Incompetencias lingüísticas (I)

OPINIÓN

02 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace varios meses, el grupo parlamentario de Izquierda Unida-Podemos propuso en el Congreso de los Diputados que se prohibiese a los diputados leer sus discursos. Huelga decir que el objetivo era conferir mayor dignidad a la actividad parlamentaria, algo por otra parte difícil, teniendo en cuenta las contantes payasadas de Gabriel Rufián, que parece querer rellenar el hueco que ha dejado Chiquito de la Calzada, aunque el miembro de ERC tenga menos gracia que una úlcera de duodeno. En todo caso, no está mal la idea de intentar recuperar una oratoria de la que la mayoría de sus señorías carece manifiestamente. Lejos quedan los tiempos de las Cortes de Cádiz, donde no se permitía la lectura de las alocuciones parlamentarias, lo cual no impedía que nuestro oriundo de Ribadesella, Agustín Argüelles, brindase a la galería extensísimos discursos que le hicieron merecedor del apodo de «El Divino» (¡qué tiempos aquellos en los que la locuacidad era admirada!). Más breves, pero no por ello menos incisivas, eran las intervenciones de otros asturianos, como el conde de Toreno (el diputado más joven de aquella asamblea) o el realista llanisco Pedro Inguanzo y Rivero. Aunque, a decir de Antonio Alcalá Galiano, que tuvo la fortuna de presenciar desde el graderío aquellos históricos debates, nadie tan brillante como el ecuatoriano José Mejía Lequerica. Y los que no tenían esa destacada oratoria --como el somedano Álvaro Flórez Estrada, diputado durante el Trienio Liberal-- sentían tanto pudor de intervenir que se guardaban sus reflexiones para sus tratados y artículos periodísticos.

Cierto es que a veces la lectura de documentos deviene imprescindible en las sesiones parlamentarias, sobre todo en la actividad de control, ya que resulta asaz complicado que un ministro pueda responder de memoria a todos los datos que se le solicitan en una pregunta o en una interpelación. Pero más allá de estos casos, no estaría de más que, en efecto, nuestros parlamentarios y políticos adquiriesen competencias en oratoria y fuesen capaces de hilar un discurso coherente --con oraciones dotadas de su sujeto, verbo y predicado-- sin estar leyendo (a veces con torpeza) los papeles que tienen ante sí. ¿Se imaginan ustedes a un profesor leyendo apuntes a sus alumnos? Haberlos haylos, pero precisamente los malos. Pues otro tanto sucede con los políticos: el lenguaje es su herramienta de trabajo, y si son incapaces de emplearlo con fluidez, mejor que se dedicasen a otros menesteres.

Pero la falta de locuacidad de nuestros políticos no representa más que una muestra de la de la incompetencia lingüística que se observa a nivel general, y de la que no resulta exenta la Universidad, donde asistimos a una creciente incapacidad de los estudiantes tanto para redactar como para exponer oralmente. Buen ejemplo de ello se encuentra en los trabajos de fin de grado. Para quien no esté familiarizado con ellos, les aclaro que representan un estudio que han de desarrollar los alumnos de último año de carrera para poder egresarse, y que un tribunal valora para determinar si están en condiciones de hacerlo. Pues bien, en uno de ellos en los que estuve presente en la última convocatoria, los miembros del tribunal felicitaron al estudiante por la buena redacción del texto. Y eso es lo preocupante: que haya que congratularse por una composición adecuada, cuando tal cosa debiera ser lo habitual. Pero no es así. La lectura de esos trabajos (¡de estudiantes que al día siguiente pueden empezar a ejercer la profesión!) resulta una auténtica tortura. Muchas de las frases no tienen ni pies ni cabeza, están formuladas en un estilo coloquial equiparable al que emplean en una cafetería con sus colegas (lo que demuestra total incapacidad para cambiar de registro), y la disposición de los signos de puntuación podría volver loco al lector más templado: no creo que llegue al cinco por ciento el número de estudiantes que sepa manejarlos de forma mínimamente coherente. Sírvase escribir un párrafo y procédase a continuación a arrojar los signos de puntuación como si se estuviera jugando a «la rana».

¿Quién tiene la culpa de ello? Pues desde luego se trata de una responsabilidad solidaria. Podemos imputarlo a que no se lee suficientemente, o al incuestionable hecho de que los whatsapps, emoticonos y twitters banalizan el uso del lenguaje al reducirlos a códigos incoherentes y simplistas. Todo ello es cierto, pero los profesores hemos de asumir nuestra parte de culpa. Que los alumnos llegan del instituto sin destrezas lingüísticas es algo que padecemos sobre todo los docentes que impartimos en los primeros cursos universitarios. Da pena y dolor ver cómo se expresan y qué desconocimiento endémico muestran de cualquier término que se separe del lenguaje más chusco. A la hora de cumplimentar los exámenes de Derecho mis alumnos casi necesitarían más el Diccionario de la RAE que un código normativo. No entienden vocablos tan elementales como «cesar», «impulsar», «rescindir», «derogar», «refrendar» o «confirmar» (son todos ejemplos reales, tomados de alumnos que me preguntaron durante exámenes qué significaban tales palabras). Da igual si proceden de centros educativos públicos, privados o concertados, ya que todos quedan igualados en su ignorancia. Incluso alumnos que han cursado el presuntamente excelente Bachillerato Internacional demuestran carencias de esa misma índole.

Por lo alargar más el texto de hoy, aquí lo dejo una vez planteado el problema. En la siguiente ocasión reflexionaré sobre su origen. Hasta entonces, seguiré torturándome con la lectura de los trabajos de algunos de mis alumnos. A ver con qué me encuentro. Timeo danaos et dona ferentes…