Un millar de caminantes hacia EE.UU.: «Arriesgar es mejor que nada»

Cristian Pineda SAN PEDRO SULA / E. LA VOZ

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Para algunos es la primera vez que inician el camino desde Honduras a Estados Unidos, para otros es ya una rutina

17 ene 2019 . Actualizado a las 11:23 h.

La fría lluvia cogió por sorpresa al millar de integrantes de la caravana de migrantes en San Pedro Sula, en Honduras. Con sus ropas empapadas y cubriéndose con plásticos y cartones, hombres, mujeres, niños y ancianos iniciaron su travesía hacia Estados Unidos. La movilización de fuerzas del orden y autoridades migratorias hizo que la marcha adelantara su salida a las nueve de la noche local del lunes (cuatro de la madrugada del martes en España).

Una de las principales avenidas de la que fue por muchos años la ciudad más violenta del mundo se convirtió en la salida de una marcha de más de 4.500 kilómetros que separan San Pedro Sula del límite entre México con Estados Unidos, y en la que deben atravesar tres fronteras. La primera es la que une Honduras con Guatemala, ubicada en la zona de Corinto; la segunda la de Guatemala con México, generalmente los migrantes la cruzan por Ciudad Hidalgo, en el estado de Chiapas, ya que es la que cuenta con menos vigilancia y más facilidades geográficas para ser burlada; y por último Tijuana y Laredo, los límites de México y Estados Unidos, donde se produce la mayor entrada de inmigrantes ilegales.

Al resguardo de observadores del Centro de Investigación y Promoción de los Derechos Humanos (Ciprodeh) y el apoyo de algunos ciudadanos que brindaban transporte, alimentación y apoyo moral, los miembros de la caravana entre lágrimas y despedidas de sus seres queridos arrancaron su trayecto con la esperanza de una vida mejor.

«No queda otra»

Santos Antonio tiene 26 años, es un joven originario de la ciudad de La Creiba. Hace dos años se graduó en la universidad en Psicología, carrera que cursó con ganas de ayudar a la sociedad. Sin embargo, las limitadas o casi nulas oportunidades laborales obligaron a Santos a buscar el mal llamado sueño americano. «Mire, compa [tío], estuve cuatro años fuera de mi casa viviendo en la capital por que en la universidad de mi ciudad no había la carrera que yo quería, entonces mis padres podían apoyarme», explica. «Pero, lastimosamente, mi padre enfermo y mi madre tiene que cuidarlo, llevo desempleado dos años haciendo solo trabajos informales y dando clases en un centro infantil». Santos confía en que su primo que vive en Miami le eche una mano. «Si logro cruzar él me va ayudar con el trabajo, ya hasta me saqué un curso de inglés para tener mejores oportunidades», afirma.

Como Santos la gran mayoría de hondureños cuenta con un familiar viviendo en Estados Unidos. Según la Dirección de Asuntos Consulares de la Cancillería de Honduras, aproximadamente un millón de ciudadanos de este país viven fuera de sus fronteras: en su mayoría en Estados Unidos, unos 850.000 catrachos (como se conoce coloquialmente a los hondureños), cerca de 50.000 en España, y unos 25.000 en Italia y Canadá. Las crisis políticas y la facilidad de migración en los años 80 favorecieron el éxodo de los países del triángulo norte (Guatemala, Honduras y El Salvador). A principios de los años 90 los índices de migración bajaron hasta casi el final de esa década, pero los problemas económicos, los desastres naturales y el resurgimiento de carteles de droga y las maras detonaron de nuevo la inmigración.

Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la tasa de desempleo es del 7 %, lo que para un país de nueve millones de habitantes con menos de seis millones activos, supone que más de 420.000 hondureños están en el paro.

Novatos y reincidentes

Toda clase de personas forman parte de la masiva caravana. Para unos es la primera vez que tratan de cruzar hacia Estados Unidos, pero para otros ya es una rutina. Es el caso de Miguel Díaz, al que todos llaman Miguelón por su envergadura. Esta es la cuarta vez que emprende la ruta; la primera fue con 18 años. 

«Esa vez fue fácil llegar. Tampoco es que fuese bonito el camino, pero no había tanta policía ni retenes. Lo más que sufrimos fue el desierto, tres días caminando y solo con un bote de agua por persona. Al salir de allí, una corrida, nos subimos a una furgoneta y listo: estaba en Estados Unidos. Allí estuve trabajando cuatro años, me portaba bien y todo. Hasta ahorré para un terreno, pero un día por descuido fui a un supermercado que no era al que iba siempre y al salir había redada de migrantes y me agarraron. Como no tenía historial me despacharon rápido».

Según datos publicados por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) hasta junio del 2018 se contabilizaron 36.600 personas deportadas de Estados Unidos a Honduras, en su mayoría hombres, pero también más de 6.000 menores de edad, algunos de ellos sin ningún adulto acompañándolo.

Pero Miguel Diaz, volvió a intentarlo, esta vez acompañado de su mujer. «Fue difícil porque había pasado lo del atentado a las torres [el 11S] y todas las fronteras estaban bien vigiladas». El paso fronterizo de Laredo estaba muy vigilado, así que fueron por Tijuana. «Allí estuvimos 21 días casi sin comer, ya que no llevábamos dinero para estar tanto tiempo. El coyote nos cobró carísimo, pero cruzamos. Como yo ya hablaba un poco de inglés encontré trabajo más rápido, mi esposa estuvo cuidando niños y en servicios de limpieza».

Pero todo se torció cuando «una gringa no le quiso pagar [a su mujer] y la denunció para que la deportaran». Volvió a Honduras embarazada de un mes. «Yo trabajé seis meses casi sin descanso ahorrando para el parto de la niña. Mi idea era dejarme capturar y venir al nacimiento de mi primera hija, pero como ya tenía historial la policía me capturó y me envió a una prisión federal casi un año», explica.

«Cuando me deportaron estuve un año con trabajos pequeños, pero, como todo padre, quería darle a mi hija una vida mejor, así que me volví a ir. Esta vez yo solo, sin dinero ni coyote, tardé cinco meses en cruzar México». «Me tocó feo: días sin comer y durmiendo en parques e iglesias y trabajé de todo: mecánico, pintando casas, de payaso y hasta cantaba en la calle, casi me hago famoso», comenta entre risas. Esa vez estuvo 10 años en Estados Unidos, pero «sin poder optar a ningún tipo de legalización por mi historial de arrestos». «Me iba bien, pero no podía salir ni a la esquina por miedo; no aguantaba». Como tenía su negocio, regresó por el mismo lado que llegó. «El único mojado que se va de Estados Unidos a México», recuerda.

Ahora ha optado por regresar de nuevo a la tierra prometida. «Sé que no me va a faltar el trabajo, sé también que las cosas están feas en las fronteras por las órdenes del presidente [Trump] pero Dios no abandona».

Al ser capturado sin portar documentos por tercera vez, Miguelón se arriesga a una condena de entre tres a doce años de prisión dependiendo el estado que lo juzgue, así como a una expulsión sin derecho a perdón por parte de las autoridades al ser declarado persona non grata.