Leonard Cohen, el hombre que enseñaba a amar

Héctor J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

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Con su porte elegante, su voz aterciopelada, grave pero protectora, ocultando sus dudas existenciales, mostró a generaciones de jóvenes las artes de su seducción emocional

20 sep 2019 . Actualizado a las 22:36 h.

Tenía casi la edad en que Cristo murió en la cruz cuando publicó su primer disco, Songs of Leonard Cohen (1967). Y en ese álbum de debut estaban ya Suzanne o So Long Marianne, dos de sus más acendradas piedras preciosas, joyas inmarcesibles. Ya era entonces todo un hombre, todo un poeta (eso sí, con Yeats, Lorca, Walt Whitman, Henry Miller y Bob Dylan en la mochila). A diferencia de Dylan, y su eterna cara de niño, Cohen siempre ofreció una imagen de galán maduro, encerrado en una cierta enigmática timidez, y su físico adusto le permitió mantener esa imagen de sabio discreto y elegante, y apenas envejecer a la vista.

La trayectoria de Dylan, precisamente, no era ajena a su salto a la música, aunque él había tocado la guitarra a los 18 años en un grupo de country que había montado con unos amigos. En Nueva York, en el ambiente del mítico hotel Chelsea trató al propio Dylan y a Phil Ochs, y con Janis Joplin intercambió más que palabras. El ejemplo de éxito del autor de Blowin’ in the Wind y la necesidad de un sustento económico digno vencieron las renuencias de este judío canadiense. Como en el caso de Dylan, el cazatalentos de Columbia John Hammond tuvo un papel clave en sus primeras grabaciones. Con la voz acariciadora, envolvente de Cohen, y su canción aterciopelada, protectora, generaciones de hombres y mujeres aprendieron a amarse y a dejarse, casi con displicencia, como si todo fuera importante, vital, pero también muy relativo, porque uno se conformaría en adelante con «tocar su cuerpo perfecto con la mente».

Su historia con Marianne Ihlen -que se inició en una taberna del puerto de Hydra, la isla griega en la que ambos se enrolaron en la revolución hippy y donde él ocupaba una modesta casa de pescadores- fue un manual de supervivencia melancólico para miles de entregados fans, que acabaron en España leyéndolo como poeta en las traducciones de Visor. Muchos se hicieron mayores emocionalmente y superaron sus miedos existenciales arropados por la calidez y la melancolía de esa voz madura. Algunos incluso tomaron Manhattan y hubo hasta quien se atrevió con Berlín.

Sin embargo, la seguridad del artista no era inquebrantable, tuvo sus inevitables zozobras, el desasosiego se cebaban en él. La depresión siempre lo acechó, y en algunas fases con una fuerza paralizante. También estaba el aspecto económico de su vida -no ayudaban sus obligaciones con la manutención de sus dos hijos Adam y Lorca y de la madre de ambos, la fotógrafa Suzanne Elrod-, que limitaba la libertad de sus ansias y capacidades creativas. Sus finanzas no eran algo que manejase con finura, hasta el punto de que Kelley Lynch, su mánager durante más de quince años, lo estafó y ambos acabaron en los juzgados -ella fue condenada además por acoso a 18 meses de cárcel-. Pero es cierto que esta quiebra, de varios millones de dólares, para felicidad de muchos, lo arrancó de su largo enclaustramiento como monje -ordenado como Jikan, el Silencioso, en 1996- en un monasterio de Los Ángeles y lo devolvió a comienzos del nuevo siglo a los escenarios.

Tampoco era la primera vez que se buscaba a sí mismo en las artes de la meditación del budismo zen. En el proceso autoconocimiento estaba la medicina, porque la amenaza del abatimiento psíquico no lo abandonaba: «He luchado con la depresión desde la adolescencia. Algunas épocas resultaron debilitantes, incluso encontraba difícil levantarme del sofá. En otros períodos, me hallaba plenamente operativo pero el ruido de fondo de la angustia aún prevalecía». Así lo admitía en una de sus más recientes entrevistas a publicada en The New Yorker el 17 de octubre, en una conversación que mantuvo en su casa angelina de Wilshire con el periodista David Remnick.

En los últimos tiempos solo se preocupaba por su menguada forma física, que condicionaba su capacidad para el trabajo y, especialmente, para actuar en directo. El equilibrio parecía al fin conquistado. «A medida que se acerca el final de mi vida -aseguraba a Remnick-, aún tengo menos interés en examinar las evaluaciones y opiniones superficiales acerca de la importancia de mi vida o mi labor. No lo tuve cuando estaba sano, y ahora estoy menos dispuesto a hacerlo».

Lo importante estaba en orden. Como había escrito el pasado julio a Marianne poco antes de que muriese: «Ya sabes que siempre te he amado por tu belleza y tu sabiduría, pero no necesito extenderme sobre ello ya que tú lo sabes todo. Solo quiero desearte buen viaje. Adiós, vieja amiga. Todo el amor, te veré por el camino».