asfixiando entre el llanto, la angustia, dar explicaciones... Seguí la voz de mi amiga y cuando me di cuenta estaba montada en una ambulancia. Me quité el jersey, sudaba como un pollo y alguien reparó en los arañazos. «¿Te los ha hecho él?». No lo sé, fue todo muy rápido (conclusión, un parte con contusiones varias que se pudo causar la propia denunciante; la defensa cae en picado). Fui a denunciar. Nunca lo cogieron. «Salió a la carrera y consiguió escaparse», me dijeron. Fin de la historia.

¡Ojalá! La historia trae cola, siete años. Estrés postraumático, lo llaman. Lo gracioso es que si lo hubieran cazado y para su defensa en el juicio pusiera a unos detectives a seguirme podrían haber presentado fotos, a la semana, viéndome bajar al supermercado. Lo que no se vería en ellas es la marca de las uñas clavadas en la palma de la mano cuando entraba en el portal, tiritando de miedo, ni cuando las lágrimas caían todas juntas al atravesar la puerta de mi habitación. Al mes, adoptando a un perro y sacándolo a pasear. Lo que no enseñarían esas imágenes es que era parte de una terapia para obligarme a salir a la calle, incluso al atardecer, cuando se multiplicaban los fantasmas detrás de las sombras. Tendrían pruebas de mi viaje a Galicia, pero no del llanto de mi madre cuando le conté qué me había pasado. Y no tardé mucho en salir de fiesta una noche, tratando de recuperar la normalidad. Podrían fotografiar una sonrisa impostada que me esforzaba por tener en público, pero no les alcanzarían los carretes para todas las noches de pesadillas, de insomnio y de rabia.

Hice verdaderos esfuerzos por rehacer mi vida, por no sentirme estigmatizada. ¿Tendría que sentirme culpable por eso? Todavía hoy pienso en si me habré arreglado demasiado para salir a la calle, si acabaré llamando una atención indeseada. Todavía se remueve algo en mí cuando se acerca el primer mes de frío del otoño, cuando camino sola por una calle demasiado oscura. Instintivamente me giro para comprobar que no hay nadie detrás. A veces las imágenes se escapan de esa caja fuerte en la que intento encerrarlas y se me saltan las lágrimas. He tenido que dejar de ver películas en las que salgan violaciones o, simplemente, aprender a llorar en silencio en el cine. Por eso, cuando escucho que alguien cuestiona que una víctima pueda salir de noche y haga una vida normal me hierve la sangre. ¡Qué fácil es opinar desde la barrera! Para las que lo vivieron en primera persona y han vuelto a salir a la calle mi enhorabuena. Hay más de las que se piensan, aunque solo lloren cuando se apagan los focos. Alguna puede estar en su misma oficina y hasta ahora no se habían enterado. ¿Para qué contarlo? Muchas ni siquiera habríamos pasado la prueba del detective.

Esta pieza ha sido firmada con un seudónimo para preservar la identidad de la autora.