Y el dinero se convirtió en papel...

Gabriel Lemos REDACCIÓN / LA VOZ

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Keystone | Efe

Los ataques al dólar sembraron dudas sobre la fortaleza de la divisa y llevaron al fin de la convertibilidad en oro

09 mar 2018 . Actualizado a las 08:26 h.

La crisis financiera más grave desde el crac de Wall Street en 1929. Un «sistema supercapitalista asediado por los especuladores». Por la prosa que se empleaba en los periódicos, podría ser el relato de la última gran crisis, la que comenzó con la caída de Lehman Brothers en el 2008 y cuyos efectos, en forma de precariedad y pérdida de poder adquisitivo, aún se notan hoy en día. Pero hace ya 50 años de estas crónicas.

El 9 de marzo de 1968, los guardianes del dinero, los banqueros centrales de Estados Unidos y de las principales potencias europeas, se reunían en la ciudad suiza de Basilea, con gran secretismo, para intentar poner freno a los ataques que desde hacía semanas sufrían el dólar y la libra esterlina. Las dos divisas sobre las que pivotaba el sistema monetario internacional desde los acuerdos de Bretton Woods que, enterrado el patrón oro, entronizaron al billete verde como el pilar de la economía capitalista tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Las bases del pacto estaban claras: la moneda estadounidense sería la única convertible en oro (con un cambio estable de 35 dólares por cada onza), mientras que el resto de las divisas mantendrían un tipo de cambio fijo respecto a la moneda estadounidense, en la que realizaban parte de sus reservas. El modelo funcionó durante años y propició, como explica el economista Xosé Carlos Arias, un período de fuerte crecimiento y estabilidad económica, especialmente en los cincuenta y los sesenta.

Pero a finales de los sesenta, las costuras del sistema económico empezaron a estallar. Estados Unidos, que era árbitro pero también parte, había utilizado su posición de dominio en beneficio propio, y había imprimido más dólares de los que respaldaban sus reservas. Una trampa que permitía al país elevar artificialmente su nivel de vida y financiar un gasto público desbocado por la Guerra de Vietnam.

Una práctica contra la que se reveló el presidente francés, Charles de Gaulle, que denunció activamente la ventaja competitiva de la que disfrutaban los Estados Unidos y que abogó por la vuelta al patrón oro. Como su propuesta no triunfó, decidió enviar los dólares que atesoraba en reserva el Banco de Francia para recibir, a cambio, un barco cargado de oro.

La «fiebre del oro»

Pero De Gaulle no era el único que desconfiaba del valor real del dólar y, ante las dudas sobre la fortaleza de la divisa que debía actuar como ancla del sistema monetario -acentuadas por la devaluación de la libra esterlina un año antes-, en 1968 se desató lo que se bautizó como la fiebre del oro. ¿Para qué correr riesgo atesorando unos billetes que podían no tener el valor que se les atribuía pudiendo cambiarlos por algo tangible y que no se iba a devaluar, como el oro?

Ante los ataques de los especuladores, los banqueros centrales de las grandes economías occidentales decidieron crear un doble mercado del oro, uno oficial, que mantenía el cambio fijo de 35 dólares por onza, y otro liberalizado para los particulares.

Pero al final todo quedó en un parche y en 1971 llegó lo inevitable: el presidente Nixon cedía a la presión de sus consejeros y anunciaba el fin de la convertibilidad del dólar en oro. El dinero se convertía en papel. Sin el respaldo de ningún bien ni metal precioso (no intente ir a la sede del BCE a Fráncfort a cambiar sus euros por oro -que, por si se hace la pregunta, ya se paga a más de 1.300 dólares la onza-), entraba en juego otro elemento: la confianza. Fe en que los bancos centrales y los Gobiernos respetarán el valor asignado a sus divisas.

A partir de este momento, explica Arias, la economía entró en una fase de fuerte inestabilidad que, unida a la crisis del petróleo, provocó la tormenta económica de los setenta. Pero esa ya es otra historia...