Navalni, un hombre solo

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado EL MUNDO ENTRE LÍNEAS

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Un grafiti del artista callejero Harry Greb, en el que se ve a Alexéi Navalni, apareció en Roma a principios del 2021.
Un grafiti del artista callejero Harry Greb, en el que se ve a Alexéi Navalni, apareció en Roma a principios del 2021. ContactoVincenzo L | EUROPAPRESS

17 feb 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Hijo de un oficial del ejército soviético, la infancia de Alexéi Navalni transcurrió de cuartel en cuartel; pero los veranos los pasaba con unos parientes precisamente en Chernóbil. El accidente nuclear de 1986 le permitió observar en persona los engaños, la duplicidad y la ineficacia que precedieron y siguieron a la catástrofe. Quizás fuese aquella explosión el arranque de su militancia política, primero en las filas del partido liberal Yabloko y luego ya en solitario, utilizando las distintas organizaciones no gubernamentales y páginas web que fue creando a lo largo de su combate contra lo que se iba convirtiendo en una autocracia sin haber dejado de ser nunca una burocracia inhumana. La perspicacia de Navalni fue entender que la corrupción no era un efecto secundario de ese sistema sino su misma esencia, y por eso centró en ella su activismo. Al principio, pudo todavía aprovechar la relativa debilidad del gobierno de Medvedev (un hombre de paja puesto por Putin para que le guardase la presidencia mientras él ejercía de primer ministro). En 2011 llegó a parecer incluso que las protestas populares que encabezó Navalny podían abrir una vía de agua en el sistema. Pero aquella «primavera rusa», nunca demasiado nutrida, se acabó frustrando entre la represión y debilidad de la sociedad civil. Al año siguiente, Putin volvía a la presidencia.

A partir de ahí, la lucha de Navalni se hizo más solitaria que nunca. De hecho, su activismo tomó un cariz tan personal que era prácticamente la justa desigual de un solo hombre contra todo un sistema brutal, casi más un martirio voluntario que una acción política. Una y otra vez, con una tozudez sin duda heroica, pero suicida, Navalni no le costaba nada aplastarle con el pulgar a cada paso. Detenciones arbitrarias, falsas acusaciones, inhabilitaciones para cargos públicos que le impedían concurrir a las elecciones cuando amenazaba con ganarlas, cárcel, palizas, un ataque con ácido que pretendía dejarle ciego… El estado usaba todo su arsenal contra él, pero Navalni volvía una y otra vez a la carga. Envenenado en el 2019, y de nuevo al año siguiente, Navalni, que pudo sobrevivir de milagro gracias a que le habían llevado a un hospital alemán, todavía insistió en volver a Rusia sabiendo que sería detenido nada más pisar el aeropuerto. Incluso en prisión, bajo un régimen penal severo, siguió haciendo oír su voz para denunciar la invasión de Ucrania a través de sus abogados (que más tarde eran detenidos). Quienes creen en el valor político del ejemplo, tienen en Navalni alguien a quien admirar y respetar. Desde un punto de vista humano, sin embargo, cabe preguntarse si ese sacrificio personal sin resultados merecía la pena. Lo sabremos si al final el ejemplo de Navalni sirve para Rusia cambie algún día. De momento, su muerte en un lugar perdido del Gulag ártico, en la mayor de las soledades, a causa de un último envenenamiento o del anterior, solo deja rabia y desazón. Porque Putin, que desde hace años se ha negado a pronunciar su nombre en público, habrá sentido solo que se quita una pequeña molestia de encima.