Francisco Paesa, el espía surgido del hielo en «El hombre de las mil caras»

José Luis Losa SAN SEBASTIÁN / LA VOZ

CULTURA

Javier Etxezarreta | Efe

Alberto Rodríguez se pasa de frialdad en su aplicada pero estólida narración del caso Roldán

18 sep 2016 . Actualizado a las 09:10 h.

Supongo que quienes hayan leído este fin de semana las declaraciones del espía surgido del frío, Francisco Paesa, en la revista Vanity Fair, se pensarían que la versión de sus trapacerías en el filme El hombre de las mil caras, sobre el caso de la huida de Luis Roldán, iba a dar para mucho fuego de artificio. Pero no cabe duda que la lengua suelta del Paesa real, jubilado de oro en París, no tiene nada que ver con la cámara y las intenciones del director Alberto Rodríguez, quien nos ha servido una película gélida, desapegada, algo así como una anatomía aséptica y repeinada de aquellos días que vivimos peligrosamente entre París y Bangkok.

Pienso que Rodríguez, que venía del ruido y la furia de Grupo 7 y de las marismas asesinas de La isla mínima, aborda esta traslación de la escapada roldanesca apretando tanto las bridas para no caer en aquellos pútridos y desgalichados filmes que producían Pedro José Ramírez y Melchor Miralles sobre el GAL y ETA que estrangula el pulso de su película. Consigue una obra tan serena como pusilánime. Que no pretende nunca ser política (al único al que le caen un par de palos es al ambicioso Juan Antonio Belloch) y hace bien. Pero que tampoco llega a jugar las bazas del thriller que el cuerpo le pedía. El hombre de las mil caras transita por la pantalla como una recreación plana de un libro de investigación sobre el proceso que llevó a Luis Roldán a hacerse un dioni y que tuvo en Paesa al tipo que lo manipuló hasta entregarlo en Tailandia, con aquel teatro como de Fu Manchú del inexistente capitán Khan y de los papeles de Laos, que eran más falsos que los diarios de Hitler.

La película se reahoga en su propia contención: en esa voz en off de José Coronado que va lastrando la acción durante todo el metraje, imposibilitando cualquier emoción ajena a un libreto. En la forma en que aborda a los personajes, que no poseen carne. Ni Paesa es el Anacleto de la España de los 90 ni Roldán es el ángel caído ni el Esteso metido a apandador, pillado en calzoncillos con chicas como de peli de Ozores. No, no hay carne, ni alma ni picos de tensión ni revelaciones nuevas. Solo la pulcritud de anestesista de un Alberto Rodríguez que, con tanto miedo de salirse de madre, mete aquella farsa tragicómica en formol y nos vierte un libro sobre los fondos de reptiles y las cloacas del Estado en imágenes que no son maniqueas ni chapuceras. Pero sí inopinadamente inodoras. Y si la suerte de Roldan o Paesa termina por darnos igual a nosotros, que vivimos aquel sainete lamentable, no quiero contarles como le traerá al pairo a un espectador japonés. No se puede bajar a las sentinas y hacer aseado juego de salón.

La otra película a concurso, la china I’m not Madame Bovary, debe de ser esperadísima en China, donde su protagonista, Fan Bingbing, es algo así como la Scarlett Johansson nacional. Aquí es una mujer que ha organizado un divorcio fraudulento para conseguir una segunda casa y a la que su marido traiciona. Y los jueces, a los que persigue durante dos interminables horas, no le dan la razón en este plúmbeo dramita del ping-pong de la dama contra los burócratas.

Fue ayer jornada de galardones. Ángela Molina, de cuya espalda se enamoró Buñuel en Ese oscuro objeto del deseo, ha construido luego una carrera desigual pero con momentos de visceralidad apreciable. Está bien que le den el Premio Nacional de Cinematografía. Y Ethan Hawke, el chico del tren y el amor in situ con Julie Delpy, pasa con nota el glamur del premio Donostia. Eso si dejamos de lado la insultante maldad de ese show de anti-cine que es el supuesto remake de Los siete magníficos, celuloide ruidoso y tragaperras, sin nada parecido a un guion o a un desarrollo, pura toxicidad y estruendo que atentan contra la inteligencia del espectador.