António Costa: la corrupción enloda el último acto del motor del milagro portugués

Francisco Espiñeira Fandiño
Francisco Espiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

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El exprimer ministro de Portugal creció a la sombra de Sócrates y se vistió de líder como alcalde de Lisboa

08 nov 2023 . Actualizado a las 18:28 h.

António Costa (Sao Sebastiao da Pedreira, 1961) ha firmado un final de trayecto en la política que nunca se hubiera imaginado. Hace casi dos años, rozó el cielo. El 30 de enero del 2022 lograba una inapelable victoria en las urnas.120 diputados, cuatro más de la mayoría absoluta, refrendaban el reconocimiento de sus paisanos a la resurrección económica de Portugal tras ser una de las cenicientas de Europa, rescatada de las garras de la gran crisis inmobiliaria del 2009. Costa aparcó muchos de los prejuicios de la izquierda y se entregó a las recetas neoliberales más duras para salir de la recesión y colocar a su país en dobles dígitos de crecimiento del PIB y de la riqueza del país, solo por detrás de Irlanda.

Su receta política no sorprendió a quienes le conocían de sus muchos años de militancia en las entrañas del Partido Socialista portugués. Pero, visto desde fuera, chocó bastante su salida de la crisis. António Costa llegó al poder pese a perder las elecciones del 2015 frente a Pedro Passos Coelho (centro derecha). Para ello, se inventó el que fue el predecesor del Frankenstein español, la geringonça —que se puede traducir por algo así como artilugio, o, en el gallego más coloquial, por chirimbolo—, desde los verdes a los comunistas, todos los partidos situados a su izquierda. Poco le importó soportar la convivencia. Acostumbrado a mandar desde joven, impuso un ritmo legislativo que sus aliados aceptaron sin rechistar y extendió su liderazgo a todos los ámbitos de la vida política lusa.

Costa llegó al cargo de primer ministro desde la alcaldía de Lisboa, donde durante ocho años, desde el 2007, dio muestras de su peculiar carácter volcánico, pero también de su capacidad de trabajo para renovar buena parte de una ciudad decadente que se convirtió en la meca de la buena vida para muchos nórdicos y europeos. Incluso hasta Madonna decidió afincarse a orillas del Tajo.

La alcaldía de Lisboa parecía el techo de la carrera del hijo de Orlando da Costa, un histórico militante comunista originario de Goa que sufrió los rigores de la dictadura de Salazar, cuando fue condenado a pasar un largo período entre rejas por su activismo.

Por entonces, António da Costa no era más que un entusiasta seguidor de las novelas de Perry Mason, el verdadero motivo por el que apenas con doce años decidió estudiar Derecho. Vivía junto a su madre, la conocida periodista María Antonia Palla, en una freguesía del entorno de Lisboa, Sao Sebastián da Pedreira, de apenas 6.000 vecinos y siempre tuvo vocación política y unas ocurrencias que en la era de los memes no sobrevivirían a la crítica global. Así, recién superada la treintena, cuando ya era diputado, optó a ser alcalde de Loures, un bastión comunista del entorno de la capital lusa. Su gran apuesta era extender la línea de metro desde el centro de la ciudad a su municipio y que para convencer a los votantes de su urgencia se inventó una carrera entre un burro y un Ferrari. El burro ganó la carrera y demostró que los atascos eran terribles, pero no le fue suficiente al futuro primer ministro para acceder al bastón de mando de Loures.

Para entonces, Costa ya era un activo militante socialista que fue ocupando cargos bajo el mando de António Guterres y José Sócrates. Sobre todo con este último, que se convirtió en uno de sus principales valedores. Empezó desde abajo, como secretario de Estado, pero pronto llegó a su primer ministerio, el de Asuntos Parlamentarios (1997-99). Pasó a Justicia (1999-2002) y luego fue eurodiputado. Dejó la cartera de Interior para ser candidato a la alcaldía de Lisboa y allí logró el éxito que no tuvo en Loures.

La capital fue su pasaporte al liderazgo de un socialismo portugués alicaído y hundido en las encuestas. En el 2014, se presentó por sorpresa a la secretaría general del PS y ganó.

Amigo de Galicia

Para entonces, Costa ya tenía a España como un referente. Pese a ser países vecinos, la distancia entre Madrid y Lisboa siempre ha sido enorme. Pero el socialista luso ha buscado siempre potenciar el eje ibérico, primero con Mariano Rajoy y, en el último lustro, con Pedro Sánchez.

Así, la excepción ibérica de la energía, donde ambos países presentaron batalla de forma conjunta ante la UE es el último episodio de una fructífera alianza.

En esa hoja de ruta ocupaba un lugar preferente Galicia. La apuesta más decidida de Costa en materia de infraestructuras es la conexión por alta velocidad entre Vigo y Oporto, así como la salida de mercancías a través del corredor Atlántico, en lugar de por Madrid, una alianza clave para defender los intereses de Galicia.

Amargo adiós

Padre de dos hijos, excelente conversador y duro rival en los debates —durante un tiempo era un asiduo de las conversaciones políticas en televisión—, su momento más duro como primer ministro, antes del escándalo del litio, llegó con la grave ola de incendios del 2017, que se cobró 66 vidas y que supuso un duro mazazo para todo el país. Fue objeto de numerosos ataques —se llegó a decir que estaba de vacaciones mientras las llamas devoraban el país. Su carácter se fue endureciendo y lo que empezó siendo una feliz y tranquila cohabitación con el presidente del país, el conservador Marcelo Rebelo de Sousa, ha acabado en un choque irreconducible. Desde hace meses, Rebelo ha amenazado con disolver el Parlamento y convocar elecciones, pese a la mayoría socialista. Muchas de las decisiones de estos veinte meses han supuesto una masiva movilización en las calles portuguesas. Los bajos salarios, la inflación y la adopción de medidas impopulares, como gravar con un impuesto que subió más de un 1.000 % a los que usaran coches de más de veinte años de antigüedad, fueron debilitando su posición. La sombra de la corrupción rodea su gabinete desde hace meses, con polémicas en casi todos los campos. Y las encuestas, a las que ya derrotó en el 2019, marcan una caída constante. El litio, una de las claves del futuro, la esperanza para reindustrializar el país, ha sido el clavo en su tumba política. Al menos por ahora.