Saúl Martínez-Horta: «Un cambio brusco de carácter suele ser un signo de alerta de que algo en el cerebro no va bien»

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En «Cerebros rotos», el neuropsicólogo recopila casos asombrosos que durante estos años han pasado por su consulta

27 mar 2023 . Actualizado a las 11:36 h.

No hay un cerebro como otro y, sin embargo, todas las cabezas funcionan prácticamente igual. A escudriñar este cableado y a tratar de comprender el cómo, el cuándo y el por qué de una mala conexión se dedica Saúl Martínez-Horta, director de la Unidad de Neuropsicología del Centro de Diagnóstico e Intervención Neurocognitiva de Barcelona. Experto en fallos que derivan en alteraciones del comportamiento, lleva años compartiendo en Twitter los casos más fascinantes que han ido pasando por sus manos. Ahora recoge algunos de ellos en Cerebros rotos: Pacientes asombrosos que me enseñaron a vivir (Kailas Editorial).

«Se nos olvida que tenemos una vida finita, que posiblemente a todos nos va a pasar algo terrible y que no sabemos cuándo. Uno cree que al descubrir algo así, que al recibir un diagnóstico grave, su vida va a perder todo el sentido, pero he aprendido que suele ser al revés, que hay forma de reconsiderar lo que define nuestra existencia», explica. Martínez-Horta era mal estudiante, nada le convencía como para lanzarse a hacer una carrera. «Un día di con un libro de casos clínicos de Oliver Sacks y me quedé absolutamente fascinado —cuenta—. Descubrir que el cerebro, como órgano, podía explicar cosas del comportamiento humano que a mí me parecían inexplicables me llamó muchísimo la atención, y me obsesioné. Fue un antes y un después en mi vida, lo vi clarísimo. De repente, me convertí en un alumno brillante». 

—¿Por qué genera tanta fascinación lo que pasa en el cerebro? ¿Es porque apenas sabemos lo que sucede ahí? 

—No creo que sea tanto por desconocimiento. Creo que es porque experimentamos lo que sucede en él constantemente, es decir, somos en esencia lo que hace nuestro cerebro y cualquier aproximación a explicar  cómo funciona eso, por qué en ocasiones cambia la forma en la que vivimos determinadas cosas, de la que vemos el mundo, nos resulta interesante; somos el ente mismo que lo experimenta. Yo puedo mirar al cielo, a las estrellas, y el universo me puede parecer algo impresionante, pero no siento fascinación. Al sentir en mí mismo, constantemente, la experiencia de mi mente, sí.

—Es común el miedo a perder la cabeza, a que algo ahí de repente haga clic y todo cambie.

—Tras leer el libro, mi madre me confesó que le había dejado una sensación de profunda fragilidad. Y es cierto que todas las personas experimentamos en algún momento pequeños sucesos que nos generan dudas sobre si todo va bien, sobre si debemos preocuparnos. Pero no encontrar una palabra u olvidarnos de algo no tiene que agobiarnos. Su persistencia, que no sea algo puntual, y que obviamente no se explique desde la fatiga o el estrés, sino que sea una cosa que además empeora, que interfiere en cómo funcionamos, es lo que debería alertarnos. El error ahí está en normalizarlo, en banalizarlo.

—¿A qué señales debemos estar atentos?

—En primer lugar, a una pérdida progresiva de la memoria de hechos recientes que imponga una necesidad de repetir las cosas, de que nos las tengan que recordar; no me refiero a cosas del tipo «se me ha olvidado que tenía una cita en el médico» o «no encuentro las llaves». En segundo lugar, a los cambios en el comportamiento o en el carácter. La personalidad es algo bastante estable en la vida de un individuo, por lo que cuando hay un cambio progresivo en el carácter, ya sea porque la persona de repente está muy desinhibida, irritable, agresiva, retraída o porque pierde la motivación de una forma muy obvia, hay que recelar. Y luego, a cualquier cambio en cómo la persona funciona desde el punto de vista cognitivo: si cambia su forma de resolver problemas, la agilidad mental para hacer frente a ellos, para orientarse… Si antes alguien era capaz de lidiar con determinadas cosas y encontrar soluciones efectivas y, de pronto, todo le cuesta muchísimo, hay que estar atentos.

—Y que alguien se repita mucho, ¿debería preocuparnos?

—Pues, entre comillas, sí. Y cuando hablo de preocuparnos no quiero decir preocuparnos porque quizás tenga una enfermedad neurodegenerativa o porque queramos descartar un determinado diagnóstico, hay muchas causas que pueden explicar fallos en la memoria. La memoria puede fallar de muchas maneras distintas. El no haber integrado que hace muy poco tiempo ha sucedido algo lleva la persona a repetir, eso refiere a un proceso y a un tipo de memoria reciente que cuando no funciona puede sugerir que se está comprometiendo una parte del cerebro, y que merece la pena valorar cuál es la causa. Porque hay determinados procesos degenerativos que pueden estar detrás.

—El 47 % del tiempo que estamos despiertos hacemos tareas casi en automático mientras nuestra mente está en otra parte.

—Una proporción importante de las personas que acuden al médico con aparentes problemas de memoria, no los tienen. En el sentido estricto, sus fallos en la memoria son una consecuencia de un problema de atención. Yo no me acuerdo de la cara de ninguna persona con la que me crucé esta mañana de camino al hospital. Hay muchas situaciones que pueden hacer que nuestra capacidad atencional disminuya, desde la fatiga al estrés o la ansiedad. La capacidad de nuestra mente es bastante limitada. Y estamos constantemente expuestos al bombardeo de nuestras propias ideas y de fuentes que vienen de fuera.

—¿Es cierto eso de que solo usamos el 10 % del cerebro?

—Es la mayor mentira de la historia de la humanidad. El cerebro lo usamos entero, constantemente, incluso cuando nos parece que no estamos haciendo nada. Es completamente absurda esta afirmación y no aporta nada positivo, porque en ella hay un poco de ese discurso de la autorrealización y del manual de autoayuda barato, de tú puedes con todo. No, amigo, tú no puedes con todo, tú puedes con lo que puedes y ya está, y no pasa absolutamente nada. ¿Y si uso todo mi potencial? Tu potencial es este.

—¿Y qué efecto tiene la tecnología sobre el cerebro? ¿Lo estimula o lo adormece, malacostumbrándolo?

—Hay una creciente preocupación desde hace tiempo por la exposición de los niños a las pantallas cuando la realidad es que ningún estudio ha demostrado que tenga realmente efectos negativos; de hecho, en determinados casos se han visto efectos positivos. Quizá no se hace la lectura correcta. Si un niño pasa muchas horas delante de una pantalla y, después, presenta una dificultad académica, quizá la causa no esté en haber estado tantas horas delante de la pantalla, sino en lo que hay detrás de que necesite hacerlo. Los chavales están desarrollando una capacidad multitarea gracias a esta exposición continua a distintos tipos de estímulos, y esto es muy importante. Y a los adultos que no hemos crecido con esa tecnología las facilidades que nos brinda no necesariamente tienen que suponernos un problema. Claro que hay peros: el bombardeo constante o dejar de hacer cosas por estar expuestos a la tecnología nos puede limitar, llevarnos a dejar de usar recursos cognitivos. Facilitarnos o simplificar demasiado las cosas quizás no sea un ejercicio adecuado. ¿A cuántos nos ha pasado que tenemos que hacer una suma y ya no nos sale, que tenemos que sacar la calculadora? Si la exposición constante a la tecnología lo que te hace es absorber completamente tus recursos atencionales, estás perdiendo, con lo cual, todo tiene matices. Yo no creo que haya una relación directa entre la tecnología y la enfermedad del cerebro, pero sí repercute en él, afecta en lo que hace.

—¿Es algo que les inquiete? A los neuropsicólogos. 

—Realmente, no mucho. Sí le interesa a la gente que se dedica a la neuropsicología infantil y a los trastornos del aprendizaje y del desarrollo, ahí sí que hay unas líneas potentes de trabajo para recabar información de hasta qué punto hay un efecto o no lo hay. Y por supuesto en trastornos del neurodesarrollo, donde la adaptación del niño depende mucho de cómo se relaciona con el contexto. Un ejemplo son los trastornos del espectro del autismo, pues ahí el cómo utilizamos las tecnologías es fundamental. Pero en adultos no es algo que nos preocupe, al revés, cada vez estamos incorporando más las nuevas tecnologías como herramientas de evaluación e incluso de intervención.

«Estamos convirtiendo en patologías problemas de la vida, cosas banales como la tristeza posvacacional»

Un «cerebro roto» es aquel, explica el neuropsicólogo, que deja de ser capaz de funcionar como debería al verse expuesto a algo que lo ha dañado.

—¿Pueden arreglarse?

—Depende de lo que haya causado la ruptura. Cuando un cerebro sano se rompe porque tiene un accidente de tráfico y se golpea, o porque se intoxica con algo, no deja de ser un cerebro sano. En función de cuán grande es la ruptura, hay más o menos posibilidades de recuperación. En otras ocasiones lo que hay detrás es un proceso progresivo, una enfermedad degenerativa, y ahí lamentablemente no disponemos de estrategias para revertir el proceso y reparar el daño.

—Dice en su libro que detrás de síntomas de depresión y ansiedad puede haber un cerebro roto, un trastorno neurológico enmascarado.

—Así es, en ocasiones una persona presenta síntomas como los propios de una depresión y en realidad lo que está provocando esos síntomas es una enfermedad del cerebro. Aquellos profesionales que se topen con un problema de esta índole deben contemplar todas las opciones, descartar todas las posibilidades, no vaya a ser que se le esté haciendo psicoterapia a un tumor cerebral.

—La salud mental ha dejado de ser tabú, pero ¿estamos quizá sobrediagnosticados?

—Hay quien ha aprovechado este tirón para inventarse conceptos diagnósticos que no tienen demasiada validez científica, por ejemplo, cosas tan banales como hablar del síndrome posvacacional. Se desarrolla como si fuese una entidad clínica cuando no tiene absolutamente nada de ello. Se han inventado términos de índole psicológica, psiquiátrica y pseudoneurológica para hacer referencia a hechos estrictamente banales. Y eso es un problema, porque nuestra sociedad ni necesita ni merece que convirtamos en anomalía o en patología problemas de la vida y cosas que nos definen. Estar triste porque ha fallecido alguien próximo o súper agobiado porque han terminado las vacaciones forma parte de nuestra realidad, el problema sería que no fuese así.

—Y en cuanto a los psicofármacos, ¿cree que  somos una sociedad sobremedicada?

—Yo creo que hay un grave problema de comprensión de base. Las enfermedades son enfermedades, causan sufrimiento; una depresión, una esquizofrenia o un alzhéimer son lo que son, una realidad que está ahí, pero que a veces se cuestiona, y a mí eso me parece un grave problema de conceptualización. Algo parecido sucede con los psicofármacos. Como cualquier cosa que podamos utilizar para tratar, se tienen que utilizar bien, a sabiendas de cómo, cuándo y por qué. Cuestionar la efectividad de los psicofármacos, como se está haciendo con los antidepresivos, demuestra un profundo desconocimiento sobre la materia. Y me parece también casi un ataque o un insulto a los millones de personas a las que este tipo de medicación les ha salvado la vida o se la ha cambiado. ¿Somos una sociedad sobremedicada? Bueno, no creo que sea en lo relativo a la salud mental. Creo que somos una sociedad que exige ser tratada: me duele el cuello, dame algo. 

—¿Por qué algunas enfermedades afectan más a hombres y otras a mujeres? Sucede con el autismo o el alzhéimer.

—El cerebro del hombre y el de la mujer son distintos, pero que sean diferentes no significa que sean mejores o peores. Los hombres y las mujeres tenemos una serie de diferencias evidentes a simple vista, desde el punto de vista biológico, y eso también sucede en el cerebro. Y además tiene mucho que ver el cómo se ha ido conformando este órgano a lo largo de la evolución, cómo se ha adaptado su estructura a la manera de funcionar masculina y femenina. Lo que hombres y mujeres hemos ido haciendo, el contexto en el que nos hemos desarrollado y evolucionado, también es distinto. Y el contexto hace mucho en cómo el cerebro se desarrolla y en cómo un cerebro evoluciona.

—Quién sabe qué enfermedades neurológicas habrá en el futuro, con el cerebro en constante adaptación al medio, a las circunstancias.

—La verdad es que los profesionales le damos muchas vueltas a esto, a qué nos vamos a encontrar. Lamentablemente, muchas de las enfermedades que venimos viendo desde hace mucho tiempo sabemos que están presentes desde hace muchísimos años; posiblemente haya algo que es inherente a la biología del ser humano, a cómo estamos hechos y a esa vulnerabilidad, lo que implica que muchas de ellas hayan sido, sean y vayan a ser exactamente las mismas durante mucho tiempo. Pero es evidente que con la aparición de nuevas patologías, por ejemplo el covid, estamos aprendiendo qué tipo de procesos —más allá de las secuelas directas de la infección— podrían acompañarnos a largo o a medio plazo por habernos visto expuestos a una enfermedad, y a un contexto, que antes no existían.

—Además del daño que pueda dejar la infección en el sistema nervioso, ¿qué impacto puede llegar a tener la pandemia en el cerebro: la situación, el miedo, el confinamiento? 

—Claro, por un lado están todas las causas, en cascada, en barrena, de toda la parte biológica relacionada con la infección: la respuesta inmunitaria, las secuelas, etcétera. Y por otro el cambio drástico que supuso la pandemia en nuestra forma de vivir; tuvo una repercusión casi instantánea en cómo funcionaba nuestro cerebro. La noción del paso del tiempo, por ejemplo, era completamente distinta en pandemia. Y luego, en población más o menos vulnerable, como son personas mayores o aquejadas de determinadas enfermedades, que quizás estaban en fases muy iniciales, el confinamiento tuvo unas consecuencias dramáticas, y cuando digo dramáticas son dramáticas. Hubo un bum de pacientes con alucinaciones visuales y auditivas, de empeoramientos cognitivos, de manifestaciones relativas a trastornos del estado de ánimo. Fue una auténtica barbaridad, y a posteriori no se ha solventado. Nosotros vemos a mucha gente con problemas que empezaron justo cuando se inició el confinamiento y que tienen mucho que ver con esa ruptura con nuestra forma de funcionar, con cómo eso desenmascaró algún problema. No creo que lo provocase, pero sí que hizo emerger procesos que estaban más o menos latentes.

—Todo ese contexto, ¿nos ha golpeado más fuerte que el propio virus, nos dejará más secuelas que la infección?

—No sabría responderte, porque además hay una parte de los efectos que pueda tener el hecho de que el coronavirus llegue al cerebro que desconocemos, que iremos viendo con el tiempo; hay eventos que pueden suceder a medio-largo plazo. La carga viral o el efecto del virus en el cerebro no ha sido los mismos para todo el mundo y hay personas que han desarrollado un daño cerebral secundario relacionado con problemas respiratorios, daño hipóxico, inflamación, etcétera. Yo creo que el contexto pandémico ha destapado una serie de elementos propios de nuestra vulnerabilidad, especialmente de lo relativo a la salud mental, y que ha demostrado que somos una sociedad que pende de un hilo: cuando se nos ha alterado de una forma muy significativa nuestra forma de vivir ha aparecido un incremento brutal de toda una serie de problemas de salud mental, que van desde la depresión a las autolesiones en adolescentes y a los índices ya dramáticos de suicidios. Y lo «único» que ha cambiado es que dejamos de hacer lo que hacíamos cada día. 

—Está especializado en la enfermedad de Huntington. ¿Qué le llama tanto la atención de ella?

—Que es una enfermedad neurodegenerativa genéticamente determinada, que te permite estudiar lo que sucede en el contexto de la neurodegeneración años antes de que la persona esté enferma. Una mutación genética, que se puede detectar, avanza que se va a sufrir la enfermedad. 

—Esto es una ventaja para el médico, pero ¿también para el enfermo?

—La parte científica es muy interesante y la parte clínica también: el aspecto de la enfermedad, los síntomas, son muy espectaculares. El problema, y es parte de lo que a mí me apasiona esta enfermedad, es el impacto de todo ello, es decir, el hecho de saberse conocedor de una condición genética que acabará con tu vida de forma lenta, como lo ha hecho con tus padres, como lo hizo con tu tío, como lo hizo con tus abuelos y con tus primos o con tu hermano. Sitúa al enfermo en un lugar muy, muy complejo. Trabajar ahí, con estas personas, e intentar entender qué es biología y qué es estrictamente psicología, o una reacción a todo eso, es algo fascinante. 

—Para esta enfermedad no hay cura, pero ¿se puede llegar a detener su desarrollo, se puede vivir bien con ella? 

—No, no se detiene. Es una enfermedad que empieza cuando la persona es joven, con 30-35 años, incluso hay casos en niños, también en bebés, pero lo habitual es elrededor de los 30 y los 35 años, e impone unos cambios progresivos inevitables a nivel motor, cognitivo y psiquiátrico que convierten a la persona en alguien profundamente dependiente. Y no disponemos de nada para revertir, ni para parar, ni para ralentizar la progresión; podemos tratar los síntomas e intentar dignificar de la mejor manera posible la experiencia de la persona que la sufre y de la gente que convive con el sufrimiento de esa persona, que no es ni mucho menos algo banal.

—Hace unas semanas, La Voz publicó el testimonio de una persona cercana a un enfermo de Huntington que había solicitado la eutanasia. ¿Recurren muchos de sus pacientes a esta opción?

—El caso que cierra el libro es el único de eutanasia que he llevado de una persona con enfermedad de Huntington. No lo están pidiendo muchas personas, pero sí que se contempla mucho, sí se valora. Saben que en algún momento van a querer hablar seriamente de esta posibilidad y que nosotros tenemos que estar abiertos a escuchar qué es lo que quieren, cuándo, cómo y por qué. Qué podemos ofrecer. Y bueno, es un razonamiento coherente, acorde a la magnitud del deterioro que impone una condición como esta, irreversible.

—¿Qué opina de la muerte asistida en el caso de otras enfermedades degenerativas?

—A mí me parece un acto de profunda libertad y dignidad. Para mí, el concepto de vida va mucho más allá de una cuestión estrictamente biológica. Ser partidarios de dignificar el fin de la vida no significa ser partidarios de abandonar a los pacientes, para nada. Nosotros nos dejamos la piel por todos, por los que no quieren acabar con su vida y por los que sí. Pero es evidente que los matices y el drama que imponen estas enfermedades las hacen incompatibles con el sentido más amplio de lo que es la vida, y si en ese contexto la persona ha elaborado, de una forma razonable y racional, la voluntad de no seguir adelante es difícil encontrar elementos que te hagan pensar que no hay que apoyar esa decisión. Yo nunca me he encontrado con personas que abandonen esta «lucha» y, de hecho, el que un paciente esté deprimido es una contraindicación para seguir adelante con la propuesta de la ley de la eutanasia, porque desde la depresión puede plantearse como un suicidio. Nosotros lo que garantizamos es que el paciente elabore esa decisión y la reitere desde otro plano, desde un plano de plena conciencia, de relativa normalidad y de saber entender muy bien por qué las opciones que le estamos brindando no las quiere. Y ahí ya no es una cuestión de dejar de luchar, es una cuestión de que ya no tiene sentido lo que está sucediendo. 

¿Cómo nos afecta el alcohol en el cerebro y, por tanto, en nuestro comportamiento?

—Cuando hablamos de alcohol y cerebro hay que distinguir dos cosas: el efecto agudo y la exposición continuada. La exposición al alcohol afecta al funcionamiento del cerebro de una forma muy evidente: nos desinhibe, y la pérdida de la capacidad de autogobierno nos puede llevar a esa característica gran afabilidad y a una cierta hipersexualidad, incluso o a estar más agresivos, hay un problema de control. Es el efecto, digamos, más inmediato en el cerebro del alcohol. El problema con el alcohol es que es una sustancia extraordinariamente tóxica, en todos los sentidos; su uso continuado, que no es necesariamente un uso brutal de embriagarse cada día —en España, y en toda la zona mediterránea, se ha normalizado como ocasional un patrón de consumo que es de enolismo puro y duro—, asocia un tipo de lesiones a nivel cerebral tremendas. El señor y la señora que habitualmente comen con un vinito, se toman una caña como un hábito normal y no se embriagan van a sufrir unos cambios progresivos y generalmente irreversibles en el cerebro, y esto a una determinada edad puede ser un claro precipitante del desarrollo de ciertas enfermedades. La gente ahora bebe una barbaridad a una edad muy temprana. En el futuro vamos a ver qué impone este patrón desorbitado de consumo de alcohol en el desarrollo del cerebro. Un cerebro sano es capaz de reorganizarse, de seguir funcionando. Y hay una epidemia de personas mayores con problemas cognitivos y motores difícilmente reversibles donde el alcohol ha jugado un papel central en sinergia con otras variables como puede ser la hipertensión, el colesterol, la dieta, etcétera. 

—¿Qué hay de los comportamientos atroces y delictivos como los de los asesinos o los maltratadores? ¿Hay tras ellos una explicación biologicista? ¿Les falla el cerebro a estas personas?

—Este es un tema fascinante para el que obviamente no tengo la respuesta. Es evidente que el comportamiento humano se explica en base a la interacción de una muy compleja constelación de variables de todo tipo, de índole biológica y de experiencia propia en la vida, situacional. Es verdad que posiblemente en la mayoría de casos atribuir actos de violencia o de maldad a una enfermedad en el cerebro sea un error, pero eso no significa que parte de la explicación no esté ahí, de hecho a mí me parece bastante absurdo no contemplar el cerebro cuando intentamos hablar del comportamiento humano: sin cerebro no existe comportamiento. En determinados casos, la violencia, la agresión, el crimen y la maldad nacen claramente de un problema en el cerebro. No se trata de buscar explicaciones genéricas detrás de estos actos, pero si como sociedad estamos intentando comprenderlos y terminar con ellos deberíamos ser capaces de hacer un análisis lo suficientemente amplio como para llegar a entender qué es lo que realmente hay detrás, si detrás hay una enfermedad, y si es así, cómo la podemos detectar, incluso tratar, o cuándo no hay una enfermedad y, por lo tanto, qué es lo que lo explica. Es muy delicado. Como sociedad que intenta entenderlo para tratarlo, para abordarlo y para prevenirlo, tenemos que poner encima de la mesa todas las variables, sino será imposible hacerlo. A día de hoy no hay nadie, ni desde la neuropsicología ni desde la psicología social, que pueda comprender con exactitud, ni mucho menos predecir, qué puede explicar que un padre asesine a sus hijos, pero en la consulta vemos casos que vienen derivados de un inicio de maltrato. Eso se tiene que contemplar. 

—¿Con qué trastorno neurológico le gustaría encontrarse?

—Un trastorno neurológico como tal no sabría decir, porque realmente he visto muchos y muy minoritarios. Al hilo de esto de la violencia, me gustaría poder estudiar a fondo desde mi perspectiva determinados personajes históricos de los anales de los crímenes, profundizar en toda la parte neurobiológica y utilizar la tecnología que tenemos a día de hoy para intentar comprender. También, intentar entender la neurobiología que acompaña al proceso de radicalización, comprender cómo una persona que ha crecido aquí es capaz de coger una furgoneta y cometer una matanza en nombre del islam. Esto sí que me encantaría.