A veces hay en la vida de un escritor un momento crucial que termina dividiendo su obra en dos vertientes tan dispares que casi podrían atribuirse a distintos autores. Desde los años ochenta, Emmanuel Carrère había escrito novelas como La amiga del jaguar, Bravura o El bigote que giraban precisamente en torno al momento en que una vida bifurca para siempre en una dirección imprevista e inquietante; estos relatos eran auténticos laberintos mentales laboriosamente edificados para diferir la contemplación de la pavorosa realidad, para tratar de postergar el instante en que aquello que en secreto más tememos se alza al fin en toda su evidencia. Lo real, decía Lacan y gusta de repetir Carrère, es aquello contra lo que chocamos. La novela ha sido para este escritor un intento de ponerse «fuera de alcance» ?título de otra de sus ficciones y expresión recurrente en cada uno de sus libros?, vana tentativa, pues el monstruo nunca deja de acechar, a veces incluso habita en nuestro entorno, a menudo en nuestro interior.
Es un suceso, el mediático caso Romand, lo que le espolea a cambiar de escritura y de vida. Tal parece como si Carrère hubiese esperado desde siempre a Jean-Claude Romand, o mejor a lo que encarnaba, y cuando tuvo noticia de los horribles crímenes que éste había cometido y sobre todo de la mentira que había forjado y mantenido con tanta tenacidad para no afrontar la realidad, sintió que esta historia le interpelaba en lo más íntimo y que estaba llamado a escribirla. Todavía compuso una última novela, tal vez la mejor de todas las suyas, Una semana en la nieve -fría y dura como un diamante, sencilla y terrible como un cuento popular?, en la que trató de disfrazar el caso Romand bajo los ropajes de la ficción. Era un canto de cisne, su despedida definitiva del género novelístico. Había surgido de él una nueva voz, una escritura personal, única capaz de contar la historia real de la que él era parte integrante y esencial. Escribir El Adversario fue como un hachazo en el mar helado de toda su obra, tan contundente que ya nunca dejaría de explorar el inagotable territorio de lo real. Gracias a este libro, al estilo que había asumido casi en contra de su voluntad, a ese «yo» que ahora hablaba a cara descubierta, pudo salir Carrère de la prisión ficticia que había construido a su alrededor y abrirse a los demás. Pero contar desde el «yo» no supuso sólo un cambio de perspectiva narrativa, sino, como él mismo ha querido aclarar, una manera de redimirse: en El Adversario, «renuncié a ausentarme, escribí el libro en primera persona. Pienso sin exagerar que esta elección me ha salvado la vida». Relatar se vuelve así una manera de reparar el daño.
Lo que vivió Carrère fue una auténtica conversión literaria y existencial, similar en su magnitud a la conversión religiosa que había sufrido pocos años antes y que narra en El Reino, aunque de mayor hondura y prolongación en el tiempo. La empresa que ha acometido ya no pretende mostrar a un hombre en toda su verdad, como se vanagloriaba antaño Rousseau, sino hurgar a través de la escritura en las fisuras que nos separan de nosotros mismos. El «yo» es el punto de anclaje y el camino para abrirse al otro, al extraño que habita en uno mismo, pero sobre todo a los demás. El que fuera novelista se reconcilia de este modo con la realidad sometiéndose a lo que ésta tiene de imprevisible, asumiendo plenamente su papel de testigo cuando el azar le coloca en tal situación (De vidas ajenas) o cuando un impulso desconocido le mueve a investigar una vida apasionante (Limonov), un periodo histórico crucial (Limonov, El Reino) o sus propios orígenes (Una novela rusa).
Escribir es también para Carrère averiguar los motivos que le llevan a contar una historia específica. Por ello, a la cronología de la historia relatada se suma siempre la de su redacción. Cuando casi al final de Una novela rusa su madre le ruega que no nombre en este libro al abuelo, Emmanuel le contesta que si se ha hecho escritor es justamente para poder contar esta historia que ella se ha empeñado en ocultarle, y que en consecuencia su terrible petición «equivale a matarle como escritor». Con Carrère, todo corre el riesgo de terminar en un libro, incluso -o especialmente? aquello que concierne a quienes comparten su vida. Pero si desvela sus intimidades en sus obras no es por producir un efecto morboso, por lo demás tan contemporáneo, sino respondiendo a una ética de la escritura, a una estética, que está por encima de todo lo demás, tal como él mismo manifiesta en Yoga: «Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, por lo menos al tipo de literatura que practico: es el lugar donde no se miente. Es el imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y a este imperativo creo haberme ceñido siempre. Lo que escribo tal vez sea narcisista e insustancial, pero no miento». Esta escritura categórica «carente de hipocresía» convierte a Carrère en uno de los escasos escritores morales actuales; es al menos lo que sostiene su amigo el novelista Michel Houellebecq, para quien «esta rectitud intelectual y moral hace que él, y sólo él (o casi), sea capaz de abordar algunos temas, en verdad moralmente delicados».
Desde el pasado 8 de septiembre, Emmanuel Carrère asiste a diario, en calidad de cronista, al macrojuicio por los atentados yihadistas de 2015 en París, los de la sala Bataclan y sus alrededores. Esa misma ética de la escritura en la que toma asiento su literatura es la que le lleva a sacrificar un año entero de su vida escuchando los testimonios de cientos de víctimas y familiares. Nadie duda que todo ello encontrará su lugar en un nuevo libro. Nadie duda tampoco que esta obra será polémica y apasionante.
Francisco González es catedrático de Literatura Francesa de la Universidad de Oviedo
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