«¡Se cae la aguja, se cae la aguja!»... y se cayó ante los ojos llorosos de los parisinos

ALEXANDRA F. COEGO PARÍS / CORRESPONSAL

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La humareda dejó un atardecer extraño. A medida que el cielo se oscurecía, algunos abandonaban el paseo, resignados, con la catedral ardiendo a sus espaldas

16 abr 2019 . Actualizado a las 15:53 h.

Arde el corazón de París. Apenas media hora después de detectarse el incendio, miles de personas se agolpaban en la orilla derecha del Sena, turistas y locales observando con tristeza y rabia cómo el fuego consumía la catedral de Notre Dame, símbolo de la capital desde hace 850 años.

Mientras los famosos buquinistas guardan sus libros y cierran sus kioscos, unos niños sentados sobre el muro miran la catedral consumiéndose entre las llamas, sorprendidos y curiosos, como si se tratase de una escena de ciencia ficción. Y es que las lenguas de fuego no dejan de crecer, tragando por completo el tejado de la catedral. La multitud, teléfono o pañuelo en mano, desborda el paseo y se derrama en los puentes cercanos y en la plaza del ayuntamiento. Poco antes de las ocho, al coro incesante de sirenas se le unen las exclamaciones de horror: «¡Se cae la aguja, se cae la aguja!».

Ante miles de ojos incrédulos, la espiga central que coronó el templo durante 159 años cede a las llamas y cae sin estruendo, sus 750 toneladas de madera y plomo destruidas por el fuego y tragadas por el humo. El lúgubre silencio lo rompe el doblar de las campanas de una iglesia cercana y una fuerte discusión entre varias personas y dos turistas a las que acusan de haber soltado una sonora carcajada cuando la aguja se precipitó. «¡Tened un poco de respeto, por favor, es terrible esto que nos está pasando!» les suelta una mujer mientras se alejan.

A lo largo del paseo, apoyados en el muro o caminando frenéticamente entre la gente, unos tratan de hacer una llamada, otros lloran y algunos se santiguan. Con la mano temblorosa tapándole la boca y los ojos abiertos como platos, Marion Latour, procedente de Montpellier observa la escena. «Salí del trabajo y vi la humareda entre los edificios», cuenta la joven de 23 años, dependienta en un comercio cercano.

«Al principio me pareció que quizás había una manifestación con bengalas o un incendio no muy grande, en un apartamento, pero, a medida que me acerqué, la columna de humo era cada vez más grande y de un color que no es normal», explicó. Habitante de París desde hace cuatro años, no puede contener la emoción. «Todos los días paso por aquí de camino al trabajo y siempre la veo, uno no se acostumbra; no sé cómo la voy a ver mañana», lamenta.

De la tristeza, a la cólera

En cuanto las primeras informaciones comienzan a indicar que podría tratarse de un accidente ligado a la renovación del edificio, Christophe Vignal, jubilado procedente de Créteil, un barrio al sur de la capital, ya ha encontrado a su culpable. «Mire, mire ahí, en esa ventana del ayuntamiento», dice señalando una vidriera cubierta por unas cortinas opacas, «desde ahí ve la señora Hidalgo el espectáculo».

PHILIPPE WOJAZER | Reuters

Varias cabezas asienten, aunque las alcaldesa se encuentra en la dirección opuesta, dentro del perímetro de seguridad que rodea Notre Dame. «Si van a tardar en reconstruirla lo que tardaron para renovar la Plaza de la República, no vamos a tener catedral para rato», añadió, haciendo alusión al proyecto de peatonalización de su predecesor Bertrand Delanoë, también socialista, a quien le llevó cinco años hacer de su promesa electoral una realidad.

La humareda deja un atardecer extraño. A medida que el cielo se oscurece, algunos ya abandonan el paseo, resignados, y desaparecen en las bocas del metro o entre calles estrechas, la catedral aún ardiendo a sus espaldas.