Muy señalados desde las elecciones del 2016 por su papel en la distribución de noticias falsas, Google, Facebook y Twitter han tomado controvertidas medidas para limitar los anuncios políticos. ¿Serán eficaces?

La forma de hacer campaña electoral en Estados Unidos mudó para siempre en 1952. El general Ike Eisenhower, candidato de los republicanos, protagonizó el primer anuncio televisivo y se coló en las casas de los 40 millones de estadounidenses que entonces poseían un televisor. Sus rivales demócratas intentaron ridiculizarlo diciendo que aquello era como vender jabón, pasta de dientes o chicles. Pero perdieron aquellas elecciones. Y las siguientes. Cuando recuperaron el poder, en 1960, con John F. Kennedy como aspirante frente a Richard Nixon, la pequeña pantalla ya era determinante. No dejó de ganar protagonismo hasta que llegó la siguiente herramienta que iba a cambiarlo todo: Internet.

Cuando Bush y Kerry lucharon por la presidencia en el 2004, la principal arma de comunicación política seguía siendo la tele (por cada cien dólares gastados en publicidad televisiva, se destinaba uno a la online), pero en el ciberespacio las campañas de demócratas y republicanos pusieron en marcha webs oficiales, blogs, videojuegos y envíos masivos de correos electrónicos a simpatizantes. Se dirigían sobre todo a los partidarios. Y no creían que se pudiera convencer o desmotivar a los indecisos a través del ciberespacio, pero sí descubrieron que Internet era un gran canal para captar fondos de pequeños donantes sin necesidad de tener desplegada una gran y costosa red de captación. 

Del Yes we can al escándalo de Cambridge Analytica

Cuatro años después, la televisión perdió su hegemonía. En el 2008 irrumpió el fenómeno Barack Obama. Nunca se hubiera producido sin Internet y sin las entonces emergentes redes sociales. Ya existían Facebook y Twitter. Y el aspirante demócrata -que al iniciarse las primarias no partía con el respaldo del aparato del partido- articuló una campaña muy digital y se empleó a fondo en Youtube. El Yes we can se hizo viral. Abrió la puerta a todo lo que vino después. 

2016. Donald Trump se convierte en presidente de Estados Unidos. En su carrera hacia la Casa Blanca, el magnate neoyorquino y estrella de la televisión vence a los dos grandes partidos. Primero a los republicanos, que no lo querían como candidato. Luego a los demócratas, en las urnas.

Su triunfo conmociona al mundo, que se pregunta qué ha pasado. Llegan los análisis. Destacan que sus discursos son radicales, agresivos y viralizables, que ha enarbolado con éxito la bandera de la antipolítica y que ha logrado seducir a muchos perdedores de la globalización (tanto culturales como económicos). Inciden también en la desmovilización del voto demócrata. Y cuestionan el perfil de Hillary Clinton. ¿Fue una mala candidata incapaz de atraer a muchos grupos de votantes? La respuesta, entonces y ahora, es sí, pero... Había algo más. Empezaron a sonar voces que cuestionaron el papel de los gigantes de Internet y, en concreto, de las redes sociales, que quedaron señaladas. ¿Qué pasó después?

Hoy sabemos que la famosa injerencia rusa no fue una  simple teoría de la conspiración. Y que el entonces principal asesor de Trump, Steve Bannon, ya había puesto en marcha la poderosa maquinaria de Cambridge Analytica para influir en el comportamiento de los votantes con la circulación de noticias falsas y la publicación de anuncios personalizados a partir de datos extraídos ilegalmente de Facebook.

Zuckerberg, «achicharrado» en el Congreso

La red social de Mark Zuckerberg estuvo y aún está en el ojo del huracán por su papel en este escándalo. Cada noticia nueva que la dejaba en mal lugar suponía pérdidas milmillonarias en su cotización bursátil. Y enormes daños de reputación. El empresario cambió la camiseta gris por un traje azul y fue «achicharrado» en una comparecencia en el Congreso de Estados Unidos. Tuvo que pedir «perdón» y quedó retratado ante una incisiva pregunta de un veterano senador. También asumió que los gigantes de la red iban a tener que rendir cuentas por los datos privados que manejan y que necesitaban tomar medidas para protegerse ante futuros escándalos relacionados con la circulación de bulos y desinformación. Las presiones provienen de las administraciones públicas y de grandes corporaciones de anunciantes como el grupo Unilever.

Las redes (públicas, como Facebook, Twitter o Youtube, o privadas, como WhatsApp y similares) son una formidable herramienta de propaganda por su impacto masivo y por la capacidad de adaptar mensajes a perfiles singulares. Su protagonismo no ha dejado de aumentar en los últimos cuatro años que nos separan de la elección de Trump, marcados por una creciente polarización en Estados Unidos.

No quieren volver a verse señalados. Por eso han tomado decisiones radicales. A pesar de que tanto Trump como Biden se han dejado millones en Youtube, Google ha prohibido la publicación de anuncios políticos en su plataforma después de que cierren los colegios electorales el 3 de noviembre. Y Facebook ha anunciado que los desactivará desde una semana antes.

Según la biblioteca oficial de anuncios de la red de Zuckerberg, del 10 al 16 de octubre las campañas oficiales de Biden y Trump se habían gastado allí 6,92  y 4,92 millones de dólares respectivamente. 

«Árbitros de la verdad»

La red de Zuckerberg y Twitter se han visto envueltos recientemente en un escándalo por limitar la distribución de un reportaje del New York Post que aludía -aparentemente sin pruebas- a supuestos negocios turbios de Biden, lo que fue calificado por los republicanos como un acto de «censura». La plataforma del pájaro azul incluso llegó a suspender por unas horas la cuenta personal del presidente por difundir este contenido. Las redes sociales se han erigido, a su pesar, en «árbitros de la verdad».

En los últimos meses han sido los partidarios del neoyorquino los que más han intentado sacar partido en las redes a los mal llamados «hechos alternativos» (en general simples bulos) y teorías de la conspiración como las de la secta QAnon (que sostiene sin pruebas que Trump libra una guerra secreta contra una poderosa organización de «pedófilos adoradores de Satán» que se ha infiltrado en la élite de la administración de Estados Unidos, las corporaciones empresariales y los medios de comunicación). Pero la verdadera preocupación se centra en la noche electoral.

Biden, en un acto de campaña en Florida
Biden, en un acto de campaña en Florida TOM BRENNER | REUTERS

El fantasma del 2000

La ventaja en las encuestas del candidato demócrata ante un aparentemente debilitado Trump está cargando de tensión las semanas previas a cita con las urnas. Y ha elevado la presión sobre los gigantes de la Red. El actual inquilino de la Casa Blanca ha denunciado en repetidas ocasiones que el uso masivo de voto por correo (en teoría beneficia a Biden) puede propiciar un fraude electoral.

Preguntado sobre si aceptará o no el veredicto de las urnas, Trump ha respondido con mensajes que solo aumentan la incertidumbre sobre su postura. La última vez que eso ocurrió fue en el año 2000, en las elecciones que enfrentaron a Bush y a Gore. Entonces, con una sociedad menos polarizada y con Internet en pañales, se desató un gran caos que solo mitigó la intervención del Tribunal Supremo de Florida. Ahora puede ser mucho peor. De ahí la prohibición establecida por Google de colocar anuncios políticos en la noche electoral. Y de ahí que Twitter ha anunciado que marcará proclamaciones prematuras de victorias con una etiqueta especial y que impedirá a los candidatos y partidos proclamar su victoria antes de los resultados oficiales. En esta ocasión el recuento puede extenderse en el tiempo al tener que contabilizar una gran cantidad de votos no depositados en urna.

Las encuestas ya dieron en el 2016 como vencedora a Hillary Clinton. Y luego pasó lo que pasó. Si aciertan ahora, ¿serán estas medidas eficaces si uno de los aspirantes no reconoce su derrota? Lo ocurrido con los bulos del coronavirus no invita al optimismo. Y la experiencia de los últimos años dice que se puede recurrir a circuitos alternativos cuando las cuentas oficiales tienen limitaciones para actuar.

Nunca faltan herramientas de propaganda (las mismas que hacen ganar dinero a los gigantes de la Red), ni ejércitos de trolls, ni usuarios superconectores (replicadores de mensajes)  ni partidarios acérrimos dispuestos a desafiar la realidad, ya sea evidencia científica sobre el coronavirus o los datos de un recuento fundamental en una de las democracias más antiguas del mundo.