Carlos de Lis, enfermo oncológico sin vacunar en la uci: «Me arrepentí desde el primer día, fui un imbécil»

María Viñas Sanmartín
maría viñas REDACCIÓN

ACTUALIDAD

El gallego, afincado en San Sebastián, no se puso la inyección por miedo: «Estaba convencido de que me mataría»

23 ene 2022 . Actualizado a las 19:20 h.

«Cometí un error, me equivoqué. Fui un estúpido. Me arrepentí de no haberme vacunado desde el primer día». Carlos de Lis (Pontevedra, 1957) ingresó hace casi dos meses en el Hospital Universitario Donostia con una compleja neumonía bilateral consecuencia de un covid puñetero.

Arranca su historia con una auténtica declaración de intenciones: su objetivo no es otro que enviar un mensaje a todos aquellos reacios al pinchazo. «Pensé que no salía vivo -avisa-. Si los que no quieren vacunarse supiesen cómo se pasa, no se lo pensarían. Hay mucha gente luchando y peleando por la vida y muchos acaban contagiándose. Siento que tengo un compromiso moral con todos ellos».

Con 66 años y un cáncer linfático desde hace 12, De Lis decidió no vacunarse por miedo. Lo dice alto y claro, pero muy arrepentido. Aunque bajo control, el tumor que los tratamientos no consiguieron neutralizar sigue ahí. Deportista en su día -llegó a ser campeón de Trial-, se quedó «con la fuerza de un niño» tras someterse a varios ciclos de quimioterapia y diferentes terapias experimentales, y cuando llegó la pandemia se asustó tanto que prefirió protegerse al máximo y ni siquiera quiso exponer su cuerpo, con muy poquitas plaquetas, a la vacuna. «Estaba convencido de que si me la ponía, me moría», admite desde una de las camas del centro hospitalario donde lleva ingresado desde principios de diciembre.

«Cuando me convocaron, me dio miedo y preferí esperar a la cita con mi médico para consultárselo, quedaban solo cuatro días» cuenta. Pero el virus llegó antes. «Fui tan estúpido que no quise llamar para adelantarla porque, como aquí el sistema de salud está terrible de ocupación, no quería molestar». ¿No le daba más miedo infectarse que los efectos de la vacuna? «Es que usaba siempre mascarilla, iba con muchísimo cuidado, no me relacionaba con nadie, siempre estaba al aire libre, tomaba café en terraza y cuando me cruzaba con alguien sin mascarilla, me apartaba», defiende.

En la rutina de este gallego que se instaló en el País Vasco «por amor» hace ya «muchos años» solo rompían la monotonía unas clases de doblaje que le ayudaban a ejercitar la memoria, mermada tras un accidente que le había provocado dos hemorragias cerebrales. Acudía a ellas andando, acompañado de su esposa, pero a la vuelta, demasiado cansado, solían coger el autobús. «Tuve que contagiarme ahí, no pudo ser en otro lugar —recapitula—. Estuvimos muy poco tiempo, el trayecto es muy corto, de apenas cuatro kilómetros, pero tuvo que ser ahí». También ella se infectó, pero estaba vacunada. «Lo pasó en cuatro días en casa. Y yo casi me muero», asume.

Cuando empezó a dolerle la garganta, un test de antígenos confirmó el positivo. En cuanto el médico le vio, le dijo sin paños calientes que la cosa no pintaba bien: neumonía bilateral. Su mujer, que se despidió de él en la puerta de «aislados», no volvería a verle hasta mes y medio después. «Yo no me encontraba muy mal ahí, como si estuviese acatarrado solo -recuerda, sorprendido-, pero uno de los médicos, enfundado de arriba a abajo como un piloto de fórmula uno, me espetó después de preguntarme por qué no me había vacunado que iba a ir encontrándome cada vez peor y que el fin de semana [era lunes] sería el momento más crítico». «Y a ver qué pasa», le advirtió. «Lo calcó -asegura-. Fue exactamente así».

El fin de semana, Carlos de Lis ya había sido trasladado a la ucri, antesala de la uci, donde durante unas tres semanas permaneció solo y sin poder moverse, enchufado a tubos, electrodos y a una máscara de oxígeno que era «como estar respirando detrás del motor de un avión» describe.

«Estoy vivo gracias a los sanitarios»

De aquellos días recuerda una angustia horrorosa, no pegar ojo, pensar que no iba a poder aguantar: «Me encontraba fatal, me dolía todo, me sangraba la nariz, el oxígeno era tan alto que me congelaba los ojos por dentro, tenía que tapármelos y cuando empecé a comer, me ahogaba, y eso que solo me daban gelatinas y yogures». También, y sobre todo, se acuerda de la paciencia y el aliento de todos los profesionales que lo cuidaron. «Era como si de repente hubiese entrado en Marte -relata, todavía impresionado-, con todas las enfermeras con buzos protectores. Me enseñaron a utilizar un teléfono móvil que me trajo mi familia para poder hacer videollamadas y no me quitaban ojo: cada vez que me bajaba el oxígeno me hablaban por un altavoz para que colgase o para que comiese más despacio».

Los médicos fueron siempre «muy claros», dice: ni edulcoraron la situación ni se mordieron la lengua. Desde el primer momento le advirtieron que estaba mal y le pidieron que hiciera los mínimos esfuerzos posibles, que estuviera en silencio y comiera con calma. Llegó a escuchar incluso una conversación en la que sopesaban su traslado a críticos. «Me entró el miedo de mi vida -reconoce De Lis-. Pensé que no volvería a ver a mi familia, que nunca más vería a mi nieto [entonces tenía cinco meses]; repasé mi vida de arriba a abajo porque creí que saldría con los pies por delante». Poco a poco, su cuerpo agotado sacó fuerzas de flaqueza. Y muy lentamente empezó a remontar. Lo tiene claro: «Estoy vivo gracias a los sanitarios».

Desde entonces, le han cambiado cinco veces de planta y, ya en rehabilitación, empieza a ver la luz al final del túnel. Insiste en que detrás de su «estúpida» decisión nunca hubo negacionismo, sino miedo. «Pero hay que ser lo suficientemente adulto para entender que por nuestros miedos hay otros que se están jugando la vida», agrega.