Manuel Fernández de Sousa-Faro, el heredero que acabó dilapidando un tesoro intentando engordarlo

Carlos Punzón
carlos punzón VIGO / LA VOZ

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Exdirectivos de Pescanova trazan un perfil complejo e incapaz de delegar

07 oct 2020 . Actualizado a las 08:28 h.

Físico y matemático. Frío y calculador. Heredero de un emporio con nombre en letras mayúsculas en la historia empresarial de Galicia, Manuel Fernández de Sousa-Faro (Mérida, 1951) verá para siempre ligado a su currículo, como un suspenso total en el último año de carrera, la condena judicial que desentraña años de ingeniería contable de ficción.

Entre quienes trabajaron estrechamente con él se asevera que gran parte del respaldo otorgado a las cuentas y estrategias montadas para intentar salvar Pescanova se dieron sin rechistar por miedo, pánico a sus reacciones. «No duda en ejecutar a quien sea a su alrededor», apunta un técnico de aquella empresa que nació por la visión de su padre, José Fernández, cuando pensó en congelar la pesca como hacía con la carne que transportaba desde Lugo por media Península.

Confiesan quienes lo conocen que se acostumbró a que nadie le llevase la contraria, y eso todavía le hacía llevar peor cualquier discrepancia. «No se ponía en el lugar de los demás y no supo tampoco fichar a un buen directivo al que darle el mando para hacer evolucionar Pescanova», señalan como contraposición al padre, que además de aliarse con otro apellido ilustre del empresariado gallego, como Paz Andrade, supo delegar, hasta buscando en la cárcel a los mejores técnicos con los que impulsar la empresa pesquera o Zeltia, los estandartes del clan familiar, roto hace años también.

Pero Manuel Fernández de Sousa sí supo aprovechar al principio el testigo dejado por su padre en Pescanova a los veinte años de crearla, cuando el ahora condenado solo tenía 29. Logró multiplicar por cinco la facturación de la compañía, por diez su tamaño y llegar incluso hasta los 10.000 empleados en España, América y África. Supo moverse como nadie por los entresijos del poder en la Nicaragua de los Ortega, en Namibia, Sudáfrica, Mozambique o Angola.

Supo también blindar institucionalmente, como un bien de Galicia, a la firma; y ante los rumores que colocaban a la empresa con sede en Chapela dentro del organigrama del gigante Unilever, obtuvo de la Xunta de Fraga 12 millones de euros de la época en ayudas y esa cantidad multiplicada por cuatro para cubrir los intereses de los préstamos.

Era recurrente esa búsqueda de liquidez desde los noventa, incluso para él mismo, no dudando en vender a la Xunta de aquellos años parte de la notable colección de pinturas de autores gallegos de primer orden heredada del padre, que él mismo se encargó de ampliar con adquisiciones de peso que colgaron en sus propiedades, como las valiosas porcelanas chinas compradas para uno de sus pazos.

Como su padre basó el éxito de Pescanova en la merluza, Fernández de Sousa llegó a la conclusión de que la suya sería la época de la acuicultura. Y a ella se lanzó, con una diversidad de especies excesivas, apuntan analistas de la evolución del grupo empresarial, que circunscriben a esa decisión el principio del fin. El futuro soñado se acabó convirtiendo en pesadilla, engordando, según señala la sentencia de la Audiencia Nacional, un globo que no podía tener más fin que el explotar.

Quienes han seguido el juicio interpretan que el expresidente se ha sentido traicionado por la historia, que no ha reconocido sus desvelos por salvar un icono empresarial de Galicia y España, pero al mismo tiempo inciden en que evitar la desaparición de la marca heredada de su padre le nubló la mente fría de calculador y matemático.

Los caballos y la relevancia que los premios mundiales que promovía en Vigo le daban, superaron su amor por la vela, otro mundo que le granjeó contactos clave, negocios y que también le sirvió de escenario de relaciones comerciales. Por ejemplo, cuando intercedió sin éxito por una firma gala para hacerse con la concesión del transporte urbano de viajeros en Vigo, ciudad en la que desde que fue sentado en el banquillo, como en el resto de Galicia, apenas han tenido ya rastro de sus pasos.