«El teatro está empezando a tener la mitad del prestigio que se merece»

J. C. Gea GIJÓN

CULTURA

Amelia Ochandiano
Amelia Ochandiano

La directora de la versión de «La gata sobre un tejado de zinc calilente» que llega al Campoamor advierte que «si nos quitan la cultura y la palabra, quedaremos "agilipollaos"»

23 feb 2017 . Actualizado a las 07:19 h.

-¿Por qué se le ocurrió volver a esta Gata de Williams? 

-Es ya un clásico de la literatura. Hacía mucho que no leía el texto, y volví a leer la última versión que había escrito Williams, con unos cambios para que Elia Kazan la montase en Broadway. Me pareció un obrón maravilloso, que se merecía una adaptación. La reduje a los seis personajes esenciales y me puse manos a la obra. No hay que olvidar que la película, aunque sea una película maravillosa, es la versión de una obra de teatro, y no al revés, y que por lo tanto no tiene su complejidad. Los personajes tienen aquí mucho más desarrollo dramático.

-¿Qué hay de diferente en esa versión revisada?

-Hay una serie de matices de los personajes que iban dirigidos a lo que quería Kazan, pero sobre todo, un remate para el personaje del padre en el tercer distinto a la versión original. Redondeaba la obra, y eso a mí me pareció muy interesante. Me sentí muy identificada. Esas cosas que te pasan: que te enganchas, que la problemática de la familia, de la muerte amenazando, de la ambición, de la diferencia de trato entre los hijos… me atrapó muchísmo y me pareció que era absolutamente actual.

-Es una gran cantidad de temas concentrados en un ámbito muy reducido. ¿Cómo se ha planteado, desde ahí, la dramaturgia?

-En cine, aunque sea una obra de teatro, siempre se tiende a recurrir a exteriores y a elementos que oxigenan la obra. Yo he intentado hacer todo lo contrario. Lo que pretendo es hacer casi un horno. En el original, todo sucede en el mismo espacio, que es la habitación de Maggie y Brick, y aquí eso se respeta: esa sensación de estar en una casa donde cuesta hablar porque aparece cualquiera por cualquier lado. Me interesaba mucho esa situación tan frecuente en una familia en la que dos personas se encierran a hablar y se oyen voces, gritos, y la gente se pregunta qué puede estar pasando, interrumpiendo… Desde ese punto de vista, he intentado reunir ese concepto de lo que llamo el «horno interior» y el oxígeno de fuera, de la naturaleza, lo que cuenta Brick y todos los personajes. El título describe la situación límite de todos ellos, que están a punto de saltar del tejado, cada uno por sus motivos y sus problemas. He jugado con eso, y con la liberación del exterior, la tormenta que viene para limpiar y refrescar, hacer lo mismo que busca Brick en el alcohol: el click que apaga una luz caliente en la cabeza y enciende otra fría y da paz. Aunque sea por un rato.

-No es la primera vez, ni mucho menos, que sus dramaturgias trabajan sobre situaciones familiares en recintos cerrados. ¿Qué le interesa de ese tema, la familia?

-No es que lo haga de modo consciente, es que ese tema está ahí: la familia está en el origen de la dramaturgia universal, desde Edipo o Medea y los grandes clásicos. Es un caldo de cultivo maravilloso. Las relaciones están muy a flor de piel. Todo lo que tiene que ver con la familia nos toca, nos hace daño, nos gusta y nos disgusta, lo soportamos y lo adoramos… Sobre este caldo de c ultivo se seguirá construyendo por los siglos de los siglos. En sí mismo, el tema siempre es muy jugoso dramáticamente porque conecta de inmediato con todo el mundo. Todos conocemos lo bueno y lo malo de nuestras familias, desde los recuerdos de infancia y aquellas relaciones familiares hasta la ampliación del mundo familiar, los conflictos con los cuñados y las nueras y los suegros… Eso es eterno.

-Un clásico lo es porque siempre admite aportaciones. ¿Cuál es la suya, como mujer, y como mujer de este preciso momento? ¿Qué hay de suyo en esta Gata?

-Contestarlo es complicado porque se ve mejor desde fuera. Pero lógicamente, soy una mujer, vivo en este siglo, ahora, en 2017, y quizás quiera expresar determinadas cosas: poner el acento en el tema de la homosexualidad, que creo que se sacó un poquito de contexto porque en su momento resultaba provocativo, pero el propio Williams dice que no le interesaba, que si hubiera querido -y más él, que era homosexual y no lo ocultaba- hubiera escrito otra obra. Es un matiz más para mí. Pero me interesa mucho lo que siente Brick hacia lo que siente su padre en el caso de que hubiese sido cierto. Yo hago lo que creo que hizo Williams: intentar que el público, como muy bien hace la película, quede en una ambigüedad que no interesa aclarar. Yo tengo mi propia teoría sobre lo que creo que ha pasado, pero es una teoría basada en el texto. Sé que cada uno encontrará su interpretación.

-¿Y respecto a Maggie?

-Personalmente, prefiero centrarme en ella, en lo que expresa a través del deseo sexual hacia su marido. Su manera de reivindicar que el deseo existe, y que quiere lo que es suyo y lucha por ello porque sabe que lo tiene al alcance de la mano y confía en conseguirlo a pesar de que tenga un calvario por delante. No solo para recuperar la sexualidad con su marido, sino también el amor, porque es una mujer profundamente enamorada y lo que considera suyo: su parte de la herencia. Están esas frases de Maggie en las que dice que todo el mundo se empeña en demostrar que es bueno, y que ella no es buena, sino honesta. Y es verdad. Ella no engaña. Quiere lo que quiere conseguir, provoca la crisis con Skipper, pero está luchando por su marido.

-En la Gata es todo intensidad, texto, trabajo actoral. ¿Le preocupa que de alguna manera esa parte física, carnal, del teatro, que siempre sorprende, se esté olvidando en favor de códigos virtuales, digitales, mediados...?

-Creo que, sinceramente, esos elementos cogen ahora mucho más valor. Ya sabemos que el teatro es un enfermo crónico, que está siempre en crisis, y es verdad. Hace treinta años que hago teatro, y siempre he visto una mejora: en instalaciones, en público, siempre viví una mejora continua... hasta que nos llegó un hachazo demoledor. Durante una época ha sido muy duro hacer teatro. En este país nunca se nos ha querido: nunca. Se puso de moda el cine, y llamar a alguien para una obra de teatro era un infierno: se hacía cualquier cosa en cine con cualquier persona. Los actores no querían hacer teatro. Normal: les encanta, pero no estaba ni pagado ni reconocido. Era predicar en el desierto.

-¿Y eso ha cambiado?

-Creo que ahora está empezando a coger la mitad del prestigio que creo que se merece; algo más de respeto. Tengo la sensación de que hay algo en el teatro que no te lo quita nadie. Es como los conciertos en directo. Sobrecoge. Perdón por decirlo así, pero ante una orquesta que empieza a tocar delante de ti te cagas de gusto. Pero es que es así. Y lo mismo con la palabra, lo que está vivo, lo que está ahí. Cuando uno intenta trabajar como lo hemos intentado, con toda la honestidad del mundo, lo ves: eso no se lo puede cargar nunca nadie, esa comunión entre el espectador y el escenario. Lo siento, pero no pueden. Tenemos que luchar entre todos para que no nos quiten la cultura y la palabra: no son lujos. Son lo esencial. Si nos quitan eso, con perdón, quedamos agilipollaos. Me encantan las redes sociales, han revolucionado el mundo pero, por favor, el directo que no se lo cargue nadie. El directo es la realidad.