«El teatro no puede cambiar el mundo, pero sí a sus espectadores»

Pablo Batalla Cueto AVILÉS

CULTURA

Javier García Yagüe
Javier García Yagüe

Javier García Yagüe, director de «Nada que perder», desgrana los pormenores de esta obra de teatro sobre la crisis, que se representa en el Niemeyer

11 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

«Un profesor de Filosofía intenta hablar con su hijo, detenido por quemar un contenedor durante una huelga de basuras. El espectador entrevé, en esta primera escena, el tema principal de la obra Nada que perder que es, precisamente, la basura moral  de los que permitieron que la tormenta nos llevara a un lugar donde ya no tememos nada porque ya no tenemos nada que perder». Así resume la compañía teatral Cuarta Pared el argumento de esta obra que, tras dos exitosas temporadas representándose en la sala que la propia compañía tiene en Madrid, está ahora de gira por España y se representa el sábado 12 en el Centro Niemeyer de Avilés. Su director, Javier García Yagüe (Sevilla, 1961), desgrana sus pormenores en esta entrevista en la que también denuncia el maltrato del que el sector cultural ha sido objeto desde el estallido de la presente crisis económica.

-Según reza su propia sinopsis, Nada que perder alerta al espectador de los riesgos de «llevar a alguien hasta un extremo en que ya no tiene nada que perder». ¿Se trata de una reflexión sobre estos años de crisis económica?

-Se trata de una reflexión sobre estos últimos años de una crisis que se ha cebado con los que menos tenían y que ha aumentado las desigualdades en vez de corregirlas, sí. Y también de una alerta acerca de que ése es un camino que en algún sitio tiene un tope que generalmente tiene que ver con la violencia.

-Según ha contado alguna vez, se documentaron para escribir la obra leyendo cartas al director.

-Así es. Nos gusta mucho leer cartas al director. No lo hemos hecho sólo para este montaje: también en alguna otra ocasión. Es casi un método de trabajo, y nos interesa porque es una manera de comprobar qué piensan los desesperados. Una carta al director es el último recurso de alguien que ha probado todos los otros posibles, y a quien nadie ha hecho caso. Manda una carta al director como quien manda un mensaje en una botella.

-La obra se estructura en ocho interrogatorios que actúan como obras de teatro en miniatura dentro de la obra mayor.

 -Sí. Son ocho escenas que tienen autonomía propia pero que en su conjunto hilan una trama de thriller. Cada uno de los interrogatorios es casi una minipieza, porque se puede ver de manera autónoma y toca un estrato diferente de la sociedad. Nos interesaba contar la crisis de valores causada por la crisis económica recorriendo toda la sociedad de arriba abajo y de izquierda a derecha.

-Entiendo que Nada que perder no es una obra complaciente con la gente corriente o que presente la crisis como una estafa perpetrada por determinadas élites, sino una que nos recuerda la parte de culpabilidad que todos tenemos en lo que sucede.

 -Evidentemente hay gente que tiene más culpa que otros, pero sí. Nosotros nos planteamos que hay mucha gente que ahora forma parte de una élite y que antes de formar parte de esa élite eran personas normales y corrientes que, sin embargo, tenían una falta de convicciones firmes que es la que luego las lleva a hacer lo que otros hacen y a justificar eso diciendo que es de tontos no aprovecharse de las situaciones de las que otros se aprovechan. También de eso habla la obra, sí.

-¿Qué historias se ponen en escena? ¿Qué personajes?

-El primer interrogatorio pone en escena a un profesor de filosofía que tiene que ir a buscar a su hijo a la comisaría, y cuenta de algún modo el fracaso de la educación incluso en el círculo más cercano de quienes la imparten. Después hay una escena con un inspector de policía interrogando a un interventor municipal. Después hay otra en la que un padre y una hija están involucrados en negocios turbios. Otra escena muestra a un abogado que prepara la defensa de su cliente, una constructora. En otra el personaje principal es un hombre que, desesperado por encontrar empleo, accede a trabajar en una empresa de cobro de deudas presionando y extorsionando a gente como él. La siguiente escena trata sobre un desahucio y después hay otra en la que un concejal va a una comida familiar con su madre y allí se sincera y encuentra un reposo frente a su agitada vida política. Y por último hay otra escena en la que un psicólogo tiene que dialogar con una persona acusada de asesinato. Como comentaba antes, de lo que tratamos es de recorrer diferentes tipos de relación y distintos estratos de la sociedad. Pero todas las escenas están vinculadas de alguna manera con la trama principal.

-Hay un personaje, el llamado Tercero, que interpela al público durante la obra. ¿Cuál es su papel?

-Ese personaje es lo más original de la obra. Se trata de un tercer personaje que actúa como una especie de conciencia crítica, de Pepito Grillo: no sólo interpela al público sino que pregunta a los personajes por qué hacen lo que hacen y se hace a sí mismo la pregunta de si él no haría esas mismas cosas que están haciendo los personajes. La cuestión, en línea con lo que comentaba antes, no es señalar quiénes son los responsables sino dilucidar en qué grado y medida todos tenemos alguna responsabilidad sobre lo que está sucediendo.

-¿Cómo ha afectado y está afectando la crisis económica al mundo del teatro?

-Pues de manera brutal: no hay más que ver los datos del paro en el sector cultural. La cultura fue la primera en caer porque es percibida como algo superficial, especialmente por nuestros políticos. Y no me refiero a unos políticos en concreto, sino a todos: en las últimas elecciones, la palabra cultura fue de las que menos mencionaron en los debates y en todo lo que se fue hablando. Es cierto que en momentos extremos como éste hay otras preocupaciones prioritarias que tienen que ver con la propia subsistencia, pero creo que más allá de eso sí que prevalece la idea de la cultura como algo superfluo y por lo tanto una concepción del ser humano que es muy negativa para todos. Pero no es sólo que hayan caído las ayudas: es que también subió el IVA cultural como si la cultura fuese un objeto de consumo más, con lo cual se vuelve muy difícil el intento que pudiera hacerse de transformar un sector subvencionado en uno que viviese de su propia relación con el público. No es ya que se ignore a la cultura, es que se la castiga.

-¿Se nota un declive del número de espectadores que asisten a las representaciones?

-Paradójicamente no, lo cual se debe, creo yo, a que todo el sector teatral ha hecho un esfuerzo por interesar a la gente tanto desde las propias temáticas como desde cambios en la comunicación y los usos promocionales de las redes sociales.

-¿Tiene el teatro algún poder para cambiar las cosas o ayudar a cambiarlas o es un mero entretenimiento minoritario sin ninguna incidencia sobre la realidad?

-Es una reflexión que la gente del teatro se ha hecho en los últimos años. Una de las pocas cosas buenas de esta crisis es que ha obligado a casi todo el mundo del teatro a replantearse para qué hacía teatro, más allá de para obtener un medio de subsistencia. Y la conclusión a la que parece haberse llegado es que es ingenuo creer, como se creía en otros tiempos, que el teatro puede tener alguna influencia en las revoluciones y los grandes cambios a nivel mundial, pero que, aunque el teatro no pueda cambiar el mundo por sí solo, sí que puede transformar a las personas que van al teatro, que es el primer paso. Es un gusto cuando uno ve que la gente sale de la obra con entusiasmo y con ganas de hacer cosas al día siguiente. Y sucede, sí que sucede.

-¿Hay también en Nada que perder una invitación a actuar, a no resignarse ante la crisis y adoptar posiciones activas de lucha?

-Sí. A nosotros no nos gusta que una obra de teatro crítico haga simplemente un diagnóstico, porque todo el mundo puede ver dónde están los problemas. Procuramos no hacer un teatro de la resignación, sino uno contra la resignación. De hecho, antes de esta obra y de que apareciera el fenómeno de los indignados hicimos otra que se llamaba Rebeldías posibles y que era justamente una invitación a no resignarse y a no dar las cosas por perdidas. Para esas invitaciones a actuar, el teatro es un formato ideal, porque sigue siendo un hecho colectivo; una convocatoria a que la gente se junte, respire junta y se emocione junta. En el teatro se crea una energía que te da la sensación de que puedes compartir con otros tus ganas de cambiar las cosas.

-¿Son Donald Trump y su victoria una demostración más del peligro de llevar a una sociedad a una situación en la que no tenga nada que perder?

-Yo creo que sí. Cuando uno ve los análisis postelectorales y las encuestas ve que en Estados Unidos ha votado a Trump gente que se siente excluida; gente de la que el sistema no se ha ocupado: toda esa gente del Medio Oeste que ha visto desaparecer sus empresas y puestos de trabajo. Seguramente toda esa gente no vaya a encontrar respuesta alguna a sus problemas por parte del nuevo presidente, pero esto es como cuando uno, a nivel físico, va a un curandero que le dice que es capaz de sanarlo tras ver que nadie le resuelve un determinado problema de salud. Va desesperado al curandero sabiendo que probablemente no le vaya a curar, pero teniendo a la vez la conciencia de que al fin y al cabo no tiene nada que perder. Con Trump ha sucedido exactamente lo mismo. Mucha gente lo ha votado porque no tiene nada que perder.