Al menos una docena barcos se ha hundido en los últimos 75 años debido a las nieblas y peligrosos escollos del punto más septentrional de Asturias

El mítico cabo de Hornos, en el extremo sur de América, con sus colosales tormentas casi sobrenaturales propias de una novela de Salgari, ha sido tradicionalmente uno de los más peligrosos para la navegación. Eso no es algo nuevo para los marinos. En Asturias, salvando las (muchas) millas de distancia, un cabo asturiano ostenta el dudoso honor de ser también una maldición para navegantes.

Se trata del cabo Peñas, cuyo paisaje, tan hermoso como peligroso, se ha cobrado el alto precio de, al menos, una docena de barcos hundidos en los últimos 75 años. Las afiladas rocas que aguardan pacientes, implacables, inmutables en un radio de una milla desde el punto más septentrional del Principado fueron la peor pesadilla cuando la mayoría de las naves no disponía de sónar. Pero también después.

Un farero de Peñas entre 1972 y 1986, Marcial Fernández (fallecido en 2014) se dedicó, pertrechado de la paciencia de los hombres de su oficio, a recopilar algunos de los episodios más dramáticos de ese entorno. El primero que narró en su bitácora personal fue el caso del Carlos Bertrand. Este buque veterano había sido armado en Reino Unido 73 años antes. Tras cambiar varias veces de nombre, hacía la travesía de Sevilla a Gijón con un cargamento de aceite de oliva en junio de 1950 cuando, en medio de una densa niebla, se chocó y se hundió en Las Pedrosas. Sus 28 tripulantes se salvaron gracias al buen estado de la mar y al auxilio que le prestaron de los vecinos de Bañugues y Luanco. 

También tuvieron suerte -pues salieron con vida- los navegantes del Pescador, un barco que se hundió seis años más tarde en La Erbosa. Otro barco que navegaba cerca los rescató; tampoco hubo que lamentar pérdidas humanas en el naufragio del Belarmina en 1958 ni en el del Rosita Iglesias, un vapor que sufrió una avería del timón y se fue a pique. Los escollos bajo las aguas a menudo agitadas del Cantábrico volvían a desgarrar el vientre de las naves una y otra vez. Así, en una rápida sucesión de principios de los años 60, el Cabo Peñas se cobró tres nuevas piezas: el Juan Illueca, el Cavadelo y el Lucita, todos sin víctimas y a causa de la niebla y los traicioneros y bajíos de la zona.

Trabajos de búsqueda del pesquero «Santa Ana», en 2014
Trabajos de búsqueda del pesquero «Santa Ana», en 2014 J.L.Cereijido | EFE

La tragedia llegaría en 1966, cuando no fueron tan afortunados los cuatro navegantes a bordo del San Juan de Pereiriña. Una gélida noche de febrero se fue a pique en el islote de La Ballena, un obstáculo peligroso en el entorno del cabo. No se ahogaron, sino que desgraciadamente perecieron congelados antes de poder ser rescatados.

También fue un final trágico el del Costa Africana, naufragó en el año 1971 con su tripulación de Puerto de Vega entre los Xugos y las altas del nordeste. No se sabe cuántos tripulantes viajaban a bordo, pues no hubo supervivientes. Y otra tragedia ocurrió en marzo de 1976, cuando el velero Haugesund se hundió por causas que se desconocen y los cuerpos de los cuatro marineros fueron encontrados en la playa del Sabín.

Más recientemente, en marzo de 2014, se produjo la peor tragedia en las cercanías del Cabo Peñas (pues la del mercante indio Vishva Mohini, con 13 muertos y 21 desaparecidos, ocurrió a 50 millas del cabo), el hundimiento del pesquero de bandera portuguesa Santa Ana con base en A Coruña. En este accidente perecieron ocho tripulantes; cuatro gallegos, un asturiano, dos indonesios y dos portugueses, al chocar con un islote. Fue la mayor tragedia en medio siglo y quizá no sea la última.