«En el mundo hay fanáticos y escépticos, pero también fanáticos del escepticismo»

Pablo Batalla Cueto GIJÓN

CULTURA

Xandru Fernández
Xandru Fernández Pablo Batalla Cueto

El escritor Xandru Fernández, uno de los popes de la literatura contemporánea en asturiano, habla de su última novela, «El ojo vago»

07 jun 2016 . Actualizado a las 11:38 h.

Sobre reencarnaciones versa la última novela de Xandru Fernández, uno de los popes de la literatura contemporánea en asturiano, que en esta nueva criatura titulada El ojo vago se aventura a escribir por primera vez en español. La Etiopía antigua, la Palestina de Jesús de Nazaret, la España de Felipe II, el Leningrado de Stalin o el Londres de Jack el Destripador son algunos de los escenarios históricos por los que Fernández hace desfilar a su protagonista desde su adquisición de conciencia como un joven pitagórico llamado Pérdicas en la Esmirna de Alejandro Magno, disponiendo como rieles de esa vida milenaria de involuntaria ave fénix una enemistad y un amor idealizado. Hay mucho de reflexión sobre las esencias humanas, la muerte, el dolor, la obsesión, las diversas y sorprendentes formas del fanatismo en esta novela que edita Pez de Plata e ilustra magníficamente Gallota. El emblemático Café Gregorio es el escenario, en Gijón, de esta entrevista con su autor.

-El ojo vago es una novela sobre reencarnaciones, pero sin misticismo. No hay karma: ni los malos se encarnan en almas inferiores, ni los buenos se reencarnan en almas superiores. Su modelo de reencarnación es, al contrario, una especie de lotería.

-No. A mí no me interesa lo más mínimo esa dimensión moral, esa retribución de las culpas que decía Anaximandro, con la que se suele abordar literariamente el mito religioso de la reencarnación. A mí la reencarnación me interesaba sólo como una excusa narrativa para abordar fundamentalmente la muerte y el deseo, y por eso procuré describirla o abordarla como un proceso más biológico que espiritual o místico.

-El protagonista adquiere consciencia de sí mismo en la Esmirna de Alejandro Magno, donde nace con el nombre de Pérdicas. Allí se enamora, siendo adolescente, de una joven llamada Nastassia, a la que luego buscará durante siglos en todas sus sucesivas reencarnaciones. Es un enamoramiento brusco, un flechazo; Nastassia no parece corresponderle demasiado y en todo caso desaparece de su vida al poco tiempo. Cuando Pérdicas la añora, no añora lo que fue, sino un brumoso lo que podría haber sido. Ahí parece subyacer una reflexión, más que sobre el amor, sobre la obsesión amorosa; sobre cómo a veces idealizamos, extrañamos y buscamos redenciones imposibles en los amores irrealizados de la juventud.

-Sí, el fenómeno que Stendhal llamaba cristalización: el enamoramiento como la cristalización de un ser que en su realidad tridimensional no se suele parecer con aquél del que uno se enamora. En este caso, además, Pérdicas, cuando se enamora, es un crío; un adolescente en el momento de su iniciación sexual. Es inevitable que ponga en esa figura todo lo que le falta en otras partes de su existencia y que durante esos miles de años de sucesivas reencarnaciones esas horas o días que permanecen en su memoria como algo idealizado sean su único asidero.

-La contraparte de esa idealización es la sensación de decepción que muchas veces nos acomete cuando ciertas esperanzas y afanes se cumplen. Un poco como aquel «Contra Franco vivíamos mejor» de quienes, llegada la democracia, añoraban la lucha antifranquista. Lo hermoso y lo vivificante no es la meta, sino el camino.

-Sí, de hecho a Pérdicas se lo van diciendo como una especie de consejo a lo largo de todas sus vidas. Cuando al final ocurre, no le pilla de improviso.

-Una de las reencarnaciones del protagonista es un socialista londinense a finales del siglo XIX; la siguiente, una cantante griega que, casada con un turco, tiene que huir de su Esmirna natal cuando la conquistan los propios griegos y acaba recalando en el Leningrado de Stalin. Usted se sirve de esos dos capítulos para hacer una reflexión parecida a esta que acabamos de comentar. En el capítulo de William Morris se aborda la revolución soñada y en el de Marika Livadhitis la revolución realizada.

-Sí. Hay, además, un paralelismo con los capítulos interiores, en los que el protagonista atraviesa la barrera de la aparición de las religiones organizadas. Hay un momento en que la idealización religiosa que el personaje vive a su alrededor -el cristianismo emergente, el triunfante, la aparición del islam y concretamente de una versión del islam: la religión drusa- le hace cometer una serie de errores. Cuando aparece la política de masas le ocurre algo parecido, pero es que muchas actitudes mentales que tenemos o que tuvimos como sociedad occidental respecto a las ideologías revolucionarias -dicho sea en el sentido más amplio de la expresión: no sólo el comunismo o el socialismo, sino también el nacionalismo- tienen su origen o son muy semejantes a ciertas actitudes psicológicas hacia las religiones. El protagonista experimenta esos fenómenos políticos de masas como un contrapunto laico de lo que ya le había tocado experimentar en su dimensión religiosa.

-En El ojo vago también se reflexiona sobre el fanatismo y el escepticismo. Son fanáticos aquellos que no recuerdan sus vidas anteriores y que por lo tanto creen único, novedoso o posible aquello que la historia demuestra que no lo es y son escépticos quienes sí las recuerdan y por lo tanto saben que todo está ya inventado, que no hay solución posible para los males humanos y que en la historia ha habido cientos de religiones verdaderas y de creencias irrefutables que finalmente desaparecieron sustituidas por otras.

-Hay fanáticos y escépticos, sí, pero hay una tercera especie que es el fanático del escepticismo, el escéptico fanático que vive inmerso en el dogmatismo del no hay salida, del nada cambia, de la aceptación de lo que viene tal como viene porque la historia nos demuestra que nunca se ha encontrado solución a esos supuestos grandes problemas que nos aquejan. Yo creo que las supuestas enseñanzas de la historia no nos permiten ser tan absolutamente dogmáticos en ese escepticismo. En todo caso, si la historia es así, peor para la historia. La historia es muy corta: dos mil años, en realidad, no son nada.

-El protagonista es en principio un escéptico, y sin embargo se ilusiona sinceramente con el socialismo en su fase William Morris.

-Sí: el hecho de haber vivido tanto no le vacuna contra las ilusiones y los entusiasmos. El socialismo, de hecho, le ilusiona varias veces. Si me apuras, hasta el glam rock le llega a fascinar en un momento determinado con la misma intensidad. Cada época tiene sus motivaciones. Como decía, yo no creo que haya una oposición tajante entre la actitud escéptica y la fanática.

-En la última vida del protagonista, en el Londres de los setenta, usted pone en escena a un dependiente de una tienda de discos que vive el ska como una religión. También en ella hay dogmas, herejías y autos de fe.

-Es que la capacidad humana para obsesionarse con temas no sé si es infinita, pero desde luego es inabarcable. Hay apasionados de la numismática que estoy convencido de que matarían por una determinada moneda inencontrable. Y todos conocemos casos tanto en nuestro entorno como en la historia que demuestran que las veces que el fanatismo religioso ha sido más virulento fue por cuestiones que hoy nos pueden parecer absolutamente pueriles: una forma de rezar, de vestir, una palabra mal traducida en un credo. Hoy hay gente capaz de recorrer mil quinientos kilómetros para ver un concierto o de gastarse el sueldo de un mes en un partido de fútbol, pero el fondo, el patrón cerebral, es el mismo.

-El alma del protagonista no sólo se reencarna en cuerpos de hombre, sino también en cuerpos de mujer y en animales, desde un cuervo hasta un perro pasando por un lagarto. Ahí también parece haber un mensaje ideológico: lo vivo como un todo sin jerarquías. Los animales tienen tanta alma como los seres humanos.

-Supongo que sí. No me lo he planteado en esos términos, pero sí, cuando escribía la novela no me disgustaba la idea de que entre los recuerdos del protagonista aparecieran los de sus vidas animales. Sin llegar a sobredimensionarlo, sin que se comiera toda la novela, hecho como lo hice, más como un interludio o cesura entre una parte y otra de la novela que como algo presente en todo momento, sí me parecía algo a plantear.

-Hay un pasaje especialmente bonito en el que el protagonista recuerda vívidamente las canciones que, siendo perro perdiguero, escuchaba cantar a su dueño, un cazador polaco.

-Mira, el otro día me preguntaban cuál de las vidas del personaje preferiría y respondí precisamente esa: la del perro perdiguero polaco.

-Una frase se repite obsesivamente a lo largo de todo el libro: «La vida no es sencilla para las gentes sencillas».

-Esa es, quizás, la única constante que el narrador es capaz de encontrar a lo largo de la historia: para la inmensa mayoría de los seres humanos la vida ha sido siempre un asunto difícil, tirando a dramático. Es curioso: cuando yo era pequeño, recuerdo que era frecuente que la televisión sacara a personajes famosos -Sánchez Dragó, pero también Lola Flores y otros- recordando sus vidas pasadas. Siempre eran personajes relevantes de la historia y fundamentalmente de clase alta: el que no había sido faraón había sido un duque o una condesa franceses del siglo XVIII. Sin embargo, utilizando el cálculo de probabilidad lo más fácil es que a uno, por muy Lola Flores que sea, le tocara ser el esclavo de las pirámides o el que vaciaba la bacinilla de la condesa. Y no, para esas gentes la vida no era sencilla.

-Asturias sólo aparece de pasada en la novela, en una breve reencarnación del protagonista en Avilés en la época de Felipe II. ¿Tuvo la tentación de hacer mayor esa presencia asturiana en el relato?

-No, la verdad es que no. Ni siquiera esa aparición de Avilés estuvo motivada por la voluntad de que apareciera Asturias: en aquel momento necesitaba que la acción transcurriera en un lugar húmedo y muy cristianizado y pensé que el Avilés del siglo XVI cumplía bien esas dos características. Esa es la única explicación.

-Grecia, por el contrario, es una presencia constante a todo lo largo del libro, por más que los pasos del protagonista se encaminen hacia otros lugares del mundo. Él y su enemigo, el Tracio, suelen hablar en griego, y Esmirna, donde la novela comienza, vuelve a aparecer en la época de la guerra grecoturca de los años veinte del siglo pasado.

-No sé si tiene interés contarlo, porque no se va a encontrar en la novela, pero mi idea inicial era que la novela no acabase en Londres, sino en Grecia en los años del austericidio. De hecho, la novela empieza en Grecia porque tenía que acabar en Grecia. En los últimos años, Grecia se ha convertido para cierta gente en un tema de reflexión importante, con una asociación entre la Grecia clásica y la actual a mi juicio bastante injustificada, porque la Grecia actual tiene poco que ver con la de Pericles, pero inevitable. Yo quería hacer la mía propia, pero a medida que fui escribiendo fui por otros derroteros, que es algo que pasa muchas veces. De todas formas, en efecto, Grecia no dejó de ser una presencia importante en el libro.

-Una virtud muy alabada de la novela es el sentido del humor y de la ironía que la impregna de principio a fin, que, sin embargo, es una novedad en su obra.

-Supongo que a medida que uno se va haciendo mayor se va distanciando de lo solemne. A mí, esa solemnidad con que abordamos determinadas cuestiones cada vez me aburre más. Además, puede que quienes escribimos en asturiano nos hayamos creído en la obligación de ser demasiado serios. Es lógico que cuando uno está luchando contra una mentalidad según la cual su lengua sólo sirve para hacer chistes caiga en el otro extremo y tienda a utilizar esa lengua para abordar dramas y tragedias, pero yo tenía ya curiosidad por escribir en ese registro. La novela, por otra parte, lo necesitaba: el protagonista es un hombre con poca tendencia a tomarse las cosas con humor, y eso hacía necesario introducir ese elemento. Sin él, el protagonista sería un coñazo de tío.

-Esa voluntad de no alimentar el tópico del asturiano como lengua válida solamente para la chanza, ¿explica que esta sea su primera novela en castellano?

-Fue un factor más a la hora de decidirme, sí.

-Hay mucha filosofía en la novela. No es una novela filosófica, pero sí una aderezada de filosofía.

-Eso es, supongo, deformación profesional. La filosofía es mi profesión y es inevitable que se cuele por algún lado. Pasa siempre: hay textos de Juan Benet que son difíciles de leer para alguien que no sepa nada de geología.