El París del fin del XIX, del puntillismo a los carteles de la ciudad bohemia

Xesús Fraga
Xesús Fraga BILBAO / ENVIADO ESPECIAL

CULTURA

VINCENT WEST | REUTERS

El Guggenheim reúne en Bilbao 125 obras de artistas claves de la época, como Lautrec, Signac o Bonnard

12 may 2017 . Actualizado a las 08:16 h.

A caballo entre dos siglos, la sociedad occidental vive un período convulso, alentado por profundos cambios tecnológicos, de fracturas económicas y agitaciones políticas, que propician tanto la aparición de una izquierda radical como una ola reaccionaria; atentados y polémicas racistas están a la orden del día. No se trata de un análisis actual, que también, sino el retrato de la última década del XIX en Europa, cuya capital artística era entonces París. Los pintores se encontraban en el centro mismo de una transformación que se debía tanto al contexto de confusión social e ideológica como a los impulsos que empujaban su escena para dar por concluido el siglo e inaugurar uno nuevo.

El museo Guggenheim revive en Bilbao este apasionante y crucial período a través de las casi 125 obras que sintetizan esa respuesta de los artistas a su tiempo en los tres movimientos -neoimpresionismo, simbolismo y los nabis (profetas)- que entonces eran ruptura y vanguardia y que ahora llegan convertidos en historia. París, fin de siglo se aloja en tres salas que distribuyen sus respectivas corrientes, aunque sin cortes tajantes: tan solo un sutil cambio de color de las paredes, que facilita el tránsito de una a otra en la compañía de algunos nombres que podrían adscribirse a cualquiera de estos ismos. «Todo el mundo estaba en París, todo el mundo se conocía. Eran amigos, colaboraban juntos, muchas veces a pesar de tener ideas opuestas», resumió ayer Vivien Greene, comisaria de la muestra, que se podrá ver hasta el 27 de septiembre.

El denominador común, entonces, radica en el condicionante del entorno -el éxodo rural que desemboca en la superpoblación urbana-, tanto para retratarlo o idealizarlo como para evadirse de él, además de una decidida vocación experimentalista, centrada en el color y la luz, que tanto había obsesionado ya a los impresionistas.

Precisamente París, fin de siglo arranca con la emblemática figura de Monet, de quien se presenta una obra tardía (Nenúfares, de 1914) a modo de prólogo de un recorrido que en esta primera sala tiene dos nombres esenciales. El primero, el de Signac, representado con siete obras que permiten ver un desarrollo cronológico de la técnica puntillista, que primero gana en sutileza para luego abrazar la libertad del color y la pincelada larga, hasta llegar a una estilización que lo acerca a las composiciones simbolistas, por más que Signac odiase esta comparación. El segundo es el de Pissarro, exponente también como Monet del impresionismo, pero que aquí se reinventa como artista en dos escenas rurales.

Entre el simbolismo y el influjo del grabado japonés

La segunda sala (de fondo azul, que los simbolistas asociaban a la espiritualidad) tiene en Cross el entronque con los neoimpresionistas, pero el centro de atención lo reclaman Maurice Denis y Odilon Redon, que se alejan de la realidad hacia lo onírico, la intuición, el mito. En el caso del primero, están las alegorías religiosas de sus Misterios católicos, mientras que el segundo fabula en blanco y negro una imaginería deudora de Jonathan Swift y Lewis Carroll, incluso anticipándose a Kafka, hasta que descubre el color y lo aplica a criaturas legendarias, como Pegaso o la Sibila.

Una escena de café de Anquetin abre la última sala, que da cuenta de cómo el renacimiento de la impresión y la decisiva muestra de grabados japoneses en París dieron como resultado obras tan diversas como las litografías de Bonnard o Vuillard y la cartelística de Toulouse-Lautrec. Compartían también una naturaleza comercial (encargos de galeristas o anuncios para cabarés, cafés, compañías de baile) que se traducía en una vocación por captar la atención del espectador a través del color y la tipografía. Los carteles de Lautrec, ahora iconos del París bohemio, eran en origen creaciones efímeras, representadas aquí en algunas de las escasas copias que han sobrevivido y en un estado de conservación excepcional.

Como hace notar la comisaria Vivien Greene, aunque abundan las figuras femeninas, están retratadas desde un punto de vista masculino y todos los pintores de la muestra son hombres, testimonio del arte de su tiempo. Algo que estaba a punto de cambiar, con la inminente aparición de las sufragistas y la larga marcha en la vindicación de los derechos de las mujeres.