Alfredo Pérez Rubalcaba, el gran muñidor del socialismo español

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El mayor éxito del todopoderoso exvicepresidente del Gobierno Alfredo Pérez Rubalcaba fue el final de ETA; y su mayor derrota, la aplastante victoria de Rajoy en el 2011

11 may 2019 . Actualizado a las 10:15 h.

Un ictus logró lo que nadie había conseguido hasta ahora en España: acabar con el incombustible Alfredo Pérez Rubalcaba (Solares, Cantabria, 1951). El muñidor por excelencia de la política nacional durante tres décadas, el extraordinario orador y temible parlamentario, el hombre de Estado, el gran superviviente del PSOE, nos ha dejado, con solo 67 años, en medio de las condolencias unánimes de un partido en el que lo fue todo. Salvo presidente del Gobierno. Se quedó a un solo peldaño del puesto: fue el número dos plenipotenciario de Zapatero, que en octubre del 2010 lo nombró vicepresidente primero, lo mantuvo al frente de la cartera de Interior para que acabase de rematar a una ETA acorralada y le entregó la portavocía del Ejecutivo. Ningún político español -excepto los presidentes- había acumulado hasta entonces tanto poder en sus manos.

El milagro que demuestra la capacidad de sobreponerse a todo de este antiguo velocista y acérrimo fan del Real Madrid (la única pasión que le hacía perder los papeles) es que Zapatero le entregó las llaves de la Moncloa después de que, en el congreso en que resultó elegido, Rubalcaba hubiese apoyado a su gran oponente: José Bono. Así era el astuto Alfredo. Cuando tocaba, fue el más zapaterista. Pero antes había sido el más felipista de todos. Con González fue ministro de Educación y de la Presidencia, y le tocó ser su último portavoz. Desde aquella sala de prensa convertida en un búnker tuvo que resistir los despiadados ataques de la oposición popular por los GAL y los casos de corrupción. Aquella embestida acabó por tumbar al indesmayable Felipe. Y sirvió para que el PP bautizase a Pérez Rubalcaba, sin mayores matices, como el «portavoz de los GAL».

Los populares tampoco le perdonaron nunca la frase que pronunció el 13 de marzo del 2004, la jornada de reflexión de las elecciones, tras escuchar la versión del Ejecutivo de Aznar sobre los atentados del 11-M: «Los ciudadanos españoles se merecen un Gobierno que no les mienta». Al día siguiente, Zapatero ganaba los comicios.

Fue tan querido por los suyos como temido por sus rivales, que lo consideraban el maestro de las maniobras entre bambalinas. Algunos sectores de ultraderecha llegaron a acusarlo de ser el inductor de los atentados del 11 de marzo. Otros se conformaron con elevarlo a la categoría de un resucitado Maquiavelo o un luciferino «príncipe de las tinieblas». También con él al frente de Interior se empezó a hablar de las «cloacas del Estado». Rubalcaba, siempre irónico, cultivó esa imagen de intrigante genio del «lado oscuro» para amedrentar a sus enemigos de dentro y fuera del partido.

Antes de entregarse a sus dos grandes pasiones -la química y la política-, Pérez Rubalcaba pasó por los pupitres del madrileño colegio del Pilar (el mismo en el que estudió Aznar y buena parte de las élites de la capital) y practicó con entusiasmo el atletismo. Se especializó en los 100 metros lisos y llegó a obtener una marca de 10,90 segundos en esta distancia en los campeonatos universitarios. Pero una lesión puso punto final a su carrera como velocista y, después de obtener su puesto como profesor de Química en la Complutense, se convirtió en el más sagaz corredor de fondo de la política española.

Sobre su otra cara, su carácter cercano, habla el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidade de Santiago y columnista de La Voz de Galicia Roberto Blanco Valdés, que recuerda que en el 2010, el día que un grupo de radicales hicieron estallar una bomba casera en su residencia, el entonces ministro de Interior lo telefoneó personalmente para expresarle su apoyo, ofrecerle protección policial para su familia y ponerse a su disposición: «Me dio su número de móvil y me dijo que lo llamase para cualquier cosa que necesitase».

Otra prueba de su rostro afable también tiene marchamo gallego. El 24 de febrero de 1995, en plena operación de acoso y derribo a Gónzalez por parte del PP, que preparaba ya el asalto de Aznar a la Moncloa en las próximas generales, Rubalcaba tuvo que responder en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros a una información según la cual el Gobierno había dado órdenes a las televisiones para que emitiesen películas de terror y extendiesen así el pánico a la llegada de la derecha entre los espectadores. Haciendo uso de su legendaria retranca, el portavoz replicó así a Diario 16: «La noticia no es del todo cierta. Presidencia y mis colaboradores tenemos una pasión por el cine y por una modalidad que es el cine gore. El Ejecutivo lleva un tiempo hablando con las cadenas para ver si programan una película que se llama La matanza caníbal de los gárrulos lisérgicos, que es un modelo de cine gore gallego. No lo hemos conseguido, pero seguiremos en ese intento por que es un cine de alta calidad estética. Ya en serio, no entiendo cómo hay gente que pierde el tiempo en decir esas tonterías. La verdad es que no me cabe en la cabeza».

La matanza caníbal de los garrulos lisérgicos (1993), la obra maestra del añorado y poliédrico Toñito Blanco, era entonces prácticamente inencontrable, ya que solo se habían distribuido una serie de copias en vídeo entre los participantes en el primer crowdfunding de la historia del cine mundial. Una de las artífices del proyecto, la periodista gallega Ana Cermeño, tras escuchar sus palabras, le mandó un VHS al ministro. «Rubalcaba es uno de los políticos a los que más he respetado. Creí en él. Le envié la película y me contestó con una carta de puño y letra de agradecimiento. Buen viaje, caballero», evoca Cermeño.

 

El fin del terrorismo

El mayor éxito de su trayectoria, aunque él insistía en que el mérito era de toda la sociedad española, fue debilitar a ETA hasta que la banda terrorista murió de inanición y dejó las armas en el 2011. Ese mismo año tuvo que digerir el momento más amargo de su vida política: la apabullante derrota que sufrió, como secretario general del PSOE y candidato a la presidencia del Gobierno, en las elecciones del 20 de noviembre del 2011. Ese domingo, Mariano Rajoy -un hombre muy parecido a él, también devoto de la socarronería, de los habanos y del Madrid- lo sometió a un castigo sin precedentes. El PP cosechó esa noche la mayoría absoluta más abultada de su historia: 186 escaños frente a solo 110 del PSOE.

Pero el insumergible Pérez Rubalcaba no era de los que tiran la toalla al primer directo a la mandíbula. Hizo la travesía del desierto como líder de la oposición hasta que, en septiembre del 2014, dejó su escaño para volver a sus clases de Química. Cuando al fin había recuperado su vida privada y el móvil ya permanecía algo más silencioso, un ictus ha fulminado a este político maratoniano, que se lleva a la tumba buena parte de los secretos de Estado de los últimos treinta años de la historia de España.

Y en esta hora de los adioses, a pesar de todas las puñaladas que le propinaron en vida, recibe elogios superlativos de los mismos que hace solo unos días lo tildaban de «dinosaurio». Porque ya lo sentenció él mismo en una de sus citas más recordadas: «Los españoles somos gente que enterramos muy bien».