Noche en la tierra

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Los satélites que orbitan alrededor de la tierra saben dónde está los países ricos por la luminosidad que desprenden

23 jun 2019 . Actualizado a las 09:08 h.

Los satélites que orbitan en torno a la Tierra saben cuándo es Navidad en Estados Unidos, porque las luces nocturnas de las grandes metrópolis brillan entre un veinte y un cincuenta por ciento más que durante el resto del año. También saben cuándo es Ramadán en Oriente Medio: las ciudades se iluminan un cincuenta por ciento más. Podríamos decir que es el resplandor de la alegría y la devoción. El satélite logra distinguir incluso grados de religiosidad: las luces son más brillantes en la fundamentalista Riad, por ejemplo, que en la más laica Estambul. En Siria, en cambio, un ochenta por ciento de la luz eléctrica ha desaparecido desde el comienzo del conflicto. Entre otras cosas, la guerra se manifiesta, apropiadamente, en forma de oscuridad.

Los satélites están al tanto de todo. Toman nota de cómo aumenta la desigualdad en la India, donde algunas regiones se van haciendo más luminosas al tiempo que otras se van oscureciendo. Incluso saben cuándo hay elecciones allí, porque el gobierno presiona a los proveedores para que aumenten el suministro durante la campaña. Ya puestos, hasta pueden decirnos cómo va el partido gobernante en las encuestas: a menor diferencia con la oposición, más iluminación en la noche de la India.

Para mayor precisión, se ha desarrollado un algoritmo que calcula la riqueza de un país a partir de su luminosidad nocturna. Mediante él sabemos, por ejemplo, que la economía de Corea del Norte cayó un doce por ciento entre los años 2013 y 2015 -los datos que publica Pyongyang ocultan estas cosas-. México, sin embargo, donde las estadísticas son más fiables, reluce más en la noche de lo que debería, y esta luz culpable permite medir el tamaño de su economía sumergida. En otros lugares, el brillo nocturno es a veces un reflejo de la nieve y a veces de la burocracia. Alemania, que es más rica, pero más austera, se ve más oscura en la noche que la dorada Bélgica, donde existe una relación demasiado estrecha entre los políticos y las eléctricas. Se la puede distinguir fácilmente desde la órbita por la enorme claridad, y también por su color amarillo chillón en medio del firmamento blanquecino del resto de Europa.

Esos puntos de luz son también un lenguaje en el que la humanidad expresa sus alegrías, su riqueza, su miseria o su miedo. Moldavia y Ucrania empezaron a perder luminosidad después de su independencia de la Unión Soviética. La luz, que va y viene en Venezuela, dice a los satélites que la gestión económica del país es un desastre. En Somalia, los puertos de los que zarpan los piratas del Índico se van haciendo cada vez menos luminosos, y las ciudades donde gastan sus botines, más. En África Occidental las ciudades se encienden bruscamente en vísperas de una epidemia de sarampión, porque revelan una concentración repentina de inmigrantes que huyen de la sequía.

Casi nada escapa a estos ojos ciclópeos de los satélites, al millar de cacharros que se deslizan a 800 kilómetros de altitud por la órbita, con la suave, silenciosa elegancia de cisnes.

En la primera noche del verano, repasando sus imágenes en un libro de la NASA, pensaba en ese carácter revelador de la luz. La primera cosa creada, según los mitos. La más visible, la más veloz, la más inaprensible. Al final resulta que la luz eléctrica es el único rastro de lo humano en la oscuridad. Esos puntos de luz en las fotografías de los satélites son la sola señal de nuestra presencia en el Universo. Recuerdo que, de niño, en mi libro de primero, Dios aparecía representado como un triángulo con un ojo. Como un satélite.