75 años del suicidio de Hitler: la encarnación de la maldad política

ACTUALIDAD

Los primeros en acceder al búnker fueron los soldados soviéticos. Allí se fotografiaron en el sofá   donde se suicidó Hitler
Los primeros en acceder al búnker fueron los soldados soviéticos. Allí se fotografiaron en el sofá donde se suicidó Hitler

El «personaje odioso quintaesencial del siglo XX», como lo califica Ian Kershaw, dejó un legado único de destrucción

30 abr 2020 . Actualizado a las 19:18 h.

«Hitler estaba sentado en un sofá de tela floreada, con los ojos abiertos, el cuerpo desplomado y la cabeza algo inclinada hacia adelante. La sien izquierda estaba perforada por un orificio del tamaño de una moneda, por el que había salido un hilo de sangre que después le cayó por la mejilla. En el suelo había una pistola Walther del calibre 7.65 mm. Junto a ella se había formado un charco, y la pared posterior estaba cubierta de salpicaduras de sangre. Sentada a su lado, estaba su mujer (Eva Braun, con la que se había casado un día antes) con un vestido azul, con las piernas encogidas y los labios, que habían tomado un color azulado, apretados». Así describe el gran historiador alemán Joachim Fest la escena que se encontraron los colaboradores del genocida cuando entraron a su despacho en El hundimiento, el libro en el que está basada la famosa película interpretada por Bruno Ganz.

Con los soviéticos en Berlín, Hitler tenía claro que no iba a caer en sus manos. Tenía muy presente lo que le había sucedido a su aliado Mussolini, que dos días antes había sido ejecutado sumariamente y, posteriormente, su cadáver y el de su amante, Clara Petacci, vejados y colgados boca abajo con ganchos carniceros.

Con su suicidio el 30 de abril de 1945 en el búnker de Berlín se ponía fin al Reich de los mil años que imaginó Hitler y que, en realidad, duró tan solo doce, entre 1933 y 1945. Un período que le bastó para dejar un legado «único en los tiempos modernos (tal vez Atila el Huno y Gengis Khan brinden paralelos en el pasado lejano), un legado de absoluta destrucción», según su gran biógrafo, el británico sir Ian Kershaw, que lo considera «la encarnación de la maldad política moderna».

La magnitud de la catástrofe que causó no tiene precedentes en la era moderna: 60 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial que desencadenó y un genocidio que costó la vida a seis millones de judíos. Hitler había comentado que quería ser un hombre «como no lo ha habido jamás». Y, desde luego que lo fue. 

Un párking sobre sus cenizas

Del búnker que se había hecho construir a comienzos de los años 40 y en el que pasó los últimos meses de su vida no queda nada. Sobre sus restos se construyó un párking en medio de unos edificios residenciales de hormigón típicos de la Alemania del Este de los años 80. Solo un panel instalado proporciona información a los turistas.

«La mezcla de frialdad, de voluntad destructora ajena a la vida y de patetismo operístico que determinan las últimas acciones de Hitler dejan ver muchos de sus más destacados rasgos de carácter y nada refleja con más exactitud lo que le impulsó a lo largo de su vida como su comportamiento de esas semanas», escribe Fest. «Todo está allí, condensado y acrecentado: su odio al mundo, la rígida permanencia en esquemas mentales adquiridos en época temprana, la tendencia a no pensar las cosas hasta las últimas consecuencias», señala.

Hasta el último aliento mantuvo su voluntad destructiva, su odio patológico a los judíos y su capacidad para culpar a los demás de sus propios actos. A comienzos de 1945 dejó claras sus intenciones: «Podemos hundirnos, pero nos llevaremos un mundo con nosotros». El 10 de marzo ordenó destruir fábricas y bases de abastecimiento, calles, puentes y sistemas de canalizaciones, de forma que en manos del enemigo solo cayera un «desierto civilizatorio». Fue la llamada «orden Nerón». 

En sus últimos días Hitler era un hombre enfermo, prematuramente envejecido a sus 56 años, que caminaba encorvado, sufría ataques de ira y veía conspiraciones y traiciones por todos lados. Nadie se atrevía a contradecirlo. Generales y oficiales curtidos cumplían sus órdenes a sabiendas de que eran disparatadas. Había que luchar hasta el final. Incluso involucró en la batalla a los niños y los ancianos. El ya fallecido Fest afirmó a este periódico que «al final de su vida, Hitler quiso aniquilar a dos pueblos, el alemán y el judío». Precisamente su odio a los judíos quedó plasmado en el testamento político que dictó poco antes de suicidarse a su joven secretaria Traudl Junge. Un ejercicio de autojustificación en el que echaba la culpa de la muerte, el sufrimiento y la destrucción causados a la comunidad judía repartida por todo el mundo.