-El Suroccidente es una zona que tiene dos problemas fundamentales: su amplitud y la falta de infraestructuras que conecten la zona con la centralidad de la vida social y administrativa de la comunidad autónoma. Eso es un inconveniente importante para la gente que vive allí, a la que cualquier desplazamiento le supone un tiempo a veces casi inverosímil, pero también tiene una parte buena, que es que ha permitido que esa zona mantenga bien su identidad; que no se haya traicionado demasiado a sí misma. Yo voy mucho al oriente de Asturias, que es una zona estupenda, pero a veces me da la impresión de estar en un parque temático, en algo sobreexplotado turísticamente. El Suroccidente no; el Suroccidente no está tan mal como estaba hace cuarenta años, es evidente, las cosas han mejorado mucho, pero esa identidad característica se mantiene más intacta.
-¿Con qué tesoros patrimoniales se topa uno cuando hace el Camino Primitivo de Santiago? ¿Qué lugares le impresionaron más?
-Al margen de lo más obvio, que es la catedral de Oviedo, en Asturias están el monasterio de Cornellana, el de Obona. Luego hay cosas menos conocidas, como el pequeño embalse romano que hay en la cima del Puerto del Palo, de hecho el nombre del puerto viene de ahí: palus significaba embalse en latín, y en el que se celebró el último aquelarre del que hay constancia documental en Asturias. También está Montefurado, que es un lugar casi abandonado que parece salido de un poema de Byron; el castro del Chao San Martín, que es una de las grandes maravillas de la época castreña y romana de la historia de Asturias. Ya en Galicia está el famoso Montouto, un complejo medieval de atención a peregrinos situado en un lugar inverosímil de tan aislado como se encuentra, y al lado del cual hay un dolmen que llamaban de Pedras Dereitas. Y hay muchos rincones que uno, realmente, no vería de no ser por el Camino. Otra de las grandezas del Camino es ésa: una cosa tan obvia y tan tonta como recuperar la noción de que a los sitios se llega andando, cosa que muchas veces olvidamos. Los lugares se ven de forma muy distinta cuando se llega a ellos andando que cuando se llega a ellos en coche, en autobús o en tren. Yo siempre pongo el ejemplo de Tineo, que es un sitio en el que he estado muchas veces y que nunca había visto como lo vi cuando hice el Camino. Haciendo el Camino se llega por la parte alta y se recorre la villa siguiendo el ritmo de su propia construcción: primero la capilla de San Roque, luego la parte antigua y luego la parte moderna.
-¿Con qué clase de gente se comparte peregrinaje? ¿Cuáles son los perfiles más habituales?
-Mira, una cosa que me llamó la atención es que nadie en el Camino preguntaba a los demás por qué hacían el Camino. Era como si todo el mundo tuviera interiorizado que los motivos eran cuestión de cada uno y que no había por qué compartirlos. El perfil es muy heterogéneo. Yo, por ejemplo, me crucé con mucha gente con rasgos orientales. En el libro cuento la anécdota de que me encontré con siete taiwaneses que estaban haciendo el Camino y que veían cada cosa que se encontraban con muchísimo interés, porque no es ya que su religión diste mucho de la católica, sino que ni siquiera su cultura tiene nada que ver. Para ellos, caminar por Asturias y Galicia era como caminar por un universo paralelo. Recuerdo que entré con ellos en Obona y tuve que explicarles absolutamente todo: desde la razón de ser de las iglesias cristianas hasta por qué la iglesia era como era en cuanto a su construcción, qué significaba cada retablo, por qué se construía en aquel lugar y no en otro, etcétera. Lo que para nosotros es algo muy básico y muy interiorizado, para ellos era un misterio insondable.
-Lo que es para nosotros entrar en un templo budista o sintoísta.
-Claro, claro. A nosotros los templos orientales nos maravillan porque vemos algo que no entendemos, y aunque nos lo expliquen no lo acabamos de interiorizar. A ellos les pasa lo mismo, y es curioso verlo. Nosotros sabemos qué es una catedral, qué es una iglesia, etcétera, pero ellos no. Ellos de repente se encontraban con una fiesta en Pola de Allande y no la entendían. No entendían por qué diablos un gigante con la cara de Groucho Marx desfilaba al lado de la Virgen del Avellano. Por cierto, ésa es una de las fortalezas del Camino Primitivo: es el único que se puede hacer íntegro en unos quince días, y eso hace que mucha gente, sobre todo extranjera, que no tiene tiempo para tomarse de vacaciones el mes y medio que requiere el Camino Francés, opte por éste, para el que con veinte días te da de sobra. El Camino Primitivo está experimentando un auge importante por eso.
-De todas maneras, sigue siendo una ruta muy poco transitada.
-Sí: en Salas nos contaban que pasaban por allí diez peregrinos al día todo lo más: eso da una idea de lo que es el Camino Primitivo. Salas es otro sitio que vale la pena visitar y que no siempre se conoce todo lo que se debiera.
-El peregrino religioso, ¿es norma, o excepción?
-No sabría contestarte. Seguramente el cincuenta por ciento, pero yo no te sabría decir, de toda la gente que me crucé, quiénes eran religiosos y quienes no, porque hasta ese punto llega la falta de comunicación con respecto a los motivos de cada cual. A mí me daba cierta precaución, antes de hacer el Camino, encontrarme con gente que me diera la brasa con ese tema: la fe y todo eso, pero no sólo no pasó sino que en cierto modo estaba hasta mal visto que pasara. Todo el mundo asumía que la peregrinación religiosa era una cosa suficientemente íntima como para no ser invadida por los demás. Con respecto a esto, yo cuento en el libro una anécdota muy reveladora sobre Joe y Vivian, dos peregrinos con los que me fui encontrando y hablando muchísimo a lo largo de toda la ruta. Me los encontré por última vez, fugazmente, en la catedral de Santiago, donde me encontré a Joe apoyado en una columna junto a la capilla del Santísimo y a Vivian dentro de la capilla rezando con un fervor que me sorprendió muchísimo. Si a mí, antes de aquel momento, me hubieran preguntado si Joe y Vivian eran religiosos, hubiera respondido: «No, qué va, en absoluto», porque en ningún momento de mis conversaciones con ellos había salido a relucir nada parecido. Sin embargo, era gente con un sentimiento religioso muy profundo.
-Los peregrinos suelen hablar de lo intensas que se vuelven rápidamente las amistades que uno hace en el Camino; cómo a veces se reencuentra uno con alguien un par de días después de haberlo conocido y siente la misma alegría que si se encontrara con un amigo del alma.
-Sí, eso pasa. Es que además es gente a la que de alguna manera, aunque esto suene muy hiperbólica, fías tu supervivencia. Sabes que si te pasa algo, si tienes un problema, la gente a la que has conocido sabe dónde vas a estar y se preocupará si no te encuentra. Otra chica a la que conocimos, Tara, nos contaba que cuando vino de Washington a Oviedo a empezar el Camino su familia le dijo que tuviera mucho cuidado, porque estaba reciente el asesinato de una peregrina estadounidense, Denise Pikka Thiem, en Astorga y aún no se había encontrado el cadáver ni el culpable, y que cuando hablaba por teléfono cada noche con sus familiares les hablaba de nosotros y de cómo todos nos cuidábamos mutuamente. Claro, eso está muy bien hasta que reparas en que también hay un punto de incertidumbre que hace que la aventura sea a la vez peligrosa y muy estimulante. Tú no sabes de la gente con la que vas más que lo que ellos te quieren contar.
-Uno puede hacerse amigo de una peregrina estadounidense, pero también de un asesino, y no saberlo. Usted, de hecho, fantasea en una parte del libro con la posibilidad de hacer el Camino con una vida inventada.
-Claro, tú puedes ir por el Camino diciendo que eres quien no eres y nadie te lo puede rebatir. Durante quince días, puede ser ser quien tú quieras, cualquier persona, porque nadie va a poder confirmar lo contrario. Uno puede echar a andar desentendiéndose completamente de su vida anterior, libre de culpa y de pecado. El caso de Denise es muy relevante a este respecto, y fue el que a mí me hizo darme verdadera cuenta de este carácter efímero y evanescente de la identidad durante el Camino. De repente un chico que era tan normal como cualquier otro y que estaba sentado al lado mío en un bar de Berducedo resulta ser el presunto asesino.
-En general, el Camino es una especie de burbuja de tiempo, «un espacio al margen de todos los espacios y todos los tiempos» en sus propias palabras.
-Sí. Durante quince días, te metes en una burbuja en la que no importa nada de lo que hayas hecho fuera. Yo digo en alguna parte del libro que el Camino es como una vida dentro de la vida: partes de un punto cero en el que no importa lo que fueras antes y lo que importa es lo que vas acumulando en lo que dura el Camino hasta que llegas al final, y lo que pase después tampoco importa.
-«No importa lo que éramos antes porque, sencillamente, no existíamos; no importa lo que ocurra después de Compostela porque, sencillamente, no existiremos», escribe.
-Sí. El último día es el más emocionante, pero también el más desasosegante, porque de repente piensas: «Y ahora, ¿qué hago?». De repente, la gente que durante ese tiempo formó parte constante de tu día a día deja de estar y no la vuelves a ver más en tu vida. En ese sentido, llegar a Compostela es una pequeña muerte.
-Cuenta que el Monte do Gozo le decepcionó.
-La última etapa es muy decepcionante en general, porque cuando haces el Camino, y sobre todo el Camino Primitivo, te acostumbras de tal modo a una cierta soledad e introspección que cuando llegas a Melide, que es el punto en el que se cruzan casi todos los caminos, pasas a sentirte hasta agobiado, porque de pronto te metes en el gran barullo. En la última etapa, además, a los peregrinos se suman los domingueros del Camino, es decir, la gente que aprovecha el fin de semana para hacer sólo la últipa etapa. Yo recuerdo subir el Monte do Gozo como en una manifestación. Además, el Monte do Gozo es un lugar francamente feo. Hay una escultura a la que no le pillé el gusto que conmemora la visita de Juan Pablo II y no se ven las torres de la catedral salvo que uno se aleje un kilómetro de donde está instalado el paso del Camino. Yo iba allí muy predispuesto a emocionarme, porque es verdad que, cuando llevas quince días caminando hacia Santiago, Santiago casi parece una quimera: «¿Llegaré algún día? ¿Existirá Santiago?». Sin embargo llegas y lo que te encuentras es una autopista, construcciones modernas, naves industriales, chiringuitos de bebidas, un montón de gente? Es lo más anticlimático que se me ocurre. Sólo te reconcilias con Santiago cuando llegas a la ciudad vieja por la Rúa de San Pedro y te encuentras con la Compostela que todos tenemos en el imaginario. Yo creo que en este aspecto ha habido una mala planificación terrible de lo que debería ser una ciudad que tiene en el Camino su máximo factor de desarrollo. De hecho, es como una mala broma, porque el Camino entra por Compostela por la parte moderna dejando a la izquierda el monte Gaiás, que es donde está la Ciudad de la Cultura. La Ciudad de la Cultura es una barbaridad impresionante: un espacio gigantesco completamente innecesario y sin utilizar en su mayor parte. Cuando pasamos por allí vimos a una pareja de novios haciéndose sus fotos de boda: para eso ha quedado.
-Hay una reflexión interesante en el hecho de que en el Camino Primitivo se pase por el Chao San Martín, testimonio de nuestro pasado más remoto, y por la Ciudad de la Cultura, que lo es del más reciente.
-En el Camino ves de todo, sí; es un reflejo de la historia humana y lo es en todos los sentidos. Es el Chao San Martín y es la calle Argañosa; la fuente de la Fonsagrada y el pueblo de O Cádavo, que es un sitio feísimo.
-Se suele considerar mala la infraestructura asturiana del Camino: albergues, caminos adecentados, etcétera. ¿Es cierto?
-No es mala: el Camino Primitivo está bien señalizado y hay albergues que no abundan pero tampoco creo que sean insuficientes. Lo que es es escasa en comparación con la que según cuentan los expertos en esto hay en otros caminos. También hay que pensar que la línea que separa lo adecuado de lo excesivo es muy fina. Yo coincidí con mucha gente que había hecho varias veces el camino, y todos coincidían en señalar que el Camino de Alfonso II era el que mejor recogía o mantenía lo que seguramente fue el peregrinaje original: ese ir por lugares en los que la economía moderna en forma de publicidad e infraestructura turística no ha hecho mella. Uno puede caminar de Oviedo a Santiago sin que nada ajeno al propio Camino interrumpa el caminar. Eso hay que valorarlo mucho. Hay que tener mucho cuidado con esto de las infraestructuras, porque todo el mundo dice que el Camino Francés corre un serio peligro de morir de éxito: es tal la abundancia de gente que lo recorre que muchos peregrinos están ya huyendo de él. Nosotros corremos el riesgo de convertir el Camino Primitivo en algo así. Lo que sí creo que habría que mejorar es que no siempre resulta fácil visitar determinados edificios patrimoniales. Hubo muchas veces en que me encontré sitios cerrados. El cura de Cornellana, por ejemplo, me impidió ver el monasterio: acababa de terminar la misa, yo le pedí permiso para pasear cinco minutos por el interior y me dijo que me asomara un poco si quería pero que no me iba a abrir. En Obona se puede entrar pidiendo las llaves en un bar, pero si no lo sabes nadie te avisa. Hay muchos casos así y yo creo que es una pena.
-Al final del libro, usted reflexiona que las recompensas que proporciona el Camino tienen más que ver con lo material que con lo espiritual. Sin embargo son muy frecuentes los testimonios de personas que, cristianas o no, dicen encontrarse a sí mismas haciendo el Camino, y usted mismo reflexiona también que es inevitable ajustar cuentas con uno mismo cuando se camina en soledad durante kilómetros y kilómetros.
-Es una cosa que la gente, cuando se entera de que he hecho el Camino, me pregunta mucho: «¿Te cambió la vida?». Efectivamente hay ese como mantra de que el Camino cambia la vida de quien lo hace. Y no, a mí no me ha cambiado especialmente la vida, pero lo que sí pasa es que en el Camino tienes una cosa que habitualmente no tienes, que es tiempo. Durante quince o veinte días estás seis o siete horas al día en una soledad absoluta. Es imposible no hacer balance, no darte cuenta de ciertas cosas sobre ti mismo. En ese sentido, sí que se puede hablar de una parte espiritual del Camino, pero entendiendo espiritual como la parte menos física de lo que significa una persona y nada más, no como algo religioso; simplemente algo tan humano como la mirada hacia uno mismo. Quien en esa mirada quiera encontrar a Dios encontrará a Dios, pero quien no piense en Dios no va a reconocerlo.
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