Un expandillero: «Tenía 34 chicos a mi cargo a los que enviaba a matar»

Pablo Medina MADRID / LA VOZ

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Sereno, un alias, en una sala de la iglesia donde dejó su vida como pandillero.
Sereno, un alias, en una sala de la iglesia donde dejó su vida como pandillero. Pablo Medina

Asegura que los que desean dejar las bandas están «atrapados» en ellas

04 ene 2023 . Actualizado a las 16:13 h.

Sereno llegó a España cuando tenía 14 años. Viajó desde Ecuador, de donde es originario, para empezar una nueva vida junto a su madre. Ese año no fue fácil. Sus padres se habían divorciado, no conocía a nadie y su progenitora apenas estaba en casa por las 16 horas al día que trabajaban en aquel entonces. Por eso, Sereno empezó a frecuentar parques de la zona donde vivía. Fue en uno de ellos donde le empezó a seducir una de las 600 pandillas juveniles que hay en España.

«Para no ser excluido, empecé a fumar. Tabaco, marihuana y nevados — una mezcla de marihuana con cocaína—. También bebía en fiestas. Todo era droga, sexo y alcohol. Con 14 años no piensas, quieres agradar a los demás», cuenta el ahora expandillero, quien explica que la captación, a esas edades, es muy frecuente debido a la vulnerabilidad de los jóvenes.

Ritos de iniciación

Con la promesa de que los miembros de la banda son el mejor apoyo, casi una familia, para sus miembros, Sereno quiso ingresar en una, cuyo nombre no desvela para evitar represalias. «Me dijeron que habían fichado a un chico de una banda rival y que lo estaban vigilando. Me drogué hasta no ser capaz de pensar en las consecuencias y lo apuñalé». Sus camaradas le habían indicado cómo manejar el cuchillo para que la herida fuese mortal. «Quieren que tengas la sangre fría para comprometerte», cuenta. A partir de ese momento, la rueda de la droga y la violencia comenzó a girar.

Sereno, que en realidad es un alias y no un nombre, escaló posiciones y se empezó a hacer cargo de los novicios de la pandilla. «Tenía un grupo de 34 chicos a mi cargo a los que mandaba a matar para que se iniciaran. Normalmente, buscas gente de 12, 13, 14 años. Con el primer porro, ya los tienes ganados», narra.

Las bandas se dedican esencialmente al narcotráfico. «La mayoría de asesinatos son por iniciación o por venganza. El ‘tú me haces esto, yo te lo hago por dos’. Pero, al final, todo es droga y controlar territorios para poder venderla», asegura el ecuatoriano.

Sin embargo, en la banda hay jerarquías, y siempre mandan los adultos. Los jóvenes son los que venden la mercancía, pero también sirven como escudo. «Una pena en un correccional es más corta que una en la cárcel. Por eso, si un adulto mata a alguien o comete un delito grave, se le dice a los menores que asuman ellos la condena por el grupo», afirma Sereno.

El exdirigente de la banda cuenta que la actividad delictiva pasa factura. Los asesinatos, las peleas y el tráfico de estupefacientes arraigan en la cabeza como un tumor. «Te drogas para olvidar. Todo te lleva a una paranoia, te atrapa. Empecé a dormir con un cuchillo bajo la almohada a pesar de vivir en una tercera planta, Tenía en la cabeza que iban a entrar a por mí», recuerda Sereno.

La hora de la traición

Cuando alguien alcanza puestos de poder en la banda, se da cuenta de que lo que ha estado haciendo por el grupo cae en saco roto. «Los jefes siempre se lavan las manos. Al final lo dejas porque te acaban traicionando. Al primero que ven con la guardia baja, le acaban colocando un delito que no ha cometido. ¿No dijeron que eran mis amigos? ¿Mi familia?», narra el excriminal.

Su experiencia al lado de los cabecillas le demostró que la lealtad dentro del círculo era endeble y que, de paso, había hecho un daño, a veces irreparable, a gente que no lo merecía. «A gente que ni conoces y que es la primera vez que sabes de ellos en la vida», subraya. Por eso, Sereno decidió dejarlo.

La situación se complica para un pandillero cuando abandona el nido. El joven latino, ahora reinsertado, con trabajo y a punto de casarse, apunta a que, una vez fuera, es mejor rehacer la vida. «Unos cambian de bando buscando protección. Yo no cometí ese error. Me mudé, frecuenté otras zonas de Madrid y rehíce mi vida de cero», certifica.

Como Sereno, «la mayoría» de integrantes de las bandas —insiste en que son mayoría— quieren dejar de lado ese estilo de vida. «Todos quieren salir, pero no lo hacen porque tienen miedo. No saben qué va a ser después de ellos, piensan en huir y en el qué dirán. Están atrapados», dice.

Pese a todo, Sereno ahora ayuda a estos «prisioneros» de las bandas a dejar atrás la violencia y el exceso de las drogas.

El respeto de los pandilleros a las iglesias las hacen un refugio perfecto para «exiliados»

La relación de Sereno con su madre fue abrupta desde que echó raíces en la vida criminal. «Sufría mucho. Cada vez que escuchaba una ambulancia se creía que yo estaba ahí. La traté mal hasta el punto de que, si quería evitar que saliera, la agredía. Y a veces le robaba», rememora. Sus hermanas y su padre se enteraron de sus circunstancias, pero quien se llevó la peor parte fue la mujer que le alumbró.

Una vida delictiva siempre tiene como parada la cárcel. Sereno estuvo preso en las cárceles de Soto del Real, Alcalá y Aranjuez. «Cuando salí de la última condena comencé a escuchar a mi madre y le dije que la iba a acompañar. Estaba harto de verla a través de un cristal», asegura el joven latino.

Su madre, de la que no da nombre, pasaba las condenas de su hijo encerrada en una iglesia de Madrid, también sede del Centro de Ayuda Cristiano, que trabaja para sacar a jóvenes de las pandillas. «Lloraba y nunca dejó de rezar y luchar por mí», declara Sereno. Según él, los templos cristianos son un refugio seguro porque los pandilleros «tienen mucho respeto por las iglesias. Donde hay una, también hay una madre. No se atreven con esto», clarifica.

Sereno se sorprendió por el recibimiento de la parroquia, conocedora ya de su actividad transgresora con la ley. «Con las pintas que tenía, se acercaron a mí y nunca me miraron mal. Nunca me juzgaron y me enseñaron valores. Comencé a buscar el perdón en Dios por mis errores y en mí mismo porque sabía todo lo que había hecho», clama. Ahora, su vida se ha transformado y da gracias por la nueva oportunidad que le ha brindado la vida. «No cambiaría por nada la paz que tengo ahora», concluye.