El siglo XX y su bailarina: Martha Graham

Yolanda Vázquez OVIEDO

CULTURA

Martha Graham y Bertram Ross en 1961
Martha Graham y Bertram Ross en 1961

El legado de un nombre clave del arte del pasado siglo llega este domingo al Campoamor

04 jun 2017 . Actualizado a las 10:18 h.

Hoy llega a Asturias la Compañía de Danza de Martha Graham, que está de gira por España para conmemorar sus noventa años de historia. Oviedo es la penúltima parada antes de recalar en el Teatro Real de Madrid, con varios días de función y un programa más amplio. El hecho de que esta importante compañía esté en nuestro país es motivo más que suficiente para hablar de la mujer que se inventó la «danza moderna», con su teoría y su práctica incluidas, para la historia de las artes. Y lo hizo sola, en la década de los años 20 del pasado siglo, en la ciudad de Nueva York, y en paralelo al auge y nacimiento de los ismos europeos, pero sin yuxtaponerse a ellos; al contrario, conviviendo con ellos para revolucionar por completo la fragilidad inherente a la naturaleza de la danza, y dotar a esta expresión artística de una dimensión filosófico-intelectual, femenina, social y popular. Graham y su invento proveyeron al espectador de danza de ambos lados del Atlántico de un nuevo material y de unos nuevos ojos para comprender el existencialismo, los problemas de la mujer, la guerra, el progreso y el dolor inherente al vivir del hombre.

La historia de la danza, los críticos de varias generaciones y, en general, el mundo del arte recurren siempre a la misma comparación: «La influencia de Martha Graham en el arte escénico es equiparable a la que tuvo Picasso en las artes plásticas o Stravinski en la música». Está unánimemente reconocida como una de las personas más influyentes del siglo XX y la revista Time la nombró «bailarina del siglo» en 1998. De ella, y desde ella, han nacido varios de los coreógrafos más importantes de la segunda mitad del siglo XX, hoy encumbrados y totalmente reconocidos; es el caso de Merce Cunningham. El propósito de este artículo es hablar en presente de su legado inmaterial, todavía vigente como un bien para la humanidad; a la vez se ha querido repasar los hitos más importantes de su vida artística y personal, pero, sobre todo, explicar por qué Martha Graham quiso desaprenderse, quizá la faceta menos explorada de su ideario y la que ha pasado, en cierto modo, más desapercibida a ojos del público. Estas son algunas cosas de su vida y de su obra.

La creadora de la danza moderna

Hoy es más que frecuente ver a cualquier compañía de danza contemporánea darse a conocer en festivales, workshops, jornadas… Forma parte de la promoción y divulgación de la danza como género docente de intercambio internacional. Junto a lo que se ofrece, lo coreográfico, se propone una suerte de etiqueta, algo que diga: «impartido con la técnica o método de…». Y eso al margen de los merecimientos. El caso es ponerle marca. Cuestión de autoría y propiedad; y también de celo. Esto que hoy día nos parece tan natural y que para algunos profesionales de la danza resulta imprescindible y hasta saturante, empezó a gestarse hace ahora más o menos cien años, y no fue en Europa, sino en Estados Unidos. La creadora de la danza moderna y del método con todos sus alrededores fue la insuperable bailarina y coreógrafa norteamericana Martha Graham, una verdadera pionera de la creación, el arte y la libertad en su sentido más honesto y legítimo.

Martha Graham (Pittsburgh, 1894-Nueva York, 1991) bailó desde niña, pero en su formación como futura innovadora de la danza quizá influyó más la especialidad médica de su padre que la adquisición de la técnica. Su progenitor trataba las consecuencias físicas que provocaban las enfermedades neurológicas y nerviosas. Estaba más que convencido de que los movimientos del cuerpo (exterior) podían explicar qué pasaba dentro del organismo. La Martha niña empezó a considerar estos asuntos como fuerza y fe interior, datos físicos reales (no escritos) que iban a sustanciar en ella una creencia que, de adulta, como mujer y creadora, se revelarían para siempre como su inquebrantable seña de identidad: moverse es sentir, sacar fuera lo que hay dentro, hablar de otra manera: lo que hacía su padre, lo que le había visto hacer para curar enfermos. No era otra cosa. Este fue el primer asentamiento de su credo, y pese a su relevancia, uno de los aspectos menos explorados en las múltiples biografías de la artista.

Inició sus estudios en 1915 en la emblemática escuela de danza Denishawn de Los Ángeles, fundada por la pareja de precursores Ruth St. Denis y Ted Shawn, dos docentes que luego separarían sus vidas artísticas pero que influyeron poderosamente en la joven principiante. Ocho años duró la relación académica y fue allí donde Martha Graham se convirtió en una bailarina profesional dotada de una buena técnica. A la vez, la tierna estudiante se imbuiría poderosamente de la influencia del sincretismo oriental (procedente de India y Japón, sobre todo), tan en boga en el cambio del siglo XIX al XX.

Fue así como brotaron en su persona la espiritualidad y el ascetismo, estimulados por su acercamiento a preceptos filosóficos. Ya no la abandonarían nunca. De hecho, su conocimiento del kabuki y el noh, técnicas teatrales japonesas, fue decisivo en toda su carrera; lo fue tanto que su alianza con el escultor americano-japonés Isamu Noguchi se prolongaría durante décadas. Sería el principal artífice de sus diseños, estilismos y escenografías y responsable, en gran parte, de la concepción onírica de sus obras.

Graham cogió todas estas japonerías como elemento referenciador, y esa elección es en buena medida la causante de la imagen que tenemos de ella, y que la televisión de los años 60 y 70 del pasado siglo se encargó de popularizar de forma masiva. Para entonces se había retirado definitivamente de los escenarios, pero no de la creación. Ese moño tan característico suyo, repartido en dos anchas hojas a los lados, es fiel reflejo de ese karma oriental; igual que la discreción y sencillez de sus hábitos; igual que una cara despejada y algo feúcha, enmarcada en un cuerpo que ella siempre creyó pequeño. La virtud de la exigencia al lado del respeto con el que se debe ejercer la libertad; eso nos dijo su físico en palabras: «La libertad para un bailarín significa disciplina. Para eso es la técnica, para eso sirve el trabajo, para construir la liberación».

La vanguardia al otro lado del charco

Pero es imposible comprender la sacudida que supuso Graham sin detenerse un instante a fijar, aunque sea de forma algo gruesa, el itinere de lo escénico en Estados Unidos por aquellos años, los de la década de los años 20 y 30 del siglo XX; algo muy distinto, aunque paralelo (de lo que sí tuvo total conciencia la artista), a lo que significaron las vanguardias europeas, en concreto la francesa y la alemana, que intentaban romper con el pasado para hollar un futuro íntegro de expresión y conciencia. Mientras, al otro lado del Atlántico, Estados Unidos, después del crash del 29, se hundía en un desánimo absoluto.

Hace cien años, en Estados Unidos no había tradición que permitiera vaticinar que hacia 1930 el país se convertiría en el referente único del desarrollo de la danza en innovación lingüística y coreográfica; ni que, contra todo pronóstico, la danza clásica se revolvería de tal manera que daría lugar al nacimiento de grandes escuelas y compañías que se harían modélicas, caso del American Ballet Theatre, baluarte de estilos como el clásico y neoclásico. Para eso la danza ha copiado siempre la nomenclatura extraída de la historia de la arquitectura; de eso se trata, de edificar.

Pero este nuevo edificio danzado sería catapultado, además, por la revolución femenina. A principios de siglo, la emancipación de la mujer influiría directamente en el desarrollo de la danza. De repente se hizo imprescindible liberar el cuerpo y tomar conciencia de su poder y placer; soltar el pecho, vestirse de otra forma, verse los pies (y los tobillos), capar el agujero de la sábana y suministrar y suministrarse belleza. A todo lo cual hay que sumarle el impacto de una música tan liberadora y sensual como el jazz, sin la cual hoy no podrían entenderse conceptos como el de improvisación pautada, crucial para la danza contemporánea.

Esta coincidencia de trazos en el mismo lienzo obliga a afirmar que el desarrollo de la danza, sobre todo de la que rompía con el arquetipo clásico (y estaba elevada), lo protagonizan principalmente mujeres: Ruth St. Denis, Doris Humphrey y Graham (a la cabeza). Todo lo contrario de lo que sucede en ese momento en el viejo continente, donde Diaguilev también revolucionaba la escena con sus Ballets Rusos, aunque bajo otras premisas.

Feminismo Graham

La independencia artística de Martha Graham nace en ese contexto, denso y rápido, que ha propiciado otros muchos desarrollos norteamericanos. Y así, tan pronto como en 1926, su inquietud creativa y sus ganas de volar la llevaron a formar su propia compañía y escuela, la Martha Graham School of Contemporary Dance, y a crear su tesis y su praxis. Era inevitable: había que encontrar el modo de expresarse sin miedo, sin cortapisas, mostrando a las claras lo malo y lo bueno, el dolor y la alegría, la felicidad y la tristeza; había que bajar la danza al suelo, hacerla física, palpable, algo con lo que un hombre y una mujer pudieran identificarse juntos y por separado; había que provocar una reacción en el espectador; había que saber amarse para poder ser amante. Y lo más importante: había que conseguir que todo ello pudiera resultar creíble con una narración danzada en directo bajo una nueva forma de expresión.

Graham entendió que tenía que operar sin supeditarse a rémoras ni ingresos. Por eso para obtener algún beneficio económico se vio obligada a trabajar durante un tiempo con actores; de esa necesidad nacieron las clases de gestualidad que dio a Bette Davis y a Gregory Peck, por ejemplo. Estudió y se admiró con la filosofía de Sartre o Nietzsche y, como otras pioneras de la danza, se abasteció de conocimiento humanístico; un punto de anclaje intelectual que hoy quizá pueda resultar sorprendente, pero que a ella le sirvió para armonizar un discurso, para darle un porqué sólido al lenguaje que intentaba crear, para que no resultara una banalidad.

El nuevo lenguaje que trajo Graham, la definición y regulación de su muy concreto código, supuso un pilar de referencia para la danza no solo en Estados Unidos, sino también en los países europeos, que asistían anonadados al nacimiento de una expresión completamente nueva. Y hubo reticencias en coreógrafos y escuelas, pero la mordedura metodológica y técnica que supuso su aportación terminó abduciendo a muchos de sus opositores. Una parte del ballet tradicional tuvo que asumir y aceptar como buenos esos nuevos basamentos; aceptarlos por lo que representaban: un enriquecimiento, no una anulación. Un aporte realmente único. Graham abrió ese canal.

¿Cómo era posible que una mujer pudiera hacer esas contorsiones en el escenario? ¿Cómo era posible que una mujer fuera objeto carnal explícito a través del movimiento? ¿Cómo era posible tal brujería hipnotizadora?, se preguntaban las mujeres. ¿Cómo era posible enamorarse de una mujer a la que solo se conoce por sus movimientos?, se preguntaban los hombres. ¿Cómo? ¿Cómo? Pues siendo, simplemente siendo. Fluyendo del cuerpo. Eso es lo que ella inventó: la expresión corporal de ese poder. Y no vio límites: enseguida se dio cuenta de que todo estaba por hacer. Y así fue. Hasta un mes antes de su muerte, en 1991, jamás dejó de trabajar.

Con las palabras de su cuerpo la danza dejó de ser para siempre una imagen representada de lo hermoso y lo apropiado, de lo correcto, para convertirse en lenguaje directo para la abstracción. Esto no había ocurrido nunca. Y menos como logro enteramente femenino.

Revolución técnica. El intelecto corporal

¿Y qué inventó la Graham exactamente? ¿Qué fue lo que hizo? ¿Cuál fue el hallazgo? Pues, siguiendo la pauta iniciada por su importante precursora Mery Wygman, encontró la piedra filosofal en su propio cuerpo, centrando en el área pélvica y en el torso las zonas que nutren la carga emocional, sentimental y sexual de la expresión danzada; es decir, el sujeto activo y el objeto pasivo para un nuevo fraseo bailado: esas partes del cuerpo también tenían algo que decir, no podían permanecer más tiempo calladas. Había que conectar gesto con emoción y espíritu. La energía y la fisiología comenzaban a salir (por fin) de la pelvis femenina, el lugar generador de sexo y vida.

Para ello se encerró sola y comenzó a desaprender todo lo que su cuerpo había asimilado hasta ese momento. Y trabajo en dos conceptos: la respiración, base indispensable de su método de trabajo de pie y en el suelo, y los movimientos que denominó de contracción-relajación en el tórax y el abdomen. La metodología grahamniana comenzó así a dibujarse y adquirir corporeidad, a la vez que entroncaba lo físico con lo intelectual de la mano del pensamiento filosófico. Todo cobraba peso y sentido: su infancia, la disciplina clásica y la dualidad humana, elegiaca y dionisiaca, extraída de lecturas y estudio. Y con tal tejido, mental y corporal, comenzó a coreografiar: ya tenía el lenguaje sin reglas con que construir la danza del espíritu.

Contenido, hombre y sociedad: la danza se llena de atributos

Enseguida brotaron discursos, uno de los primeros, de marcado carácter épico, su Lamentation (1930), que sesenta años después fue motivo de homenaje y culto: el que le dispensó Madonna, reproduciéndose como Martha Graham para una sesión fotográfica, mientras se declaraba rendida admiradora, además de discípula de la bailarina, pues también la estrella del pop había bebido de las fuentes de su técnica. Las influencias de la entonces octogenaria coreógrafa en el dance de la Ambición Rubia siempre fueron evidentes; de ahí, en parte, sus extensiones y los movimientos de la zona pélvica. Lamentation supuso un antes y un después para Graham, y un hito en la representación de los contextos opresores para las mujeres: la artista bailaba metida dentro de un tubo de tela elástica que con sus contorsiones emulaba el estilo cubista. Un completo desafío.

Consciente de lo que había creado, se resistió mucho a dejar que otros lo tocaran. En plena efervescencia creadora y alcanzado ya el reconocimiento, no dejaba a otras compañías y autores representar sus coreografías: temía que sus lecturas fueran desvirtuadas. Sin embargo, esta actitud paranoide se fue atenuando con el tiempo, como lo prueba su amistad con Bethsabée de Rothschild, quien, en la década de 1960, fundó en Tel Aviv la Batcheva Dance Company, que Graham dirigió algunos años y donde firmó un buen número de creaciones exclusivas. Batcheva Dance Company sigue siendo hoy una de las mejores agrupaciones de danza contemporánea del mundo, portadora de una vocabulario único de la mano de Ohad Naharin: el gaga.

En el fondo, súper_pop

Para Graham era imprescindible que la danza pudiera hablar de los problemas de la calle; de las personas, con sus vicisitudes y sus crisis; el contenido de lo bailado debía salir de ahí. Entendía que el ballet era exactamente eso: un diálogo, no una mera exposición. Surge entonces lo que se conoce como danza-drama. Su temática fue extensa y prolífica y tuvo como eje referenciador, sobre todo al principio, a la mujer: Letter to world (1940) o Seraphic dialogues (1955). Es la etapa que se conoce como de “los solos”, donde tomaba a heroínas de la Antigüedad Clásica para contar problemas contemporáneos. La injusticia social, la denuncia de los problemas de las minorías o las consecuencias de las guerras (Chronicle) eran algunos de los índices temáticos que le preocupaban y con ellos se fraguaron muchas coreografías; se contabilizan, a lo largo de su vida, hasta 180.

A la vez se propuso elaborar una imagen del pueblo norteamericano acorde con la realidad, y de ahí surgieron obras como Apalache spring (1944), sobre la partitura de Aaron Copland. También decidió denunciar el horror de la guerra a través de obras de fuerte contenido político como Deep song (1937), escrita al calor de la contienda civil española. El régimen nazi la invitó a bailar en los Juegos Olímpicos de Berlín; ella cursó una respuesta tan cortés como contundente.

Así que las referencias culturales de todo este caudal dancístico son difícilmente mesurables, es más, resulta absurdo siquiera proponerse hacerlo. Pero es indudable que Graham se convirtió en una etiqueta. Porque, volviendo al principio, durante buena parte del siglo XX, para quien fuera maestro de danza y estuviera al frente de una escuela, en Estados Unidos o en Europa, era un orgullo que su centro luciera bien visible eso de «se imparte técnica Graham». Su danza se hizo universal y popular, pero en España tendríamos que esperar hasta bien entrada la década de 1970 para sumarnos a la moda y poder «etiquetar» Graham en nuestras centros y escuelas.

Quien fuera laureada con los más prestigiosos premios de las artes, y llamada «bailarina del siglo», dedicó el final de su vida a seguir a su compañía por el mundo. Conoció la tecnología y la conectividad entre ordenadores. Y lo de desaprenderse en vida tiene mucho que ver con una cita suya: «El cuerpo es una prenda sagrada. Es tu primera y última prenda; es lo que llevas cuando entras en la vida y cuando sales de ella, y deberías tratarlo con honor». O lo que es lo mismo: nacemos, transitamos por la vida vestidos, y en algún momento deberíamos darnos cuenta de que ir vestido y haberse llenado de capas es la excusa, no el fin; pues a bailar se aprende bailando, igual que a vivir viviendo. Desaprendiendo.

Martha Graham murió a la edad de 97 años en pleno uso de sus facultades mentales.