Manuel López, el último de la fábrica de zapatos de la cuenca del Eo

J.A. RIBADEO / LA VOZ

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Trabajó durante tres décadas en la factoría de San Tirso de Abres, que llegó a tener 17 empleados, y después fue taxista. Ahora, a sus 84 años, recuerda y sentencia: «La vida era muy esclava»

21 feb 2022 . Actualizado a las 13:23 h.

A sus 84 años, Manuel López hace gala de una brillante lucidez, la que le permite rememorar su vida con mucho detalle. Y a menudo sigue bajando al garaje en su casa de San Tirso de Abres (municipio ribereño del Eo limítrofe con Galicia), donde guarda utensilios que durante 30 años usó para fabricar calzado. Fue uno de sus oficios, zapatero, reparando y, sobre todo, elaborando calzado en la fábrica que fundó su padre con otros dos socios y en la que llegaron a trabajar 17 personas: «El calzado de antes no tiene nada que ver con el de ahora. Antes era de más calidad, pero más bruto. Ahora la juventud quiere modelos mucho más bonitos».

El padre de Manuel nació en Chantada y su madre en San Tirso de Abres. «Sin saber el uno del otro, ambos se fueron para Cuba con 14 años, mi madre a cuidar niños y mi padre de camarero. Como despuntó rápido, lo llevaron para la ciudad. Por delante del bar en el que trabajaba pasaba mi madre y decían, ¡vaya asturiana más guapa, a ver quién la corteja! Fue mi padre y se hicieron novios. Con 28 años, el mismo día que se casaron, vinieron para España. Mi hermana nació en El Llano (capital de San Tirso), tiene 88 años y hoy vive en Ribadeo», recuerda.

«Aquí no había para comer, así que se fueron para Madrid, para mejorar. Mi madre estaba en estado y nada más llegar a Madrid se llevaron a mi padre para Valencia, en plena Guerra Civil, donde estuvo dos años sin verla. En ese tiempo yo nací y enfermé. Contaba mi madre que los militares le decían en la calle, ¡deje al niño, señora, que se lo llevamos nosotros al médico! Pero ella no me dejaba nunca y al final curé. Mi padre regresó en 1939 y tiempo después volvieron a San Tirso. Se instalaron aquí y en 1946, mi padre con otros dos socios montaron una fabrica de zapatos, que llegó a tener 17 obreros», continúa relatando Manuel.

Él fue uno de ellos. Los recuerdos se suceden, se agolpan uno tras otro en su boca. «Encargaron máquinas a Barcelona. Hacían topolinos para las enfermeras. Vendíamos en las cantinas, en La Roda (Tapia), Figueras (Castropol)...».

«Aquí estuve en la escuela hasta los 14 años. Después, siendo chaval, fui a la escuela de Melquíades en Vegadeo, pero no me gustaba el estudio y le dije a mi madre que quería ser zapatero. Con 18 años mi padre ya me llevaba con él a vender calzado», añade. Fue entonces, cuando contaba con 18 años, cuando hizo la mili en Ferrol. De allí lo destinaron a Cádiz, donde embarcó en el crucero Méndez Núñez. «Cuando iba a entrar alguien pregunto: ¿hay algún zapatero? Levanté la mano, me examinó y quedé aprobado. Entré como zapatero y no hice ninguna guardia», recuerda.

Durante 30 años ejerció la profesión, hasta que el último taller de San Tirso cerró al no poder hacer frente a la competencia de las grandes industrias. Tocaba reconvertirse y Manuel se aferró a otro empleo: taxista.

«En San Tirso había dos, pero el alcalde me dijo si quería serlo también. Respondí que sí. Había que coger unas firmas y me aceptaron. Le estoy muy agradecido, a Jesús (el alcalde entonces) y a la corporación. Con el tiempo llegué a comprar 6 coches. ¡Y no devolví ni una letra! Eran otros tiempos, había mucho trabajo como taxista. Uno iba continuamente a Andorra y otro a los hospitales. Era duro, porque ir a Oviedo por Taramundi te llevaba tres horas, siempre por La Espina y muchas veces con nieve. Pero me fue muy bien. Todos los veranos iba nueve veces a Covadonga», cuenta.

Recuerdos de su etapa de taxista: un parto en el vehículo y un cliente que falleció

De su etapa de taxista a Manuel López le quedan numerosas anécdotas, como el viaje que hizo con una vecina que llevaba a Vegadeo, de parto: «Estaban los médicos preparados, pero en el momento que llegamos, en el mismo asiento dio a luz». O el del pensionista que falleció cuando lo llevaba de camino a Oviedo: «Cobraba dos pensiones, una militar y otra de la agraria. Al llegar a Cornellana desayunamos y cuando nos disponíamos a salir se empezó a sentir mal. Se puso a devolver y llamamos a un médico. Nos dijo que teníamos que ingresarlo cuanto antes, pero el hombre comenzó a estar mejor y optamos por llevarlo a Jarrio, al hospital. A la altura de Luarca volvió a sentirse peor y cuando llegamos a Navia, según me bajé él se golpeó con la luna del coche y cayó allí, instantáneo». Antes le había comentado que llevaba cien mil pesetas en el bolsillo: «¡Era una locura de dinero! Cuando vino su familia dijeron que había que enterrarlo vestido de militar y que el traje que llevaba era mejor tirarlo». Manuel les advirtió del dinero que debía tener en un bolsillo: «Miraron, lo contaron y sí señor, era cierto. Me dieron 7.000 de regalo».

Así, una tras otra, Manuel sigue desgranando anécdotas: «De recuerdo me queda la vida que viví, que era muy esclava. Para cortejar a la mujer compré una moto a plazos. Y para comprar el Seat 850 en el que nos fuimos de luna de miel, también. Compré así muchos coches y cobraron todos. He tenido mucha suerte, sí», concluye.