Elon Musk, el gran agitador de Twitter que sueña con colonizar Marte

Cristina Porteiro
C. Porteiro REDACCIÓN / LA VOZ

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DADO RUVIC | REUTERS

El hombre más rico del mundo, propietario de Tesla y SpaceX, ha puesto patas arriba industrias como la espacial y la automovilística. Musk cumple su amenaza y despide a la mayor parte de la plantilla de Twitter España

06 nov 2022 . Actualizado a las 22:58 h.

Amado y odiado por igual. Admirado y ridiculizado. Empresario multimillonario y meme oficial de Twitter, su última adquisición. Elon Musk ha entrado en la red social sin despeinarse, desembolsando 44.000 millones de dólares y despidiendo a la mitad de la plantilla —26 trabajadores en España—. Sin contemplaciones y con cierto aire mesiánico, invocando la salvaguardia de la libertad de expresión. Sus planes empresariales —ya ha empezado a cobrar 7,99 dólares a algunas cuentas verificadas— han provocado una estampida de anunciantes -Volkswagen, General Motors o General Mills, entre otros-, y usuarios, que han optado por emigrar a otras plataformas como Mastodon o Discord.  ¿Es Elon Musk un simple y excéntrico agitador de masas?

La vida del hombre más rico del mundo —su fortuna está valorada en casi 250.000 millones de euros—, transcurre entre fiestas, juicios y polémicas, pero no siempre fue tan frívola. Aunque creció en una familia acomodada, Elon Musk no heredó ningún imperio. A base de estudio, ingenio y una voluntad inquebrantable ha convertido en realidad lo que la mayor parte de la humanidad solo alcanza a soñar, como fabricar desde cero naves para llegar a Marte o forzar a multinacionales y Gobiernos a descarbonizar las carreteras con sus vehículos eléctricos.

Dice que lo hace «por el futuro de la civilización». Por eso mismo quiere que los humanos se conviertan en cyborgs, con los implantes de su empresa Neuralink. No esconde su deseo de codearse en los altares de la historia con figuras de la talla de Leonardo da Vinci o Nikola Tesla.

Vive al filo de la genialidad y el delirio, obsesionado por que se le reconozca como un hombre «hecho a sí mismo». Y mucho tiene que ver con su infancia.

Terror en casa y en el colegio 

Elon Musk nació en Pretoria (Sudáfrica) en 1971. Sus padres, Maye y Errol Musk, nunca tuvieron problemas económicos. Poseían una mina de esmeraldas, según reveló el profesor de Berkeley, Robert Reich, quien puso en cuestión la imagen que se ha labrado Musk de infatigable  emprendedor. 

Sus progenitores se divorciaron cuando él cumplió los ocho años. Su infancia la pasó entre libros -entre sus preferidos, El Señor de los Anillos, La Fundación -de I. Asimov- o Guía del Autoestopista Galático- y videojuegos, según revela el periodista Ashlee Vance en la biografía que hizo del empresario. 

Elon Musk aprendió programación de forma autodidacta y con solo 13 años publicó el código fuente de «Blastar», un videojuego de naves espaciales que había diseñado. 

Su facilidad para aprender y su tendencia a señalar y corregir los errores de sus compañeros no le granjeó muchas amistades. En el instituto fue víctima de acoso escolar, llegando a ingresar una semana en el hospital por una paliza que le propinaron. Entonces, ya vivía con su padre. «En casa era igual de horrible, el espanto no acababa nunca», admitió. 

Con 17 años, Elon Musk trató de buscarse la vida emigrando a Canadá, donde residían miembros de su familia materna. Cultivó hortalizas, recogió cereal y limpió las calderas de una serrería. Se curtió en el trabajo duro, a diferencia de otros competidores, acostumbrados a no mancharse las manos. Cursó sus estudios de Física y Economía en la Universidad de Pensilvania (Estados Unidos) para ser inventor y empresario. Sus primeros trabajos versaron sobre el envío de energía a la Tierra a través de baterías solares situadas en el espacio, el escaneo electrónico de documentos y los ultracondensadores (para el almacenamiento de energía en vehículos, por ejemplo). No tardaría mucho en lanzarse a por el éxito en la selva de Silicon Valley

 Zip2

El primer negocio que Musk echó a rodar fue Zip2 (1995), una especie de Páginas Amarillas de internet donde podías buscar negocios y ubicarlos en el mapa, como si de Google Maps se tratara. Tuvieron que ir puerta a puerta convenciendo a los propietarios de tiendas y locales para que se anunciaran. Los tres primeros meses, Musk y su hermano Kimbal vivieron en la oficina, un «cuchitril de mierda», según el magnate. Invertían tantas horas en el negocio que Musk llegaba a dormir en un puf, junto a su escritorio, relata Vance.

La mentalidad de tiburón domina a los especuladores, pero el él se ve reflejado en la del samuray: «Me haría el harakiri antes de darme por vencido», le dijo a uno de los inversores que apostó por el proyecto. El negocio fue ganando músculo. Se incorporaron ingenieros informáticos, quienes enseguida pusieron en cuestión los plazos optimistas de Musk, pues quería tener listo en una hora trabajos que podían requerir una o dos semanas. Una exigencia que trasladó con posterioridad a sus equipos de SpaceX y Tesla, poniendo a prueba también la paciencia de los clientes. 

Con este primer experimento empresarial Elon Musk demostró su ambición y audacia, pero también dejó al aire su principal defecto: la soberbia e incapacidad para liderar equipos. Trataba con desdén a muchos de los empleados: «Esperar a que terminasen su trabajo me ponía de los nervios, así que arreglaba la programación de aquellos imbéciles y la hacía funcionar cinco veces más rápido. Un tipo escribió en la pizarra una ecuación cuántica, y se equivocó. Me puse en plan `¿cómo es posible que escribas eso?´, y se lo corregí. Después de aquello no me podía ni ver. Con el tiempo me di cuenta de que quizá solucionaba un problema, pero al precio de volver improductiva a una persona. Simplemente no era una buena manera de hacer las cosas», admitió ante Vance.

La aventura acabó en 1999 cuando vendieron Zip2 a Compaq Computer por 307 millones de dólares en efectivo, 22 de ellos para Musk. Se compró un piso, un McLaren F1 y un pequeño avión para pilotar. El resto lo invirtió en su nueva ilusión: X.com.

x.com / PayPal

X.com nació en 1999 y fue uno de los primeros bancos virtuales del mundo. La entidad ofrecía bonos a quienes se abrieran cuenta y atrajeran a otros clientes -algo que la banca tradicional tardó más de dos décadas en incorporar- y permitía hacer pagos con un simple correo asociado a una cuenta bancaria. En dos meses ya contaban con 200.000 usuarios. En el 2001, después de fusionarse con la competencia y tras una larga guerra interna por el control de la compañía, que dañó la reputación de Musk como líder, X.com pasó a llamarse PayPal. Solo un año después, la firma fue adquirida por eBay a cambio de 1.500 millones de dólares, 250 acabaron en el bolsillo de Musk. Para entonces, el magnate ya había dado muestras de su olfato emprendedor, pero también de su enorme ego e intransigencia. Había logrado capear la crisis de las puntocom y ahora apuntaba más alto, concretamente al espacio. No quería mejorar las utilidades de internet y hacerse rico, como otras figuras que se pavoneaban por Los Ángeles, sino conseguir que lo reconocieran como un genio.  

SpaceX

JOE SKIPPER | REUTERS

SpaceX nació en el 2002, solo un año después de decir adiós a PayPal. Musk invirtió 100 millones de dólares en la creación de la compañía con la que esperaba colmar sus sueños de infancia: fabricar cohetes y abrir de nuevo la puerta a los viajes espaciales. «Me gustaría morirme convencido de que a la humanidad le espera un futuro brillante», llegó a explicar. Aquel excéntrico multimillonario no entendía por qué las personas habían perdido el interés de explorar el universo. Después de leer viejos manuales soviéticos de fabricación y ensamblaje, Musk puso rumbo a Rusia para tratar de comprar un misil intercontinental que poder rehabilitar. Se volvió con las manos vacías. La rabia lo empujó a tomar una decisión que cambiaría el rumbo de la industria aeronáutica: fabricaría sus propias aeronaves de carga. Tanto los motores como las piezas. Si competidores acomodados como Boeing -en la actualidad segundo cliente de la NASA por detrás de SpaceX- anotaban costes de 30 millones de dólares para el envío de 250 kilogramos de carga al espacio, Musk proponía lanzar 630 kilogramos con 6,9 millones. Y en mucho menos tiempo.

Para ello fue reclutando universidad a universidad a los mejores y más jóvenes ingenieros. En comparación con la anquilosada y casi obsoleta industria espacial del momento, SpaceX les resultaba un soplo de aire fresco a las nuevas generaciones. Todos fueron sometidos a una enorme presión. «Lo que Musk no toleraba eran las excusas», dijo de él uno de sus hombres de confianza en la empresa, Tom Muller. No dudaba un instante en despedir empleados, incluso a los más cualificados, y se mostraba especialmente intransigente con la pérdida de tiempo. Excepto en la pausa de las 20.00, en la que los trabajadores dejaban sus tareas para jugar partidas al Counter Strike con el jefe. Tampoco encajaba bien las críticas: «Demostrar que Elon se equivocaba en algo era el beso de la muerte», dice de él un antiguo trabajador en la biografía que le hizo Ashlee Vance. 

El Falcon I fue la primera aeronave que debía propulsar a la compañía. Su despegue estaba previsto para el 2004, pero tras varios intentos fallidos, que llegaron a dejar a la empresa al borde de la ruina y a convertirla en el hazmerreír de la industria, el cohete cumplió con éxito su misión en el 2008, esquivando el cierre y abriendo de nuevo, casi sin saberlo, el camino de la carrera espacial.

El despegue de la empresa no fue fácil. Y mucho menos después del goteo de salidas de trabajadores que se fueron a la competidora Blue Origin, de Jeff Bezos, atraídos por ofertas salariales que doblaban lo que podían ofrecer en SpaceX. Musk no esconde su rivalidad con el multimillonario propietario de Amazon. No solo dijo de él que «no es un tipo agradable», también le recomendó pasar «más tiempo en Blue Origin y menos en el jacuzzi» y en gastar más dinero en mejorar su compañía que en untar de dinero a lobbies para presionar desde las sombras a la NASA. El organismo estatal estadounidense acabó encargando a SpaceX la misión de volver a la Luna en el 2024 -misión Artemis- una decisión que fue recurrida en los tribunales por la firma de Bezos. 

Con el paso del tiempo, los sueños de Elon Musk de salvar la civilización colonizando otros planetas, empezando por Marte, han ido tomando forma. Más allá de sus delirios de grandeza y sus prisas por poner los pies en el Planeta Rojo, lo cierto es que se ha hecho un hueco en la historia de la aeronáutica al demostrar que era posible fabricar cohetes reutilizables -con el ahorro de costes del 30 % aproximadamente-, y enviarlos con periodicidad al espacio. El Falcon Heavy, la nave de carga más potente que existe, todavía tiene por delante una misión: el lanzamiento en el 2026 del telescopio espacial Nancy Grace Roman. ¿Quién se encargará de llevar humanos a la Luna o Marte? La aeronave estrella de SpaceX: Starship. Tiene previsto hacer el primer lanzamiento -de prueba- el próximo mes de diciembre.

De las entrañas de SpaceX también ha nacido otra exitosa compañía: StarlinkComo su matriz, la firma fue alumbrada con la idea de prestar servicios que antes solo eran exclusivos de los Estados: conectividad a internet a través de satélite. Para ello, en el 2019 la empresa puso en órbita un tren de estrella con miles de ellos. Durante la guerra de Ucrania, el magnate cedió al país 5.000 de sus terminales, asumiendo el coste de mantenimiento del servicio, que la UE sopesa sufragar.

Tesla

Stephen Lam | REUTERS

El otro gran pilar sin el que no se puede entender a Musk es Tesla, el gigante de los vehículos eléctricos que ha conseguido dejar fuera de juego a los grandes fabricantes de coches tradicionales y al mismísimo corazón automovilístico de Estados Unidos (la ciudad de Detroit) con su apuesta 100 % eléctrica: un coche potente y atractivo que no emite CO2. Por entonces, no había nada igual en el mercado. Y mucho menos se había popularizado.

La singladura de la compañía, fundada en el 2003 por los ingenieros Martin Eberhard y Marc Tarpenning, ha sido, a menudo, tortuosa. Musk se convirtió en su principal accionista en el 2004 con 6,5 millones de dólares y un buen puñado de ingenieros. La empresa, que hoy vale 690.000 millones de euros -equivale a la mitad de la riqueza anual que genera España- , estuvo a horas de quebrar el 24 de diciembre del 2008. Durante esos cuatro años, en su taller se forjó la primera joya rodante: el Roadster (2005). El objetivo era lanzarlo al mercado en el 2006 con un precio de venta entre los 85.000 y los 90.000 dólares. El cofundador de Google, Larry Page, se anotó a la lista de espera para hacerse con un ejemplar.  

Habían planeado vender pocas unidades del modelo inicial, enfocado para ricos que se querían dar un capricho manteniendo la conciencia tranquila, sin ser un vulgar agente emisor de CO2. Así, podrían financiar su producción a mayor escala y popularizar los precios, algo que consideraban imposible en los cuarteles de General Motors o Aston Martin. El Roadster generó mucha expectación y demanda entre los círculos más selectos de Silicon Valley, pero se acumulaban los retrasos en las entregas.

Los problemas con los proveedores, la mecánica, la carrocería y los desorbitantes costes de producción empujaron a Tesla al borde del precipicio en el 2008, cuando sus fundadores ya habían tirado la toalla por desavenencias con Musk. El Roadster que la firma quería vender  por menos de 100.000 dólares costaba 200.000 fabricarlo. Todo era un tren de desgracias: cuando no daba problemas la carrocería, eran los paquetes de baterías o el motor. Con multitud de clientes enfadados y en espera, Musk tuvo que resetear el proyecto: «Prácticamente tuvimos que empezar desde cero. Fue terrible», recuerda. Su desarrollo, que inicialmente iba a costar 25 millones de dólares ya se había disparado a los 140 y la empresa no dejaba de perder dinero.

Elon Musk: «Me molieron a palos»

No había forma de que los inversores confiaran en ella, mucho menos tras el estallido de la crisis financiera y los rumores del mal estado financiero de la compañía. Fueron meses de idas y venidas en la dirección general y en la propia factoría. Meses de críticas feroces a la figura de Musk, que tomó las riendas ejecutivas antes de acabar el año: «Me molieron a palos. Cada tropiezo despertaba una alegría malsana. Justine (su exesposa) me fustigaba en la prensa. No dejaban de publicarse artículos negativos sobre Tesla e historias sobre el tercer fracaso de SpaceX. Fue realmente doloroso. Estaba hecho mierda. Pensé que no lo superaría», reconoció. No cejó en el empeño de mantener a flote sus dos negocios. Era incapaz de sacrificar cualquiera de ellos: exprimió su dinero, el de sus familiares y amigos, conocidos e incluso clientes —de forma irregular— y pidió préstamos. Acudió a los fondos de inversión. Muchos le denegaron el auxilio e incluso alguno trató de instigar el hundimiento de Tesla para cortejarla después. 

El día crucial fue el 24 de diciembre del 2008. La compañía ya estaba desahuciada. En cuestión de horas, cuando tuviera que pagar las nóminas, iba a declararse en quiebra, pero todo se resolvió con la entrada de inversores a los que Musk había persuadido y con el contrato multimillonario caído del cielo de la NASA, que extendió un cheque de 1.600 millones de dólares a SpaceX para ocuparse del abastecimiento de la Estación Espacial Internacional. Musk utilizó una pequeña parte para trasvasarlo a la firma de vehículos. 

Con esa bombona de oxígeno, siguieron adelante. Musk resistió el tiempo suficiente para ver nacer en el 2012 el gran éxito de Tesla: el Modelo S. Muchos lo llegaron a considerar el iPhone de los coches. La empresa había dado con el botón adecuado. El público se enamoró de esa berlina y en el 2013 la compañía se anotó jugosos beneficios con los que arrancar la producción en masa. 

Las cosas volvieron a complicarse en el 2018, cuando Tesla volvió a coquetear con la quiebra a causa de los problemas con los costes de producción del Model 3. La empresa quemaba el dinero. Cerró el 2017 con pérdidas de 2.000 millones

Desde el 2020, la compañía se disparó en bolsa, pero ese crecimiento se ha visto interrumpido en el último año, con un drástico ajuste de su valor de hasta el 50 %. No solo por la crisis de los microchips, que afecta a todo el sector, también por las reticencias de China a dejar circular sus vehículos por el país y ante la expectativa de que Apple le pueda hacer sombra con su Apple Car, un vehículo que quieren que sea autónomo, sin volantes ni pedales y con grandes pantallas interiores. 

A lo largo de las últimas dos décadas, Musk también cimentó las bases de otras compañías como SolarCity, dedicada al suministro de energía solar a propietarios de viviendas, empresas y organizaciones gubernamentales sin ánimo de lucro.

Más polémicas fueron las actividades de Neuralink (2016), la corporación con la que Musk quiere conseguir conectar el cerebro humano con computadoras avanzadas a través de la implantación de chips. El magnate está convencido de que, en el futuro, los humanos deberán convertirse en cyborgs para seguir evolucionando. A corto plazo, ha desarrollado dispositivos para tratar enfermedades causadas por desórdenes neurológicos.

Comercializó a través de su empresa Boring Company (2015) -especializada en infraestructuras subterráneas y excavaciones de túneles como este- 28.700 botellas de su exclusivo perfume Pelo Quemado (Burnt Hair), anunciado como «la esencia del deseo repugnante». Le sobra tanto el dinero, que llegó a aceptar dogecoins -una criptomoneda que nació como un meme, con la efigie de un perro- en lugar de los 100 dólares con los que se lanzó la unidad al mercado. En solo 24 horas ya se habían agotado más de 20.000 unidades. «Es como inclinarse sobre una vela puesta en la mesa, pero sin todo el trabajo duro», explica en todo de humor en su web. 

Una «app» para dominarlos a todos: los motivos que hay detrás de la compra de la red social

@elonmusk

Uno no se hace multimillonario siendo caritativo. Está claro. Pero poco se habla de que detrás del éxito de Musk hay un ejército de fieles trabajadores que le han aguantado de todo por la admiración que le profesan. Trata de forma despótica a quienes ponen excusas, quienes no se entregan a su trabajo los siete días de la semana o a quienes considera débiles, incluidas las mujeres. A su exesposa, Justine Wilson, le recordó en pleno baile de bodas: «En esta relación, mando yo», una actitud machista que Vance relaciona con su infancia: «Lo que probablemente moldeó más su personalidad fue la cultura afrikáner blanca, que celebrara los comportamientos hipermasculinos».

Para demostrar que él es el que manda, también sobre los mortales que lo rodean, no ha dudado en pasar por la guillotina a la mitad de la plantilla de Twitter sin inmutarse. Y lo ha hecho después de jugar con la empresa durante meses, algo que empieza a ser habitual. En el 2018 fue multado y apartado de la presidencia de Tesla por sugerir que la retiraría de la bolsa, influyendo en la cotización de sus acciones. También estuvo involucrado el año pasado en las pérdidas multimillonarias que encajaron grandes fondos de inversión con el caso GameStop, al arengar a sus seguidores a comprar acciones de la compañía. Inversores como Melvin Capital habían apostado en su contra. Lo han denunciado por promover una estafa piramidal con la criptomoneda «meme» Dogecoin, y también ha provocado un éxodo de anunciantes en su reciente adquisición, Twitter, tras anunciar que empezará a cobrar una tarifa mensual de 8 dólares a los usuarios VIP que quieran tener sus cuentas verificadas (oficiales). Musk ha responsabilizado de esta debacle a «activistas».

La gran cuestión es: ¿Por qué ha comprado la empresa? Más allá de sus objetivos mesiánicos, el magnate ha explicado que quiere unificar varios servicios en una sola app «X», que combine mensajería, red social y pagos.

¿Hacia dónde irá Twitter en los próximos meses? Lo único que Elon Musk ha dejado trascender es que quiere tomar como referencia la experiencia de Infoseek -un motor de búsqueda de pago que nació en 1994-.