«¡Venid a ver la sangre por las calles!»

Pablo Batalla Cueto REDACCIÓN

CULTURA

James Nachtwey, Premio Princesa de Asturias de Comunicación, es un apasionado de Goya al que Vietnam decidió a hacerse fotógrafo y que preferiría no haber tenido que serlo

19 may 2016 . Actualizado a las 21:56 h.

«He sido un testigo, y estas fotos son mi testimonio. Los acontecimientos que he registrado no deberían olvidarse y no deberían repetirse». Una frase para resumir una persona, una obra y, en realidad, toda una profesión: la de registrar en imágenes la extraordinaria y devastadora pluralidad del sufrimiento humano. Es, esa profesión, la de muchos hombres y mujeres, pero un nombre, James Nachtwey, descuella entre todos con un fulgor especial: el que desprenden los periodistas que no sólo ejercen su oficio con valentía, sino también con un nutrido bagaje cultural e intelectual.

Nachtwey es un licenciado en historia del arte y ciencias políticas que sabe quién era Francisco de Goya y que lo que él es y hace ya lo fue y lo hizo el maestro de Fuendetodos dos siglos antes. Aquellos grabados titulados Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer, Enterrar y callar, Por una nabaja o Espiró sin remedio, marcaron para Nachtwey el camino, la misión, de ilustrar en Chechenia, Gaza, Ruanda, Afganistán, Irlanda del Norte, Uganda o Haití los desastres de la guerra de los siglos XX y XXI.

Se podrían buscar, en la obra de Nachtwey, equivalentes fotográficos de cada uno de los grabados de Goya. El hambre de los sitiados de Zaragoza en 1808 por la de los niños somalíes de 1991. Los mutilados con una sierra del desastre de la guerra número 30 y la foto más conocida, por más brutal, de Nachtwey: la de 1994 que muestra a un joven hutu con el rostro atravesado por cuatro espantosas cicatrices infligidas a machetazos. Épocas distintas pero una misma esencia antropológica que, sin embargo, fue el pintor aragonés el primero en atreverse a retratar en toda su desnudez. «Goya» afirma Nachtwey, coincidiendo en ello con John Berger, «es el patriarca del fotoperiodismo de guerra, aunque en su época no existiera la fotografía. Fue el primer pintor cuyos retratos de guerra mostraron la barbarie en lugar de la gloria».

La huella de Vietnam

La sustancia espiritual de Nachtwey tiene su origen remoto en el alimento extraordinario que nutrió a su generación. Nachtwey, nacido en Syracuse (Nueva York, Estados Unidos) en 1948, tenía veinte en 1968, año de resonancias más que míticas que para el país natal del fotógrafo comenzó, el 1 de enero, con un asalto de los milicianos del Vietcong a la embajada norteamericana en Saigón y terminó, el 11 de noviembre, con el inicio de la Operación Commando Hunt, consistente en asolar Laos durante los siguientes cuatro años con tres millones de toneladas de bombas. En el medio, otro de esos acontecimientos que ejercen sobre sus años, sus décadas y sus épocas una especie de efecto pisapapeles: el asesinato en Washington del reverendo Martin Luther King. Todo ello lo vive Nachtwey como estudiante universitario inmerso en las grandes movilizaciones que tales acontecimientos desatan. Sigue atentamente todo lo relacionado con la guerra indochina y las fotografías que fotorreporteros como Eddie Adams, Nick Ut u Oliver Noonan envían desde los arrozales hirviendo de napalm motivan también a Nachtwey a escoger el oficio por el que ahora lo premian en Oviedo. «Fue entonces cuando me di cuenta de que una imagen podía cambiar las cosas», evoca.

Vietnam no es una de las varias decenas de grandes degollinas humanas en las que se ha zambullido Nachtwey. Su primera guerra fue la norirlandesa y concretamente la huelga de hambre de presos del IRA que, liderada por Bobby Sands, trató en 1981 de doblar la testuz de acero de Margaret Thatcher consiguiendo para los reclusos irlandeses la categoría de presos políticos, y acabó con catorce muertos y la consistencia metálica de la Dama absolutamente intacta. De todas maneras, Nachtwey tenía una cuenta pendiente con Vietnam y la solventó en 2006, cuando viajó al país para fotografiar, treinta años después del final de la guerra, sus vivísimos estragos. Concretamente los del napalm: decenas de instantáneas que muestran las espantosas deformidades de hijos de mujeres que respiraron el agente naranja, que siguió llevando a cabo en sus úteros su insidiosa misión, tan ignorante del fin del conflicto como aquellos soldados japoneses que seguían apareciendo en las selvas filipinas tres decenios después del Armisticio de Tokyo. Hay macrocefalias, microcefalias, cabezas con dos rostros y sin ninguno y tenues cuerpecillos con las carnes derretidas, como muñecos de cera. «Ojalá no hubiera tenido que sacar ninguna de las fotografías que he hecho», suele declarar en las pocas entrevistas que concede, y en ese «ojalá» no está condensado todo un manifiesto de ética. La pasta de Natchwey no es la del farmacéutico que celebra las epidemias: él quisiera, en cambio, no tener que ejercer, o al menos ejercer lo menos posible, la profesión que le ha dado fama, prestigio y una catarata de premios.

Ojalá no hubiera tenido que fotografiar a los niños de un orfanato rumano en 1990 (no todas las guerras son guerras).

Ojalá no hubiera toda una sección titulada Famines (Hambrunas) en su página web.

Ojalá no supiera dónde diablos están Grozny, Pristina, Mostar, Kabul o Tegucigalpa.

Ojalá no tuviera que recibir la noticia del Princesa con los bajos del pantalón aún empapados de agua del mar Egeo.

Con otras palabras lo versificó Pablo Neruda en su día: «Preguntaréis: ¿por qué su poesía/ no nos habla del sueño, de las hojas,/ de los grandes volcanes de su país natal?/ Venid a ver la sangre por las calles,/ venid a ver/ la sangre por las calles,/ venid a ver la sangre/ por las calles!».