La vida sin iris de Fran

R. Domínguez A CORUÑA / LA VOZ

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MARCOS MIGUEZ

Con 17 años y la vista muy mermada, pide que se le reconozca su discapacidad para optar a ayudas y poder ir a la universidad

11 may 2019 . Actualizado a las 09:00 h.

No tiene los ojos negros, aunque lo parezca. Su mirada opaca también es genética, pero poco tiene que ver con el color que tanto define los parentescos. Fran Amor Llopis nació, como su madre, sin iris. Y así, sin pupilas, se acerca a la mayoría de edad con esfuerzo redoblado y una lección por filosofía de vida: «Soy consciente de que no tengo las mismas capacidades, pero no lo veo como un problema, sino como una oportunidad para autosuperarme», resume este joven de Oleiros que lleva lupa a clase, pide a sus profesores que reciten lo que escriben para tomar apuntes de oído, y hace los exámenes en DIN-A3. «La letra por debajo del cuerpo 14, imposible», resume.

La aniridia, que así se llama su enfermedad rara, no le permite, por ejemplo, salir a la calle sin protegerse del sol. La fotofobia es solo una de las consecuencias de una patología degenerativa que afecta a una de cada 90.000 personas y que predispone a muchas otras, como el glaucoma y las cataratas. «Solo tiene un 24 % de visión», dice su madre, Sandra. Ella, con 40 años, ya solo conserva un 8 %. De ahí su incomprensión más absoluta a que «no le reconozcan lo que es un derecho» y, con ello, alguna oportunidad para quien nació con ellas mermadas. El grado de discapacidad oficial, y provisional, de Fran es del 58 %, insuficiente para obtener ayudas, y «le pusieron que tenía un trastorno común en el iris, cuando no puede tener algo en un órgano que por desgracia no tiene», recalca la madre. El real, asegura la familia con los informes de su oftalmólogo en la mano, supera el 70 % y le daría acceso a algunos apoyos, como la posibilidad de comprar una especie de prismáticos especiales para sus clases de segundo de bachillerato.

El sueño de ser cirujano

«Acabó la ESO con una media de 8 y primero de bachiller con un 7», recalca orgulloso su padre, Javier, que ha comprobado que «lo que a otros le cuesta una hora leer, a él le lleva tres». «Quería ser cirujano desde pequeño», añade. «Sé que no voy a poder, por mi vista, por eso he pensado en Psicología, creo que podría ayudar a la gente», dice el muchacho. De los tropiezos, incluido un capítulo de acoso escolar, ha sido capaz Fran no solo de levantarse y continuar. «Creo que fue por aquello del instituto que piensa en cómo echar una mano a otros», reflexiona sobre la vocación de su chico el padre, enfermero de la familia y entrenador acompañante. Porque el chaval, además, corre desde los 6 años y en la estantería del salón una galería de trofeos es el escaparate de la satisfacción. «Tengo 57», especifica quien sabe bien cuánto cuesta cada triunfo. Entre ellos, algunos de reconocimiento al esfuerzo de quien se ha negado a correr en categorías especiales. «Podría hacer el recorrido con los ojos vendados, me lo aprendo de memoria», explica sobre cómo fija en la mente en qué punto está cada bache o repecho a lo largo de cinco kilómetros. Javier lo guía en bici en competiciones como la de Medal, la última en la que ha recibido más de un merecido homenaje.

Sandra, que sabe como nadie lo difícil de vivir sin iris, lamenta más que nadie que «el niño», como ella dice, «sea una copia mía». Pero lo es. De ahí su pelea para que le reconozcan un grado de discapacidad permanente superior que ella tiene concedido, de forma definitiva, desde los 13 años. «¿Qué va a ser de él si no tiene ayudas para estudiar, en qué va a trabajar? Yo no quiero que pase por lo mismo, quiero que vaya a la universidad», insiste la madre, muy disgustada por una lucha que dura ya cinco años y de la que culpa «no a la Xunta, sino a cuatro funcionarios que ni saben lo que es la aniridia, ni tampoco quieren escuchar, ni preguntar; por desgracia -añade- yo sí lo sé porque llevo 40 años viviendo con ella».

Política Social asegura que en el caso de Fran, pendiente de revisión en octubre, se ha corregido el diagnóstico inicial, y que su grado de discapacidad se ha establecido ajustándose a los baremos normativos en función de la repercusión de su patología en las actividades cotidianas. Dice la Administración que su discapacidad, siempre revisable, es objetivable en campo y agudeza visual. Sin embargo, Sandra asegura que en las revisiones de valoración «ni encendieron la pantalla para ver si podía leer las letras».

¿Y Fran? ¿Qué piensa de todo esto un adolescente? «Creo que alguien no está haciendo su trabajo como debería», dice el chico sin iris, poca vista, pero visión clara.