Dylan, sus sueños y los nuestros

CULTURA

FRED TANNEAU

Nacido en un pueblo de Minnesota, pasó del folk a escribir canciones que emocionan en todo el mundo que le han dado el Nobel de Literatura: mañana será el gran ausente en la ceremonia de entrega.

09 dic 2016 . Actualizado a las 11:45 h.

A los 16 años hice un pacto con Bob Dylan: sus sueños serían los míos y los míos los suyos. «I’ll let you be in my dreams if I can be in yours», le escuché cantar en su talkin’ blues sobre una hipotética tercera guerra mundial y ahí sellamos el trato, redactado en cláusulas que no eran otra cosa sino canciones. A través de ellas esperaba verme algún día paseando entre nieve y edificios del Greenwich Village, aterido de frío pero reconfortado por el abrazo del amor, como aparecía él en la portada del Freewheelin’.

Este vinilo y otros de su primera época habían llegado, fruto de intercambios estudiantiles, a la vez que En el camino de Kerouac, y la novela y las canciones se conjuraban para vaticinar un futuro de libertad nómada. «La autopista es para los jugadores», cantaba Dylan en It’s All Over Now, Baby Blue, y el asfalto de la 51 y la 61 se perdía por un horizonte de llanuras y moteles, trenes de carga y autobuses Greyhound, donde emular a Dean Moriarty y Sal Paradise. Su voz nasal, el rasgueo de la acústica y el fraseo de la armónica contenían la autenticidad de lo vivido, las muchas horas de carretera, con el estómago más vacío que los bolsillos pero la cabeza desbordante de fantasía, libre de lastres y convenciones, para vivir una aventura hoy aquí y mañana otra allá, vagabundos siempre prestos para la partida, como nos explicaba en Song to Woody: «Me marcho mañana, pero bien podría irme hoy».

En aquellas canciones la fraternidad de adolescentes soñadores aspirábamos a recorrer el camino inverso al que narraba él en Boots of Spanish Leather: si su amor solo quería que regresase sano y salvo de «la costa de Barcelona y las montañas de Madrid», el nuestro era un viaje sin billete de vuelta para encontrarnos a nosotros mismos. No iba a ser fácil. «Lo hago lo mejor que puedo por ser como quiero ser, pero todo el mundo quiere que seas igual que ellos» (Maggie’s Farm): Ellos: los mismos a los que advertía que no criticasen lo que no eran capaces de entender, los que no percibían que los tiempos estaban cambiando. Ante la incomprensión, ante la crítica, ante la envidia, Dylan ofrecía el consejo de la pureza de corazón: «Para vivir al margen de la ley debes ser honesto» (Absolutely Sweet Marie).

Pero la verdadera guía, la razón del pacto, eran las canciones en las que se desgranaba el asombro y misterio de los caprichos del corazón, el ajeno y al propio. Es atrevido decirlo sobre un cancionero tan diverso, pero el amor y su reverso son los grandes temas que uno busca en los versos de Dylan: con él se desentrañaba el misterio del enamoramiento o se hallaba consuelo, gracias a su ironía y sentido del humor, en el desdén o la ruptura; y si uno había sido el malo, lo ponía frente al espejo del remordimiento.

«El espectro de la electricidad aúlla en los huesos de su rostro»: una de las Visions of Johanna que captaba el aura con que ilumina el arrobo del enamoramiento. Otras veces podía ser más directo en la evidencia del desvalimiento: «De no ser por ti, el cielo se caería y la lluvia lo anegaría todo. Sin tu amor no podría ir a ningún lado y estaría perdido de no ser por ti: sabes que es verdad» (If Not For You). Dylan cantaba a un amor que se dejaba fascinar por lo diferente -«No estoy buscando que sientas como yo, que veas como yo o que seas como yo», All I Really Want To Do- y por eso mismo se resistía a esa subyugación tan frecuente en las relaciones, aunque le supusiese tener que decir adiós: «Le entregué mi corazón, pero ella quería mi alma» (Don’t Think Twice It’s All Right).

Dylan hasta tenía una canción para explicar ese sentimiento tan difícil, en el que uno se deja arrastrar por una relación aun sabiendo que no es capaz de corresponder el amor en la misma medida que lo recibe: «No quería entristecerte, simplemente coincidió que estabas ahí, eso es todo» (One Of Us Must Know). Y, aunque las disculpas lleguen tarde y uno sea incorregible, al menos otros pueden beneficiarse de los errores ajenos: «Una vez tuve montañas en la palma de la mano y los ríos que las atravesaban. Debía de estar loco, nunca supe lo que tuve hasta que lo tiré todo por la borda» (I Threw It All Away). Gracias a Dylan también aprendimos que el tiempo y la distancia no siempre funcionan, y que aunque se hayan olvidado de uno, nosotros no olvidamos: «Me pregunto si ella se acordará de mí, y muchas veces he rezado, en la oscuridad de la noche y en la luminosidad del día» (Girl From the North Country); «Todo el tiempo que estuve solo el pasado me pisaba los talones. Vi a muchas mujeres, pero ella nunca salió de mi mente» (Tangled Up In Blue).

El trato con Dylan sigue. Reescribimos constantemente las cláusulas en función de sus sueños y los míos. Para la paternidad, por ejemplo. Forever Young: «Que crezcas y seas justo, que crezcas y seas recto, que siempre conozcas la verdad». Mientras haya canciones, hay pacto. Él cumple su parte. Y yo la mía.