El Cirque du Soleil brilló, pero el calor tardó en llegar

J. C. Gea GIJÓN

CULTURA

Un momento de «Varekai» del Cirque du Soleil en el Palacio de los Deportes de Gijón
Un momento de «Varekai» del Cirque du Soleil en el Palacio de los Deportes de Gijón

Medio aforo, cierta frialdad del público hasta la segunda parte y la perfección artística y técnica marca de la casa acompañaron el re-estreno de «Varekai» en Gijón, anoche en el Palacio de los Deportes

26 ene 2017 . Actualizado a las 09:14 h.

Costó calentar. Costó poner el Palacio de los Deportes a la temperatura apta para que brillase el soleil en todo su esplendor y empezase a caldear los huesos del público; el mismo que brindó calidez a manos llenas en las previas y apoteósicas visitas de las troupes de Guy Laliberté. Sería el medio aforo y el mucho frío de la noche, o quizá el inevitable peso muerto de un miércoles de finales de enero, un día imposible para entregarse del todo a ninguna magia; sería que desde la última visita a Gijón, en 2009, cuando apenas asomaba los caninos la crisis, se ha perdido -como en todas partes- inocencia y ya no se cree ni en metrotrenes, ni en planes de vías, ni en planes generales de ordenación, ni en mayorías municipales (por no salir del concejo). Sería que no puede ser lo mismo el útero viajero de una carpa circense que el rígido estuche de hormigón de un polideportivo a la hora de procurar lo básico en estos casos: un hechizo para dejar de ver el mundo y solo tener ojos para el portento. Pero el caso es que anoche, en el estreno de la cuarta visita del Cirque du Soleil y el segundo advenimiento del mundo de Varekai a Gijón, hubo que esperar al segundo tiempo para que el público de la villa, siempre tan manirroto con sus afectos, concediese algo tan elemental en el circo como los aplausos de cortesía en el interior de cada número; esos que, como los músicos de jazz al final de un solo, los artistas esperan y demandan con un pequeño parón y un pequeño gesto de expectativa al final de cada proeza cumplida.

Y, como de costumbre en el Cirque du Soleil -salvo un desequilibrio de una fracción de segundo que obligó a una mano a buscar un hombro para no perder la compostura en el número final- todas las proezas se cumplieron anoche. Todo fue perfecto casi hasta el absurdo. Lo cual, en el caso de un espectáculo de esta renombrada casa, significa que los artistas lo bordaron y los técnicos no les fueron ni por un segundo a la zaga. Es algo que casi se puede acabar convirtiendo en un problema, para el Cirque du Soleil. Los prodigios, las coreografías, los cambios de escenario, de vestuario, de atrezo, de ingeniería escénica, las sincronizaciones apabullantes entre música en directo, iluminación, dramaturgia y tramoya se van sucediendo con tal fluidez, con tanta ligereza y gracia, que al final uno casi las reputa por mecánicas. Casi se olvida del enorme esfuerzo que está costando todo aquello.

Otra condición de espectadores

Quizá lo que haya cambiado desde 2009, y no digamos desde aquella gloriosa visita de Saltimbanco al Muelle de la Osa en 2004, es nuestra condición de espectadores. El empacho de milagros digitales nos ha insensibilizado hacia la dura carnalidad de los milagros que procura el circo. Nos asombra, pero no nos tiene en suspenso el temor a la costalada. No nos duele el dolor de los acróbatas que se retuercen hasta la invertebración, aguantan su propio peso con la nuca, soportan impertérritos en sus muñecas impactos de paisanos tan macizos como solo puede estarlo un atleta ruso. No tememos por sus vidas, no nos inquieta su error, no empatizamos con el sufrimiento que tenemos delante ni en el fondo valoramos como física la belleza que se nos está ofreciendo ahí mismo, a solo unos metros, de puro bien envuelta en perfección tecnológica. Si podría ser un videojuego en HD.

O, al menos, esa fue la actitud anoche durante toda la primera parte de Varekai. Hasta que el poder irresistible de contagio -un contagio físico-, que han concentrado también en este producto los listísimos cerebros del Cirque du Soleil, consiguó fundir el hielo en con las botánicas y las zoologías submarinas del espectáculo llamado Superficie deslizante. Ahí cambiaron las tornas, incluso retrospectivamente y el público empezó a responder como se debe y se merecen estos artistas sutiles y a veces brutales por debajo de la pátina new age, disney o gótico softcore que destila su estética.

Ahí, ya desbloqueado, el público cobró conciencia de lo rematadamente bueno que había sido el número de volteretas sincronizadas del equipo japonés sobre una colchoneta hinchable que apareció de la nada ocupando ese suelo lleno de trampillas de las que emergían o por las que desaparecían los personajes. O reparar en la exquisitez de los vuelos del portorriqueño Fernando Miro o la estadounidense Kerren McKeeman, y la destreza relampagueante con los bastones cromados de Arisa Tanaka manejaba como quien maneja rayos y centellas. Y las escenografías, las muy calculadas entradas y salidas masivas de todo tipo de personajes llevados por el caudal de una música que, de puro bien interpretada y bien sonorizada, uno tiende a olvidar que es en directo.

Paso a dos en los cielos

Pero, por lo que fuese -por los veinte minutos para la cerveza desbravada y el merchandising de la mitad de espectáculo, por los ritmos internos del calentamiento general- solo en la segunda parte afloraron del todo los aplausos y, poco a poco, el entusiasmo que el Cirque du Soleil fabrica y quien paga sus precios espera. El fabuloso número de las correas aéreas de Oleksii Kozakov y Alexander Romashyn (qué idea tan sencilla y resultona su atuendo simétrico para ese pas de deux en los cielos y en los suelos) deslumbró un segundo después del terrorífico solo con muletas de Raphael Botelho Nepomuceno, y dos segundos después del desternillante espectáculo de un chansonnier -el británico Sean Kempton, que hace un resultón dúo cómoci con Emily Carragher- obligado a perseguir su cañón de luz por todo el polideportivo mientras chapurrea el Ne me quitte pas de Jacques Brel. Se lo cantaba al cañón de luz, claramente.

La temperatura fue en ascenso hasta que, como así está prescrito por los cerebros de Varekai, el desparrame y el delirio llegaron con el incendiario número de los columpios rusos. En realidad, solo por ver lo bien resuelta que está la transición escénica y técnica mientras los machacas encubiertos montan y anclan los dos columpios y las grandes rampas de lona en las que aterrizarán los acróbatas, ya hay circo suficiente. Pero claro, quedaba lo mejor.

Tal y como habían advertido desde la organización, no es el Varekai de 2009. Hay nuevos números y una primera parte con tanta coreografía y drama como circo. Hay números musicales que no estuvieron entonces, e incluso quien vio el primer pase hace siete años y no tendrá sensación de repetición. Y si la tiene, no habrá de importarle demasiado. A nadie le desagrada ver el mundo bañado por un hermoso soletón, aunque lo vea a menudo. Esta energía solar multinacional con patente canadiense siempre acaba derritiendo el hielo y calando los huesos incluso en plena ola de frío.