Un mes de encierro no basta para vencer a estas familias

Noelia Silvosa
Noelia Silvosa REDACCIÓN | LA VOZ

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PACO RODRÍGUEZ

Los seis hogares que narraron su primera semana de confinamiento cuentan cómo lo viven a día de hoy

12 abr 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Lo contaron hace tres semanas y ahora vuelven a hacerlo, si cabe, con más fuerza. Las seis familias gallegas que abrieron las puertas de sus hogares a este periódico para narrar sus vidas en la primera semana de confinamiento retoman hoy el relato. Reconforta comprobar que un mes de encierro no es suficiente para que triunfe el desánimo. La incertidumbre y el desaliento, cuentan, son a ratos sus compañeros de viaje en un mes que lo ha cambiado todo. Todo, menos la fuerza y la unión para afrontarlo.

A LARACHA

UNIDOS CONTRA VIENTO Y MAREA EN LA LUCHA DE PEDRO

Si hace tres semanas la máxima preocupación en casa de los Maceiras Ramil se centraba en Pedro, su hijo de 17 años con discapacidad motora, cognitiva y sensorial, recién cumplido el mes de confinamiento lo es todavía más. Al principio el miedo se centraba en que no se contagiase, porque con su débil sistema inmunológico el coronavirus le mandaría directo al hospital. Hoy, a ese miedo se suma el de que pierda todo lo avanzado. «Me preocupa que desaprenda lo aprendido. Él no se motiva con lo mismo que Julia [su otra hija, sin discapacidad], y no puede jugar con los compañeros a la Play o hacer videollamadas», explica Eva, su madre, que lucha contra la creciente apatía de su hijo y el empeoramiento en su movilidad tras cuatro semanas sin colegio y sin terapias: «Lo pongo en la cinta a caminar y cada vez lo noto más cansado, con menos ganas de hacer cosas. Estaba aprendiendo a atarse los cordones con su terapeuta, y ahora conmigo no quiere. ¿Es algo fundamental? No, pero que no quiera moverse como antes influye en todo. También en la rapidez para vestirse, por ejemplo, o en la iniciativa para hablar. Ahora me cuesta que me conteste». El temor porque las clases no se reanuden también está ahí. «No solo por él, que estar hasta septiembre sin recursos educativos especiales le supone muchísimo, sino también por mí. No puedo dejarle solo para nada. Y algo tan sencillo como ir al súper es una odisea, porque yo cojo una lata de tomate y él me tira otras cuatro», apunta. No quiere perder la esperanza de poder llevarle a partir del 26 de abril a sus terapias individualizadas, aunque supondrán un gran esfuerzo económico en un momento delicado. «Pedimos la ayuda de autónomos para mi marido, que tuvo que paralizar todo y mañana vuelve a trabajar, pero a medio gas. Y solicité el aplazamiento de la hipoteca, pero aún no respondieron», indica la madre de esta familia que ha tenido que hacer frente a todos los pagos sin ingresos. «Lo importante es que estamos bien», resume. Y eso sí que es impagable.

PACO RODRÍGUEZ

SANTIAGO

EL MUNDO DESDE EL BALCÓN Y UNA CITA PARA TODA LA FAMILIA POR SAN PEDRO

Eugenio Arca, de 89 años cumplidos en los primeros días del confinamiento en su casa de la Rúa de San Pedro, muestra una moral y una fuerza de voluntad a prueba de bomba: «O ánimo non decae, estamos estupendamente e non fago nada de nada máis que pasear, comer e durmir». Ese paseo no es en la calle, como él solía hacer cada día, charlando con sus vecinos y con los comerciantes y los farmacéuticos del barrio, sino a lo largo del pasillo de su vivienda, de unos veinticinco metros. «Fago uns dous quilómetros cada día», afirma. Realmente, aunque no han salido ni un instante de su casa, salvo al balcón, Eugenio y su mujer, Carmen, de 88 años, que se recupera de un ictus, se entretienen de la mejor manera que pueden y se les pasa el tiempo, cuenta su hija Susana, que vive con ellos. Ven películas, juegan a las cartas después de comer, charlan por videollamada con sus hijos, nietos y bisnietos, y Eugenio, además de hacer largos de pasillo, ensaya puntería con una canasta. Hasta la perrita Lucita rehúsa salir, porque sin Carmen, que la sacaba cada día, no quiere hacerlo.

Y el balcón, desde el que este matrimonio se asoma a su mundo de siempre. Desde ahí hablan con sus vecinos, disfrutan de las sesiones vermú a las que se suman desde sus ventanas muchos residentes en el barrio -los convocan los sábados y también lo hicieron este jueves- y, por supuesto, todas las tardes, a las ocho, muestran con aplausos su gratitud a los sanitarios, homenaje que tiene continuidad con una sesión musical que arranca siempre con el Resistiré y sigue con peticiones de los vecinos. El pinchadiscos, bromea Eugenio, tiene un especial interés por llevarse bien con todos: «Traballa nunha compañía de seguros».

Además, Eugenio y Carmen se afanan con las manualidades al realizar los coloristas mensajes que cuelgan en su balcón. Empezaron con «Quédate en casa» y «Se chove, que chova», y ahora lucen también un fonendo y un corazón, su llamada a la defensa de la sanidad pública, y una paloma con la rama de olivo, su manera de recordar que, aunque no lo parezca, estamos en Semana Santa.

Eugenio Pichel no baja la guardia de su ánimo de hierro, y en sus conversaciones telefónicas reitera a sus familiares que «hai que facer o que nos mandan» y que «ninguén se coida mellor que un mesmo». Pero, al mismo tiempo, piensa que pronto podrá recuperar su vida normal y -tiene la esperanza-, abrazarlos a todos, como muy tarde, a finales de junio, con motivo de las fiestas del barrio: «Vémonos por San Pedro».

PONTEVEDRA

LOS PÉREZ PELETEIRO, A TOPE CON LAS SIETE Y MEDIA

«La vida sigue igual», canturrea Cristina Peleteiro, emulando a Julio Iglesias, cuando se le pregunta por cómo ha cambiado la convivencia en su piso, en el que están confinados ella, su marido y sus seis hijos, con edades comprendidas entre los 15 y los 8 años. Luego, reconoce que algunas cosas sí han ido variando, sobre todo con las vacaciones de Semana Santa: «Ahora el colegio ha dejado de mandar tarea y estamos en un período un poco más de vacaciones. También se empieza a notar un poquito que nos falta el aire, que necesitamos salir... pero en general lo vamos llevando bien», dice. Cuenta que, de momento, la convivencia es fácil de llevar y que apenas tiene que sofocar disputas entre los hermanos.

«La verdad es que juegan bastante entre ellos sin pelearse. Ahora que no hay tanta tarea se pasan mucho tiempo jugando todos a las cartas con el padre. Yo soy funcionaria y sigo teletrabajando, así que no puedo ponerme. Pero a ellos les encanta jugar a las siete y media y a la pocha. La verdad es que con eso lo pasan muy bien», asegura. Una de las hijas mayores ha encontrado su pasión haciendo bolsos con trapillo y los pequeños suelen entretenerse haciendo fuertes con los clics de Playmobil o pintando. No tienen jardín ni terraza. Pero sí balcones. «Una curiosidad es que hemos cambiado de balcón para salir a aplaudir, porque resulta que tenemos uno que da hacia una calle en la que un vecino toca el saxo, entonces salimos hacia ahí para escucharle», cuenta la madre. Ella señala que, aunque suene raro, han reducido las horas de tele. Y no lo hicieron porque no se pusiesen de acuerdo sobre el canal. «Se nos colaban demasiadas noticias sobre el coronavirus y no nos gustaba», manifiesta Cristina Peleteiro.

A CORUÑA

SIN ABANDONAR EL BALCÓN NI SU SUEÑO AMERICANO

Poco ha cambiado la vida en el domicilio de Marta Soto y Miki Aguilar en la coruñesa calle Marqués de Pontejos. Ellos, junto a su hijo Matías, siguen saliendo todos los días a su balcón para poner la nota musical a esta época de confinamiento y animar al vecindario. «Hay días, pero no podemos aburrirnos con el niño. Gracias a él mantenemos mejor el ánimo, porque Matías está feliz y contento por poder estar con nosotros», comenta Marta.

El pequeño ya se ha adaptado a estar en casa y atrás quedan esos primeros días de confinamiento en los que miraba la puerta con ganas de abrirla y salir a la calle para corretear y jugar: «Se ha acostumbrado a venir al balcón con nosotros y ahora baila y lanza besos a los vecinos». Miki sigue cuidando de su hijo mientras su mujer trabaja, y Matías continúa llamando de vez en cuando a la puerta de la habitación en la que su madre se encierra para realizar sus tareas: «Hay veces en las que se desespera y salgo, lo meto dentro conmigo para que duerma, y sigo trabajando».

Todo sigue más o menos igual que desde el inicio del estado de alarma para un matrimonio que ahora mismo debería estar pensando qué meter en sus maletas para hacer el viaje de sus sueños, truncado por el coronavirus. «Dentro de dos semanas nos habríamos ido a Las Vegas para casarnos y hacer un viaje por la costa», explica Marta ya con cierta resignación.

Lo tenían todo planificado y cerrado para darse el sí quiero en un escenario de película y vivir una luna de miel que no podrían olvidar: «Habíamos comprado entradas para conciertos y para ir a Disneylandia, entre otras cosas». Todo se ha cancelado y «nos devolverán parte del dinero. A ver si algún día podemos ahorrar otra vez». Aunque no solo Marta y Miki se quedan sin un viaje ilusionante. Mientras ellos estuvieran al otro lado del charco los padres de Soto, que viven en Andalucía, habrían venido hasta A Coruña para cuidar de su nieto.: «Mis padres también están tristes. Pero hay que reconocer que ahora hablamos más con la familia que antes».

CARMELA QUEIJEIRO

BARBANZA

«A QUE ME DÁ A VIDA É A PANADEIRA»

Manuela Vila es una mujer vital a la que le gusta disfrutar de la vida y de su libertad, a pesar de los achaques. Por eso, aunque lleva con resignación el encierro, confiesa que echa de menos acercarse al centro de Boiro para hacer alguna compra y encontrarse con conocidos con los que poder charlar un rato. Ella vive en Mosquete, una aldea enclavada en la sierra de Barbanza, con su madre, octogenaria y con problemas de movilidad, y desde que empezó el confinamiento allí están las dos solas.

«Soas xa estabamos antes, pero algunha veciña de aquí do lado aínda viña pola casa e entretiña a mamá», cuenta Manuela al abrigo de un paraguas. La lluvia le impide hacer lo único que puede hacer al aire libre en medio de la cuarentena, trabajar: «Aos poucos vou cavando aí na eira para poñer unhas patacas. Estou mal e non podo facer esforzos, pero ninguén me apura e vou aos poucos. Se non vou cavar teño que ir para cama porque nin sentada podo estar, e de pé non me aguanto».

El dolor que le provocan sus problemas de salud la obliga a tomar una fuerte medicación que en este momento ella no puede salir a buscar, así que cuenta con ayudantes. Desde que comenzó la pandemia sus hijos se turnan para llevarle lo que necesita, siempre tomando todas las precauciones, pero el sistema se ha ido perfeccionando con el paso del tiempo e incorporando nuevas piezas al particular engranaje que hace que a Manuela y su madre no les falte de nada: «A que me dá a vida é a panadeira, tráeme de todo».

Aunque está bien y no pierde la sonrisa, reconoce que a estas alturas ya echa en falta tener un poco más de movilidad: «Todo ten que ser o que che traian, non podes ir buscar nada que necesites, e indo comprar aínda ves xente». Sobre el avance de la pandemia del coronavirus está bastante tranquila, su familia está bien y el hecho de vivir en una zona aislada con apenas un puñado de vecinos la hace sentirse más segura, aunque no baja la guardia: «Aquí non debería chegar, pero nunca se sabe; date conta de que a xente das conserveiras segue traballando porque agora teñen moita demanda e calquera se pode contaxiar».

OURENSE

SE RELAJAN LAS NORMAS, PERSISTE LA ALEGRÍA

Cuatro semanas después de decretarse el confinamiento, en la casa de Alejandra Saavedra Faraldo y Luis Dopazo Fernández, que viven con sus niños Javier y María, de 6 y 4 años, se mantienen con mucha energía. Los niños ya se han acostumbrado a no salir de casa, ni lo piden, de hecho. Y mientras, los padres se organizan para mantenerlos ocupados el mayor tiempo posible, sin renunciar a los juegos para que puedan hacer ejercicio. «A veces me veo como una mujer orquesta», bromea Alejandra, que explica que diariamente trata de organizar actividades didácticas para que los pequeños no pierdan del todo la rutina del cole, dedicando además una gran parte del día a juegos que se inventa, y con los que pretende que ellos se muevan. «Hacemos guerras de almohadas, jugamos a llevar los muñecos de un lado a otro, organizamos carreras de sacos», afirma, reconociendo que en esta semanas «he relajado mucho las normas». Y lo explica: «si no se hacen las camas un día no pasa nada, y si hay que deshacerlas para jugar, pues lo hacemos, lo que me importa más es que se muevan todo lo posible, hemos hecho del pasillo nuestra zona de juegos, porque así están más contentos y duermen mejor».

Luis, su marido, sigue yendo a diario a trabajar a la farmacia. Por eso ella por las mañanas asume el cuidado de los niños, sin ocultar que a veces también hay altibajos. «Intentas estar bien, con el ánimo arriba, pero hay días en los que estas más cruzado; piensas en tus padres, en la familia, te preocupas por lo que está pasando», admite. Con todo, son más los días buenos que los malos y le da fuerza ver que los niños están felices. «Vamos tachando los días en el calendario y si yo no me acuerdo, ellos me lo dicen», asegura. Javier, el mayor, no piensa en volver al cole, pero sí en salir al sol y, sobre todo, en tirarse a la piscina en verano. Ya queda menos.

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Información realizada con las aportaciones de Ignacio Carballo, María Hermida, Fran Brea, Marta Gómez y Marta Vázquez